Duermevela, de Eduardo García. Por Arturo Tendero

 

 

EDUARDO GARCÍA

Duermevela

Visor, Madrid, 2014

 

«A los poetas que pensamos, se nos excluye», era la queja que deslizaba en privado Eduardo García, en los momentos de insatisfacción que todos los poetas sienten alguna vez.
Sin embargo, en los últimos años había crecido sensiblemente el reconocimiento hacia su obra: había sumado los premios de la Crítica, Fray Luis de León y Ciudad de Melilla a otros anteriores como el Ojo Crítico o el Antonio Machado de Baeza. Podía decirse que había conseguido abrirse un espacio, a pesar de ser un poeta que pensaba. Y no podía dejar de hacerlo. Al fin y al cabo era pensador de profesión, profesor de filosofía en Córdoba. Y se había centrado en desentrañar el proceso de escribir poesía: su manual Escribir un poema (2000) es más que recomendable para quienes quieran familiarizarse con la cocina de la creación. Pero también se preguntó de qué modo se podía actualizar la manera de escribir poesía en el siglo XXI, apoyándose en la tradición. Y se respondió desarrollando lo que llamó «poesía del límite», en la que revisaba el simbolismo imperante y se proponía superarlo desde la psicología, tendiendo puenes entre el realismo y el ensueño. Lo explicó detalladamente en el ensayo Una poética del límite (Pre-Textos, 2005). Pero no se conformó con establecer una teoría, más o menos plausible, sino que ya la estaba experimentando en su propia escritura y siguió haciéndolo hasta el último poemario, Duermevela. Se trataba de explorar las fronteras entre el consciente y el inconsciente, entre la vigilia y el sueño, entre la realidad y la imaginación, en una actitud de búsqueda continua. Quiso comprobar si su teoría funcionaba sobre sí mismo, como esos científicos que se utilizan como conejillos de indias de sus fórmulas para ver si surten los efectos deseados. Y ahí quedan sus poemarios para verlo: No se trata de un juego (1998), Horizonte o frontera (2003), La vida nueva (2008) y el mencionado Duermevela. También cultivó el aforismo antes de que una larga enfermedad se lo llevase el 19 de abril de 2016 a los cincuenta años. «Voy / en busca de un azul extraordinario / perdido en las pupilas de la infancia», decía uno de sus últimos versos.

Arturo Tendero

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