El acomodamiento de los intelectuales.

 

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El acomodamiento de los intelectuales.

 

Una de las cosas que más me entristecen de esta época, cuando todo se va a la deriva, es el recato de los intelectuales. Vivimos tiempos muy bobalicones donde los mediocres, los analfabetos y los emplastos de oportunistas acaparan el control de la política, las instituciones y la televisión. Y el peligro de todo eso es que poca gente se escapa mientras la sociedad se enfanga cada día más en el aborregamiento. Por eso echo de menos las voces que, desde las esferas del conocimiento y la cultura, persuadan a la ciudadanía acerca del estadismo y la amoralidad que descuajan a España.

Antes el periodismo auténtico tenía una gran fuerza para movilizar a las masas puesto que, con honestidad e imparcialidad, este oficio podía poner de manifiesto muchas realidades. Pero tampoco en ello ayuda esa profesión, porque se ha prostituido –y lo seguirá haciendo– conforme las empresas de comunicación sean, ante todo, la voz de los partidos políticos y cómplices del sistema. Al menos en otrora, la prensa tenía la finalidad de actuar como contrapoder desmenuzando la charlatanería de los meapilas. Prestigiosos periodistas como José María García, Paloma Chamorro, Jesús Quintero, Carlos Tena o Luis del Olmo, se consagraban como pesos importantes en la vida pública siendo incluso respetados y escuchados por personas con menos formación; sin embargo esa honestidad y ética profesionales  de los buenos periodistas se extinguió, así que resulta más sencillo, ahora, corromper a uno de éstos, antes que a un constructor inmobiliario o a un político. Lo que supone que las peores mafias ya no se encuentran en los despachos de bancos, ni en las Cortes Generales ni en el  foro de Davos, sino al mando de las redacciones de un periódico o gestionando un informativo o una radio pública o privada; es decir, la mayor infamia ya no se  camufla en el poder fático, que también, lo hace especialmente entre la escoria que controla las televisiones: esa gentuza que determina lo que es importante o no, haciendo de embudo para unas cosas y ocultado o desatendiendo a otras creando con ello sesgos de ideologías y acibarando la opinión pública. Y a la postre, se fabrica una ciudadanía incapaz de masticar tamaña sobreinformación mientras queda drogada frente a las pantallas cuando las cadenas televisivas, en la mayoría de los casos, toman por gilipollas a la audiencia, de quien se ríen implícita o descaradamente.

En ese sentido si algo empobrece a este siglo XXI es la falta de una perspectiva humanística, puesto que en comparación con el pasado siglo, acaecidas dos guerra mundiales, el Holocausto, inauditas revoluciones sociales y descubrimientos científicos, Europa y medio mundo lograron reinventarse creando una diversidad –en menos de cien años– de estilos y corrientes de pensamiento que impregnaban la filosofía, la literatura, la arquitectura, la pintura y la política. Los países occidentales lograban progresar paulatinamente cuando había intelectuales que tiraban del carro, que arrojaban luz a la vida pública y al saber colectivo. Aunque nunca fue del todo así porque la Iglesia Católica siempre intentó derribar a los pilares de la cultura; y el ejemplo más claro es la Ilustración española, cuando obras de Montesquieu, Locke, Diderot, Voltaire, Benito Feijoo, Jovellanos y posteriormente pensadores como Adam Smith o Menéndez Pidal cambiaron la naturaleza de la vida sociopolítica enfrentándose a la moral católica como cultura dominante. Empero, esta época no puede presumir de perpetuar ese legado  ya que, la intelectualidad nacional, pareciera hacerse la remolona. Pues los intelectuales de ahora presiento que se han acomodado, algunos porque dan la batalla por perdida y otros porque conciben que la crisis de valores que afrontamos jamás se repondrá; y con una sociedad, conforme pasa el tiempo, que se atonta inconmensurablemente.

            Hasta hace poco tiempo me placía leer o escuchar a escritores que ponían en tela de juicio a sectores políticos, económicos y sociales. Muchos de ellos, no sé el motivo, actualmente deciden no opinar, no meterse en camisa de once varas, no mojarse a efectos de que les caiga encima una polvareda de críticas, recatándose de decir lo que en verdad sienten y piensan. Y no hablo de una autocensura, sino de un acomodamiento. Escritores y artistas que alcanza un éxito y por no verse vilipendiados en la dictadura de lo políticamente correcto, se desentienden de la vida pública o procuran limitarse de mostrar su palabra sin pelos en la lengua. Sospecho que se decantan por ello por motivos complejos, pero en modo alguno por no complicarse la vida o por ahorrarse de consecuencias.

Quienes siempre nadaron a contracorriente por profesar un oficio artístico pagaron un alto precio por sus declaraciones, entrevistas, escritos y actitudes; y eso los hizo ser admirados u odiados, halagos o puestos en el punto de mira. Pero ante todo fueron las voces que despertaban conciencias. Contra lo que muchas personas puedan creer, en esas aportaciones aunaban tanto hombres como mujeres; y ahí están las fuentes historiográficas que constatan, verbigracia, la fuerza que tenían en su momento María Zambrano; Pardo Bazán; María Gory; María de Maeztu; Ana María Matute; María Moliner; Ortega y Gasset; el periodista, poeta y ensayista Pedro Jara Carrillo; Carmen Burgos; Ramón y Cajal; Unamuno; María Luisa Navarro Margati, Gabriela Mistral; Dolores Ibárruri; Luis Vives… Gente, a fin de cuentas, dispuesta a comprometerse con las quiebras de su época y aportar mejoras a la sociedad de su tiempo. Intelectuales que ayudaban a germinar nuevas cosmovisiones sin que la vanidad, los éxitos profesionales o el acomodo de su statu quo los hicieran perritos farderos del ágora. Muchos de los citados, por su compromiso con la cultura, pagaron con sus vidas en el paredón de fusilamiento, el exilio y la desmemoria nacional cayendo en un olvido injusto.

            Así que en antaño, en nuestro país hubo de voces que inconformes con las injusticias de su tiempo, aspiraban o a las utopías o a la renovación de la moral colectiva. Nada que ver con los que, a día de hoy, se les puede considerar intelectuales, porque gran parte de éstos parece ser que se han retirado. Me las piro, vampiro. Chaito que yo ya he terminado en este chiringuito. Y hasta otra, colega… Por eso me entristece que quienes deberían despertar conciencias desde el plano cultural, desistan de fortalecer la razón y el intelecto del pueblo. Son imprescindibles las élites de la sapiencia y la intelectualidad porque a falta de ellas estamos cediendo terreno a los engañabobos y a los oportunistas.

            Al poder fático no le interesa la inteligencia para que no haya sublevaciones. Por eso siempre se les persiguió a quienes sembraban la razón pidiendo incluso su cabeza. Y pese a ello, se podía tener fe en los intelectuales. Ahora ya no. O por lo menos yo ya he dejado de tenerla; éstos empiezan a defraudarme con creces. Para ellos puedo sentir admiración o estima, y también repulsa por su conformismo y acomodamiento. Y a estas alturas ya sabemos que los intelectuales no prestan un servicio público ni deben de rendir cuentas a nadie pero sí contribuyen a crear análisis, reflexión, cordura y esperanzas. Y sin embargo han decidido apagar el interruptor y apalancarse dejando que la batuta la tomen los encantadores de serpientes. Lo cual acarrea que, en términos morales, nos bajemos los pantalones y consintamos que nos sodomicen aprovechándose de nuestra decrepitud cultural, que deliberadamente hemos decidido acoger.

Esa misma preocupación la sentía Unamuno; y así lo manifestó en su famoso discurso en el paraninfo de la universidad de Salamanca ante una audiencia furibunda entre la que se encontraban Millán Astray, Carmen Polo y el obispo de la ciudad: «Quedarse callado equivale a mentir. Porque el silencio puede ser interpretado como una aquiescencia». Así nos ocurre a la vista del acomodamiento de los intelectuales; que damos consentimiento expreso para que, el sistema que nos rige, nos tome por mentecatos en  este  naufragio llamado España.

Luis Javier Fernández

 

Luis Javier Fernández Jiménez

Es graduado en Pedagogía y máster en Investigación, Evaluación y Calidad en Educación por la Universidad de Murcia. En 2019, finaliza sus estudios de Doctorado en la misma institución. Autor de la novela 'El camino hacia nada'. Articulista, colaborador en medios de comunicación, supervisor de proyectos educativos y culturales. Compagina su vida entre la música y la literatura.

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