El Dios de las pequeñas cosas. Por Juana Fuentes

pequeñas cosas

 

Erramos por años, vagabundos olvidados,
sobre el desierto cemento de las calles. Guiaba
nuestros pasos una silueta arrinconada,
la sombra que, por tantos años,
codiciaba nuestra aislada
y recogida compañía. Y aquella orfandad
quiso empujarnos tantas veces a mirar hacia
las casas ceñidas a sólo uno de los márgenes.
¡Qué falsos palacios de fastuosos estucados!
¡De qué modo nos convino su imitada luz!

Pero el sol, un día, vino a nacerse en nosotros.
Todo nos sobró; de vino
rebosaron nuestros vasos;
las calles remediaron ser aquellos eriales
de antaño para venir a derramarse con las gentes
que dejaban desnudas las salas de las casas.
No volvió la lluvia para anochecer las frentes
y los ojos; acaso para crecer la carne,
como crece el pan cuando toca la leche tibia.

Pude mirar hacia todas las orillas. Vine
así a despertar en esta casa de paredes templadas,
desvestidas de cantos y alborotadas risas,
y que sólo cubría la música. La casa
que hoy es todo mi cobijo.

Y qué pequeñas, hoy, las grandes cosas de ayer.

 

© Juana Fuentes

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