Olas de asfalto. Historias que no debo contar. Por M. Alfaya

«Historias que no debo contar»

Historias que no debo contar


 

Olas de asfalto

    La amiga de mi hermana ya no llora. Se construyó una balsa de olvido contra sus temporales de lágrimas.

     Tiene (la amiga de mi hermana) una dolorosa obsesión por hablar de su tía y sus hermanos; esos a los que admira y odia al mismo tiempo. Los admira (a sus hermanos), porque le dan de comer, para que ella no se rompa las uñas, por ejemplo, colocando latas en los estantes de un supermercado. Y los odia, porque la condenaron a planchar sus camisas de fiesta, fregar sus orines de fiesta y recoger sus vómitos de fiesta (esos de los que ella nunca disfrutó). De su tía, lo único que guarda es una herencia tan grotesca como ilustre: cincuenta paños de cocina bordados a mano y una cómoda antigua; con manchas de óxido en el espejo. Por lo demás, la amiga de mi hermana es feliz. Feliz cuando un desconocido la invita a una copa entre semana. Feliz cuando la peluquera le tiñe las canas. Feliz porque ya no se le rizan las entrañas con lo que pudo ser y no fue. Y feliz porque hace tanto tiempo que la plantaron en el altar que el recuerdo se le enquistó, y ya no sabe si fue verdad o el añejo argumento de una novela gris.

     La amiga de mi hermana tiene las manos más bonitas que yo haya visto nunca; aunque ella no lo sepa.

    Los domingos, antes de salir al mundo, la amiga de mi hermana se pintorrea los recuerdos, se tira del escote y se santigua; a ver si consigue flotar entre las olas de asfalto. Y mi hermana, sin que se enteren ni su tía ni sus hermanos, la agarra del brazo, la endereza y le susurra al oído una frase de película: «¡Ánimo! Hoy no somos putas; hoy somos princesas».

 

M. Alfaya

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