Peor que hace un año. Por Ana Mª Tomás

 

anciana

Peor que hace un año

       No. No es que venga a decirles a ustedes la perogrullada que todos sabemos, o sea, que estamos mucho, pero que mucho peor que hace un año. No. Es que hace unos días, desgraciadamente, volvió a saltar a la primera plana de la actualidad la noticia de otro maltrato, uno más, en una Residencia de Ancianos de Valencia. Las imágenes eran escalofriantes: ancianos que se habían caído al suelo y pasaban horas sin que nadie los atendiese o los levantase, enfermos esquizofrénicos atados durante horas, otros comiendo en sus habitaciones con el pan sobre un teclado de ordenador, otros en sillas de ruedas, apartados, con el plato de la comida sobre el halda… Lo primero que me vino a la mente fue el inicio de ‘Las Catilinarias’ (uno de los cuatro discursos de Cicerón, en el 63 a. C.: «¿Quo usque tándem abutere, Catilina, patentia nostra?») «¿Hasta cuándo has de abusar de nuestra paciencia, Catilina?». ¿Hasta cuándo vamos a permitir que se sigan sucediendo esas imágenes? ¿Que sigan ocurriendo esos desmanes con quienes nos han cuidado y han dado su vida por nosotros para que ahora la sociedad o la familia les pague con esa moneda?

       Pero he de confesarles que la filosofía ‘ciceroniana’ me duró lo que tardaron en salir las imágenes de las familias de los afectados en la puerta de la residencia pidiendo a gritos las cabezas de los encargados del cuidado de sus padres. La cámara se dirigió a una de las personas que estaba visiblemente afectada, hija de una de las ancianas; al preguntarle el periodista si había podido ver a su madre, ella respondió, textualmente: «Sí, sí, me han dejado entrar a verla. Y vamos… está mucho peor que el año pasado». ¡Mucho peor que el año pasado! ¡Un año! Trescientos sesenta y cinco días sin ver a su madre y sin saber en qué condiciones se encontraba… ¿Para qué sirve en esos momentos la filosofía?

       Tampoco me sirve para la crónica que le sigue: «La cuidadora de una anciana que ha muerto la incinera sin hacerle la autopsia porque dice que no tiene familia y se queda en la casa de la anciana de okupa a pesar de tener la difunta dos hijas». ¡¿Mande?! ¿Cuánto tiempo llevaban esas hijas sin saber nada de su madre?

       Hace unos días me enviaron un vídeo muy interesante de un anciano profesor. Este, a través de una pantalla que iba mostrando a pares, durante dos segundos, unos rostros bien diferenciados, preguntaba cuál de esas dos personas nos parecía más fiable, o más espiritual, o más capaz de robar en un súper. Evidentemente, yo elegía a las que, según su pinta, entraban más en el patrón afirmativo de la pregunta que formulaba. El ‘profesor’ seguía argumentando que no necesitamos más de un segundo para determinar si la persona que tenemos enfrente merece nuestra confianza o nuestro recelo, nuestro amor o nuestra indiferencia. Y que todas esas decisiones de ‘cuestión de segundo’ vienen configuradas por nuestra manera de interpretar la realidad, y esta, a su vez, por todo el bagaje cultural, emocional, social y familiar que llevamos.

       Vamos, que nos dejamos llevar más por lo que vemos y lo que nuestras tripas nos dicen antes de investigar, de profundizar, de saber más de aquello de lo que debemos opinar. Nos guiamos por las fuentes, y estas no siempre son fiables. De hecho, una vez que el profesor termina de argumentar toda la historia, en un español con un marcado acento inglés, nos desvela que no es inglés, sino argentino; que no tiene ochenta años, sino treinta y tres, mientras se va despojando de su maquillaje; y que, además de todo eso, no es profesor de nada, sino actor.

       Y… escuchando todas esas noticias en donde no se podría entender que una madre dejara a un niño en una guardería durante un año sin saber cómo está, pero que es perfectamente ‘comprensible’ que un hijo lo haga con unos padres cuando ya no pueden valerse por sí mismos… contemplando cómo «algunas residencias» –por favor, no se reboten aquellas que no se den por aludidas– y cómo algunos de esos trabajadores de residencias tratan a los ancianos, no ya sin caridad o sin misericordia (de ‘miser’: miserable, y de ‘cor, cordis’: corazón, es decir, la capacidad de sentir la desdicha de los demás), sino con una falta inmensa de respeto y profesionalidad… una siente que el profesor, el actor o quien quiera que sea, tiene toda la razón sobre esa rapidez de apretar el gatillo en quienes creemos ver en sus caras el espejo de sus negras almas –aunque algunas veces coincida–, porque, otras muchas, tienen un aspecto de lo más humano y ni les cuento lo que hay por dentro.

Ana Mª Tomás

Laverdad.es

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