Querido John. Por Anita Noire

Los arcos de piedra por encima del jardín poseían la curva exacta de cejas asombradas por encontrarse allí, junto a la confusión de hormiguero anárquico del Rato, y el psiquiatra tuvo la sensación de que era como si un rostro de muchos siglos estuviese examinando, sorprendido y grave, los columpios y el tobogán que había entre los árboles y que nunca había visto utilizar por ningún niño, abandonados como los tiovivos de una feria difunta.
Antonio Lobo Antunes

Querido John:

Prometí tenerte al día pero como no soy personas de promesas lo he incumplido. Pero hoy, mientras contemplaba el tambor de la lavadora dando vueltas, me he acordado de ti y de aquella promesa olvidada. Querido John, sigo aquí, en la misma ciudad, con el mismo polvo y la misma calima, pero no en la misma casa, ni con el mismo trabajo, ni con las mismas angustias, ni con las mismas expectativas de hace ya tantos años. Ahora vivo en un piso aún más pequeño que aquel que conociste, pero tengo un limonero, una buganvilla y dos macetas con lavanda.  Siempre me gustó tener el balcón florido, unos cuantos suspiros vegetales que humanizaran aquella perra vida que nos tocó vivir de horarios enloquecidos, pérdidas irrecuperables y cortisona a tutiplén. Perdí un hijo después de abrazarlo durante unos días (pero eso ya lo sabes) y me volví loca, colgué el traje de luces y senté la cabeza, aunque, bien pensado, lo que hice con ella, la cabeza, fue ponerla en reposo y dejar que las ideas no se enquistaran y que los pensamientos surcaran entre neuronas calmas. El tiempo puso en mi camino algún que otro enamoramiento loco; pero, como todo lo loco, acabaron encerrados en el cuarto oscuro, muertos de pura demencia poco compartida. ¿Y tú, John? ¿Qué hiciste con tu vida? He encontrado tus señas en la red. Sí, la privacidad en este mundo ya no existe, aunque puede que lo que navega por ahí no sea más que una huella del pasado que nadie ha rectificado y ahí sigue para que alguien como yo lo encuentre, después de ver rodar las sábanas durante más de veinte minutos, y por eso las guardo, las capturo (como dicen los modernos), para no olvidar de nuevo que debo ponerte al día.

Mis días, como los de cualquiera, reparto las horas entre la lavandería pública, la biblioteca, el diván y el supermercado;  una madre medio loca y un perro que no deja de ladrar cada vez que ve pasar una chilaba. Nunca pensé que tendría un perro chovinista, pero así es. ¡Ay, querido John! La vida es una carrera de obstáculos en la que vamos tropezando, y, entre poste y mojón, una botella de brandi, dos orfidales y alguna que otra revista del corazón en modo casero. Aun guardo aquel diccionario que olvidaste sobre la cama, una costumbre rara la de memorizar dos palabras nuevas cada día antes de dormir. Recuerdo cuando escribiste en la cara interior de mis muslos «jugoso» y a fuerza de lengua conseguiste no dejar ni una sola curva de tanta letra redonda. ¡Ay, querido John! Alguien debería de recordarte, quizá también el tambor de una lavadora, que me debes una promesa. Pero eras tipo de no cumplir promesas, al igual que yo, y así estamos tanto tiempo después. Pero ahora tengo que dejarte, querido John. La secadora ha dejado de funcionar y hoy, después de dar algo de marcha atrás, me toca limpiar los cristales e imaginar un par de palabras para, a la caída del sol, dibujarlas en alguna cadera banal.

Siempre tuya, Claire.

Anita Noire

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Un comentario:

  1. Hermosa carta donde se cuenta toda una vida.
    Un abrazo, Anita.

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