Soy de… Por Ana M.ª Tomás

Soy de…

No sé si ustedes se acuerdan de aquella canción del gran Alberto Cortez que decía: «No soy de aquí, ni soy de allá, no tengo edad, ni porvenir, y ser feliz es mi color de identidad…» Como letra de una canción es preciosa, pero la realidad es bien distinta. Nosotros, todos, somos de algo y de alguien. Necesitamos serlo. Tenemos sentido de pertenencia que nos identifica, nos sitúa y nos permite sentirnos orgullosos, a veces orgullosísimos de según qué clanes, equipos o lugares.

La victoria de Macron, como presidente de Francia, tranquiliza a quienes se sienten parte de la Unión Europea. Una de las fotos que recoge su victoria es sencillamente entrañable y significativa para expresar ese sentimiento de pertenencia a. En ella se ve a Emmanuel Macron alzando un brazo que expresa claramente su victoria y su orgullo de sentirse presidente de su patria, pero el otro brazo termina fuertemente entrelazado a la mano de su esposa, que, además, ella besa con ternura y, por supuesto, orgullosa de pertenecer al clan que, de alguna manera, ha llevado a Macron a ser presidente.

Hablamos con una propiedad pasmosa no ya de «mi» familia, sino de «mi» calle, «mi» playa, «mi» equipo, «mi» marido… Casi «na». Pertenencia es la relación que tiene una cosa con quien tiene derecho a ella, y, si ni los hijos nos pertenecen, según el poeta J. Rudyard Kipling, vayan haciéndose una idea de la propiedad que podemos tener sobre un equipo de fútbol o una determinada ciudad. La de conflictos que se hubieran evitado a lo largo de los siglos si se hubiese tenido el pensamiento de la canción de Cortez.

Sin embargo ahí tenemos los independentismos exacerbados, los hinchas extremistas, las religiones radicales, las familias mafiosas, las parejas patológicas y los lobos esteparios…, todos ellos en tocata y fuga de algo que no sea pertenencia y dominio exclusivo sobre el terruño, la victoria de los suyos, el triunfo sobre los otros, el control sobre la yunta o la búsqueda de la manada. Y es posible que, para algunas mentes, semejante concepto pueda resultar primario, pero también lo es el instinto de supervivencia y eso es lo que nos ha permitido en numerosas ocasiones llegar hasta aquí. Y, en no menos ocasiones, cumplir objetivos y conseguir grandes logros. A veces, lo que no se es capaz de hacer por uno mismo, no dudamos en hacerlo por aquello o aquellos a los que sentimos que pertenecemos.

Es verdad que hay causas que justifican determinadas actuaciones, pero manda huevos que el dichoso sentido de pertenencia nos haga cometer gilipolleces como escribir una transcripción fonética de El Principito «en andalú», agárrense los machos: «Una beh, kuando yo tenía zeih záñiyoh, bi un dibuho mahnífiko» ¿Cómo se les queda el cuerpo? Pues sí, por increíble que parezca, tan… peculiar traducción ha sido promovida por el Sindicato Andaluz de Trabajadores con el ánimo de reivindicar, está claro, lo suyo, o sea, su sentido de pertenencia a tan singular tierra y habla.

Sobra decir que aquello de lo que nos sentimos orgullosos de formar parte no tiene, ni por asomo, que ser lo mejor comparado con otro, pero es lo nuestro, lo que nos identifica y con lo que nos sentimos identificados, de lo que sentimos orgullo, y, por tanto, nos produce seguridad y autoestima. Quizá por eso me producen más pena que rabia los vándalos que se dedican a tirar bicicletas públicas al río, a destrozar mobiliario urbano o a dejar sus huellas «atilanas» allá por donde pisan, porque ni tienen autoestima ni orgullo ni sentido de pertenencia a nada. Está claro que alguien que sabe cuál es su lugar y sus cosas las cuida y reconoce el servicio que obtiene de ellas, no solamente él, sino aquellos otros con los que comparte ese mismo sentimiento.

La identidad se nos forma sabiendo de donde somos y, aunque es genial abrazar el mundo sabiéndose parte de él sin fronteras, no deja de tener su sentido de pertenencia a la raza humana. Y a mí, con tanta incertidumbre en el país vecino, saber que ha logrado el triunfo «mi» Macron me llena de «odgullo yAna M.ª Tomás zhatidfacción».

Ana M.ª Tomás

Este artículo apareció en La Verdad

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