El gran depredador. Por Amelia Pérez de Villar

El gran depredador

Me ha resultado difícil encontrar un título para esta entrada, por lo que he decidido tomarlo prestado de la versión española del soberbio ensayo de Lucy Hughes-Hallett que sobre la figura de Gabriele d’Annunzio publicó recientemente la editorial Ariel y que tuve la fortuna de traducir. Como además no es mi primer trabajo relacionado con este tipo increíble (véase Crónicas literarias y Autorretrato, y Crónicas romanas, publicadas en Fórcola Ediciones, o el artículo titulado «Más alto, más allá», publicado en el número 256 de la revista Litoral), me he visto en la necesidad de leer sobre él, de contrastar textos y versiones, y hasta de tomar partido a veces, demostrando a quienes lo denostaban que no estaban del todo en lo cierto (como yo misma, que lo consideraba un patriota petardo, fachoso y escritor pesadísimo) y a quienes han creído a pies juntillas en la imagen tradicional que de él se ha proyectado que se quedaban muy cortos.

Gabriele d’Annunzio fue Forest Gump mucho antes de Forest Gump. En sus 75 años de vida pasó de desplazarse por la antigua Roma en coche de caballos a conducir su propio deportivo, de las espadas de Garibaldi a los morteros de la Gran Guerra. Casi un siglo de vida que, a efectos de la Historia, con mayúscula, cubre varios capítulos importantes y algunos cambios decisivos para la humanidad: la página que pasó el Turn of the Century, uno de los cambios más importantes en la moda, sobre todo en la moda femenina, que fue el abandono del corsé y el acortamiento progresivo de las faldas, iniciado en la década de 1910 y que culminó en los años veinte, o la corbata y el reloj de pulsera en los hombres; el uso de la bicicleta, los nuevos trenes, los nuevos barcos, el advenimiento de la aviación (de la aviación de guerra en su momento, pero también de la comercial, que empezaba a generalizarse ya en sus últimos tiempos), los planteamientos urbanísticos modernos. Practicó el bronceado (en su caso, integral) medio siglo antes que su tocaya Coco Chanel. Fue ligue oficial de la chica del momento, Eleanora Duse. El reinado de d’Annunzio abarca desde el mármol hasta el acero y el cristal, desde la crinolina al nylon. Fetichista irredento, gozó lo indecible cuando las mujeres empezaron a aligerar su vestuario, a enseñar los tobillos y a usar medias, y disfrutó en general de lo mejor de ambos mundos: de la sociedad exquisita y excluyente de finales del XIX y de la democratización de costumbres de la primera mitad del XX. Los avances que él mismo propuso, desde la tablilla donde iba sentado para ojear las zonas de bombardeo en un avión que no tenía suelo, fueron decisivos para la mejora de los aviones de hélice en términos de diseño y de funcionalidad. De hecho, condujeron a los avances definitivos y revolucionarios llevados a cabo por Roland Garros. En 75 años le dio tiempo a renegar −e intentar librarse− del servicio militar obligatorio (sólo consiguió disfrutar de ciertas prebendas, pero tuvo que hacerlo, a su pesar) y a recibir varias condecoraciones al mérito militar, a dejar de lado sus obligaciones paternas y cuidar −y recibir los cuidados− de su única hija (el resto eran varones) habida en una relación extramatrimonial; a vivir en la más absoluta abundancia, aunque fuese a costa de los acreedores, o relegado a una modesta sencillez, como tuvo que hacer en la época en que vivió en París, antes de que Italia entrase en la guerra. Arrastró, por cierto, a Italia a una guerra de tremenda magnitud en la que su país tenía poco que ganar y mucho que perder, convencido de que esa era la única forma de hacerse respetar y de ganar un puesto de honor en la nueva Europa.

D’Annunzio fue pionero en el uso de redes sociales. Mintió, es decir, se dio todo el pote que pudo, cuando se trató de medrar, de escapar o de escalar. Vamos, que infló el currículum. Una de sus facetas mejor conocidas es su capacidad para inventar historias (incluida su propia muerte) para generar expectación antes de publicar una obra. Hizo la pelota a los poderosos y en más de una ocasión tuvo que ver los toros desde la barrera: la ópera, los bailes de máscaras de la Roma del XIX, las carreras de caballos en el Corso. Apretaba los dientes y anotaba en su libreta todo lo que veía, y a lo que luego daría un uso rentable, doble o triple: escribía un artículo que enviaba a La Tribuna, de donde sacaba su sueldecito (a este ejercicio lo denominaba la «miserable fatiga cotidiana»), los párrafos lucidos le servían para embellecer las cartas que enviaba a sus amantes (sobre todo a Elvira Fraternalli, que era la de turno en los años de Roma) o iban a parar a sus novelas, a El placer o a Triunfo de la muerte: unos, punto por punto, otros ligeramente retocados o con el nombre cambiado.

Y ahora es cuando tomo partido: efectivamente, no me habría gustado tener a d’Annunzio  como padre, como marido, como empleado, ni como amante. Efectivamente, era un culo de mal asiento, manirroto, excesivo y egoísta. Pero fue un trabajador incansable, y es posible que sin este factor no hubiera llegado tan lejos. Toda su maquinaria propagandística se hubiera venido abajo de no haber tenido un suelo firme en el que apoyarse. Durante los veranos de 1888 y 1889, mientras escribía, respectivamente, El placer y El invencible, su ritmo y su horario de trabajo no encajaban de ninguna manera en el Estatuto de los Trabajadores. Leemos en su correspondencia que se levanta hacia las seis de la mañana, trabaja unas cuatro o cinco horas, se detiene a desayunar y aprovecha para nadar, caminar o montar a caballo, y así poder seguir trabajando hasta las once de la noche. Eso durante dos meses seguidos. La planificación de sus tareas era exquisita. Cuenta en una carta: «El libro va bastante bien. Esta noche llegaré hasta la página 185, y mañana a la 200. El domingo a la 300, y el jueves o el viernes a la 400. Y ¡fin!». En estos momentos era capaz de mantenerse ascético y frugal. Y tal vez fue este exceso de energía, esta capacidad de trabajo, y su subyacente terquedad cuando se proponía algo, lo que le llevaron, al final de su vida, a agitar a las masas descontentas y, en muchos casos, embrutecidas. Admirador de las teorías de Nietzsche desde su aparición, se erigió en paladín del levantamiento de una clase de superhombres con la materia prima que tenía a su alcance: labia, verborrea y palabrería que prendieron en la gente como una cerilla prende un reguero de gasolina. Ya lo tenía todo: material, combustible, y una meta clara.

Entre las reseñas que voy leyendo del ensayo de Hughes-Hallet me estoy encontrando muchas donde se mira la figura de d’Annunzio desde un prisma poco habitual hasta ahora: el de la historia. Sin dejar de lado las aventuras y desventuras de este reportero bajito y rechinoso, sus amoríos y su gusto por los bibelots, la autora traza un cuadro impecable de la historia europea de ese «Turn of the Century» del que hablábamos antes. El problema de los Balcanes, el ascenso y caída de Hitler en los primeros tiempos, el ascenso imparable de Mussolini, la entrada de Italia en la Primera Guerra y la dureza del frente italiano, los nacionalismos y los populismos. Y después, el fracaso, el desencanto, la destrucción.

D’Annunzio no llegó a vivir la Segunda Guerra Mundial. El final de El gran depredador es un fascinante canto del cisne donde la decadencia vital de los últimos años del escritor italiano parecen simbolizar también la decadencia y el final definitivo de Europa, tras la euforia que siguió a la guerra de 1914 y la aparente sensación de que, cuando se toca fondo, sólo se puede volver a subir. Da miedo pensar que a veces, cuando se toca fondo, uno se queda en el fondo, aplastado, cubierto de fango.

Amelia Pérez de Villar

Blog de la autora

3 comentarios:

  1. Cuánto aprendo contigo Amelia, qué bien y cuánto cuentas. Así entre los sorbos de un buen café, tu texto entra con el mismo buen gusto.

    Un abrazo.

  2. La verdad es que la cubierta del libro ya atrae, y el nombre no digamos, y la figura que hay tras él. No hay más remedio que sumarlo a la lista de deseos para este 2015.
    Muchas gracias, Amelia, por ayudarnos en la tarea de elegir una buena lectura.

  3. Cómo escribes, Amelia, qué naturalidad en dar información y opiniones. Cuando te leo tengo la misma sensación que al ver bailar o patinar a esos grandes artistas que se deslizan con tanta finura y suavidad que hasta me parece fácil; incluso intento imitarlos y, por supuesto, mi caída torpe y grotesca me demuestra lo que hay que saber para deslizarnos (transmitir) con facilidad.

    Nada más. Enhorabuena, eres un lujo. Besitos.

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