Era «Kafka en la orilla», maldita sea. Por José Fernández Belmonte

 

Era Kafka en la orilla, maldita sea
Según para qué cosas soy muy indeciso. Y una de las dudas existenciales que más habitualmente me atormenta se me genera a la hora de comprar un libro. En ocasiones, me paso más de media hora en la librería ojeando títulos, mirando portadas, solapas, contraportadas, ilustraciones, hasta que la decisión se convierte en un hecho, y el libro, colgado de mi brazo, como el que porta un arma homicida, llega hasta la caja, y de ahí sale disparado hacia mi mundo interior.
Es por tanto ese proceso algo místico y misterioso que no se ejecuta con unos parámetros preestablecidos, sino únicamente a través de un hecho casual e inexplicable provocado por una reacción química desconocida para la ciencia.
Y en eso estaba ayer, en una enorme librería de moda, cuando pasó lo que les voy a relatar:
Aunque soy un indeciso que ronda los cincuenta, tengo ojos en la cara. Con una dioptría en el derecho, y una y media en el izquierdo, pero, por suerte, llevaba puestas las gafas. Ella no debía superar los veinticinco. Merodeaba a mi alrededor, como hacen los gatos con sus dueños a la hora de comer. Yo no le daba importancia porque estaba plenamente convencido de que esa chica ni había reparado en mí, más allá de regalarme algún vistazo para cubicar mi volumen anatómico-forense y calcular, grosso modo, mi cada vez más generosa longevidad.
Pero todo cambió cuando cogí el libro Baila, baila, baila, de Murakami. Entonces ella me miró fijamente y me regaló una sonrisa en cinemascope. Claro, yo miré a mi alrededor pensando que, a lo mejor, la chica en cuestión era bizca y, en realidad, estaba sonriendo a algún chaval recién salido del gimnasio, pero no. Allí sólo estábamos Murakami y yo. Y ella se acercaba a mí. Y cuanto más se acercaba más nervioso me sentía. Así que me encomendé al escritor nipón, como un torero se encomienda a San Judas Tadeo, o a la Virgen del Pilar. Y para más regocijo de mis prejubiladas hormonas, me habló:

–Hola, Mura –me dijo–. ¿Has quedado conmigo, verdad?…

Pónganse en mi lugar, mis escasos y adorados lectores: yo cincuenta años, ella veinticinco. Yo feo como el miedo, ella bella como Scarlett Johansson en sus mejores tiempos. Así que tras una espontánea estadística realizada en dos coma tres milisegundos, en la que sopesé los pros y los contras de la decisión que irremediablemente sentía la obligación de pronunciar, le dije: «tal vez».

–¿Cómo que tal vez? ¿Eres Murakami o eres un impostor? –me preguntó con cierta picardía.
–Soy Murakami. ¿Acaso lo dudas? –le dije obsequiándole una mirada, segura y firme, como la de un dentista antes de sacarte la muela del juicio.
–En la foto te veía más joven- me dijo, frunciendo el ceño, para ratificarse en su más que notoria confusión.
–La retoqué con el photoshop. Todo el mundo lo hace. ¿O no es así? –le expliqué con confianza. Tú, sin embargo, pareces menor, y eso es lo que, por un momento, al verte llegar, me hizo dudar de que fueras tú.
–¿Y por qué llevas ese libro en la mano? -me preguntó, desconcertada.
–Es que no lo he leído; debe ser uno de los pocos títulos de Murakami que no he leído todavía –le dije adentrándome cada vez más en el resbaladizo terreno de la especulación. Ella me miró fijamente, como el que mira los despojos de cordero en la vitrina de una carnicería, y se abalanzó sobre la estantería en la que estaban todos los ejemplares de Murakami, tras lo cual, me miró con cierto rencor–. A ver, listillo: ¿qué libro deberías llevar en la mano? –me preguntó en un tono inquisidor.

–No lo recuerdo; créeme, estoy tan nervioso que me he quedado en blanco, te lo prometo –le respondí, mientras me daba cuenta de que el libro era la clave secreta de aquella cita a la sombra de lo más actual de la literatura universal.
–Eres un impostor. ¡Tú no eres el Murakami que yo busco! Eres un enfermo y un baboso.
–-¿Qué libro me dijiste preciosa? Recuérdamelo, por favor -le pregunté en un postrero intento por evitar su inminente y dolorosa fuga.
Kafka en la orilla, embustero. ¡Era Kafka en la orilla!
Y dicho esto, salió de estampida de la librería como si huyera del mismísimo demonio.
Tras su marcha, instintivamente, agachando el lomo sobre la estantería, pude comprobar como Kafka en la orilla estaba justo al lado del libro que yo, curiosamente, acababa de coger.
Tan sólo un centímetro me había privado de tan increíble e inesperada aventura. Tan sólo un centímetro… ¡Por el amor de Dios! ¡Qué poco duran los sueños!

 

José Fernández Belmonte

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9 comentarios:

  1. Bueno, piensa que, si era lectora de Murakami, igual no te convenía demasiado. Busca el lado positivo.
    Me encanta. Te echaba de menos.
    Un abrazo.

  2. El interjuego de confusiones me encantó.
    Un abrazo.
    Betty

  3. Moraleja:
    Algunos sueños no se miden en altura, sino en centímetros.

    Bromas aparte, me encanta leerle.
    Un abrazo.

  4. Estupendo relato que, como siempre, me dibuja una sonrisa mientras lo leo.

    Tienes mucho talento, de verdad. Un fuerte abrazo.

  5. Así es Amelia, en ocasiones, lo peor de los sueños viene cuando te despiertas… Un abrazo de mil, o de dos mil, centímetros de diámetro.

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