Frente al cordón umbilical
A través de mi ventana
veo la casa de mis padres,
justo enfrente
como un espejo que traduce el lenguaje
de mi madurez.
Observo sus persianas
en lo inédito del preludio,
santificando otro día en la rutina de estar.
Estar, sin más afán
que circundar el recuerdo amarillento.
Hay en la vida del hombre
un cansancio, como de siglos;
un enigma y un poder de alianza mesiánica.
Un viaje largo, en la celosa carne
de la tierra.
En la hora de las explicaciones
una distensión maltratada
por el pájaro rojo de la huida.
Todo lo escrito
será desecho y valle lacrimoso.
Y veo pasar a mi padre
– él que abolió
la penitencia de la lluvia-
con el carro de la compra,
desalentado, circunspecto, cansado.
Como si el no hacer la compra
fuese desertar de un ejercito
donde van a morir los perdedores.
Reconozco con precisión
el motor de su coche cuando sale del garaje
es como si me llamase: —hija, estoy aquí,
sigo aquí, y mira como rugen
todavía estos caballos en las llagas
del asfalto, –me grita.
Ellos viven como si vivir fuese no estar muertos.
Ellos ven la televisión todo el día.
Ellos esperan y esperan,
y de esa espera
atestiguo el descenso
a los campos de la madre tierra.
El día, ese día,
donde esa persiana no la suba la mano
de mi padre.
El día en que la cerradura
vértigo de adioses se me abra,
y la calavera agónica de la nada
pueble el vientre de todo lo concebido.
El pasar hace ruido,
un ruido como de piedra
sacada de su sueño de agua.
Hace ruido el estar,
como de melodía de telediario,
o de «Puente viejo»
o del «Sálvame»
No concibo el día en que la televisión
calle para siempre
y no sea la mano de mi padre
la que suba la persiana.
Esa mano no conoce
la expansión de la luz exacta
para permanecer.
Pilar Gorricho