La bruja. Por Estel

LA BRUJA

 

la bruja

 

Cada bruja tiene su método. Unas pueden ser versadas en el misterio de la palabra viva, aquella que sale primero en volutas y luego en sibilantes profusiones como un gas invisible y mortal; la palabra que, se dice, cierto rey de la Antigüedad utilizaba para abrir y cerrar puertas prohibidas y que jamás (pues la Lengua Secreta no podría revelarse en su totalidad sin destruir la misma sustancia que conforma el receptáculo mortal), jamás llegó a dominar tanto como para retrasar su propia muerte de manera indefinida.
Una bruja puede andar por los recovecos laberínticos del universo como un reflejo encarnado de su propia consciencia; de ahí que algunos aseguren que tienen la capacidad de aparecer y desaparecer igual que fantasmas.
Pero ella no es temible, los cabellos rubios le caen por los hombros a la manera de las doncellas comunes y corrientes; tiene las manos tersas y limpias y un rostro angélico y luminoso. No se la puede invocar de la nada ni tampoco se esfuma entre los copos de nieve.
Se moja las manos y, sin dar muestra alguna de dolor, toca una pizca de sal para espolvorearla sobre la masa, sazón irresistible en la torta de miel y cera cuya perfecta circunferencia imita de algún modo la suave redondez de sus caderas.
Vive en una casa en la ciudad, no en la canónica vivienda al fondo del bosque, y tiene sirvientes que mantiene ocupados y que van de aquí para allá colocando manteles, cambiando las cortinas, puliendo la vajilla, sacando la carpeta de encajes. Las voces animadas de patrona, amigas y servidumbre mantienen despiertos los muros, las alcobas y la escalera.
Se necesita un ojo entrenado para identificar las pequeñas señales, y un ojo mágico para descubrir la verdadera naturaleza de la bruja. A su alrededor, en ese ambiente de festividades, ¿quién prestaría atención a la religiosa laboriosidad con que ella prepara sus pastelillos de miel? Sólo un iniciado podría turbarse al mirarla así, inclinada como está sobre la mesa en despreocupada desnudez, con los cabellos rubios cayéndole en cascada por la espalda, los pechos blanqueados por la harina y las manchas húmedas deshaciéndose en el vientre brillante de sudor. Sólo alguien muy sabio podría ver que algo en el color y la esencia de su preparación culinaria, de hecho, es el color de la piel y la esencia de aquel cuerpo de belleza juvenil, poseedor empero de un magnetismo desproporcionado, como si la lujuria hubiera decidido vestirse con traje terrenal.
Las brujas van totalmente desnudas, no porque como dice la creencia popular, sean las concubinas de Satán, sino porque han llegado a conocer y controlar la potestad de la carne, de la que emanan y en la que penetran los vehículos intangibles de la magia, de suerte que la ropa, cuya función más básica es protegernos del calor y del frío, se vuelve para ellas un estorbo.
Sus invitados reciben con fruición las dulces ofrendas de las bandejas que acarrean los sirvientes. Se deleitan en ellos, aunque lo hacen más en el deleite mismo que en el sabor curiosamente inconsecuente de las golosinas. De manera inexplicable, las mujeres embajadoras del tiempo y sus estragos pierden las líneas que marcaban surcos en su rostro ante la mirada estupefacta de sus acompañantes y de los demás huéspedes. Ellas respiran hondo, absorbiendo la fértil descarga de energía que primero relampaguea y después remolinea en su interior, y dan la bienvenida al deseo que invade las pupilas de los hombres. La anfitriona sonríe con clara satisfacción y permite que una, dos o más parejas se retiren a diferentes habitaciones iluminadas con luz mortecina de los quinqués.
A los pocos meses, carga y mece a una bebé sin nombre. La besa y la vuelve a poner en su canasta.
Al único que va a visitar es al joven obrero. En un pretil de piedra despliega su abanico de pasteles de miel y cera; el aroma atrae primero a una oleada de hombres que muy pronto empiezan a exudar deseo por la piel bronceada. Eligen uno cada quien y se marchan ansiosamente. Largo rato después llega el que ella esperaba. Pero él siente un rechazo inexplicable hacia su belleza. Se rehúsa a tomar un pastel, aunque el aroma lo tienta y seduce sus sentidos, y le da la espalda a la dueña (que se echa a llorar) con expresión arisca.
El corazón de una bruja no ha muerto aún; late libremente, sepultado, es cierto, bajo la ambición y los pecados propios de quienes son depositarios de un gran poder sin tiempo.
De aquel obrero habría hecho un consorte, un príncipe, padre carnal de sus próximos hijos, que por primera vez heredarían directamente de ella la sustancia física y la sangre. Pero el joven tiene agudos ojos, y ha descubierto la trampa sin advertirlo del todo.
Un amante real es cosa imposible. Bien, pues: de cualquier forma, su propósito ha de cumplirse. Los pasteles de miel y cera tienen un efecto casi paralelo al de la hostia de la religión de la cruz. El cristiano recibe la hostia de manos del sacerdote, y al ingerirla está asimilando el cuerpo sagrado, y al beber el vino bebe la sangre y la esencia del mismo. De igual manera, su propia esencia, que ha imbuido en los pasteles, se ha integrado a los cuerpos de los hombres que los devoraron; y pasará de ellos a sus esposas.
Tendida en la nítida penumbra de su alcoba, comienza a sentir el preludio al febril y prolongado placer que tiene ahora la marca de su propiedad: siente las manos de los trabajadores, manos fuertes y callosas, donde las otras mujeres las tienen. Siente los labios invisibles, hechizados, urgentes, y vibra bajo las líneas húmedas de fuego que trazan lenguas y dedos en su piel desnuda. Se retuerce bajo pesos inmateriales y grita con el placer de aquellas a quienes sus esposos toman, muy lejos en las pobres cabañas de la periferia. Ninguna quedará encinta, pero la bruja será madre.
Nadie más que un iniciado podrá advertir que es madre y doncella al mismo tiempo, que mece y acuna a los hijos de su esencia en el mundo de los círculos de fuego y las danzas de los dioses y demonios.
En el tortuoso mundo de los hombres, seguirá andando expuesta y oculta, con los cabellos virginales cayendo en cascada sobre sus hombros, y el rostro angelical y luminoso.

 

Estel

 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *