La habitación de David daba a la plaza de Atocha y la vista se extendÃa hacia el suroeste de la ciudad. El sol la inundaba, pero no por ello era más confortable. TenÃa las ventanas aseguradas con rejas porque algunos de los hombres con los que mi hijo la compartÃa padecÃan severos trastornos psiquiátricos que afectaban a su autocontrol. Al entrar olÃa a formol y a lejÃa, y aun asà las camas estaban infectadas de chinches; de hecho el cuerpo inmóvil de David tenÃa comidos los brazos y los muslos. A mà también me habÃan picado alguna vez. Mirándole detenidamente tenÃa que hacer un gran esfuerzo mental para relacionar aquel cuerpo inerte, cuyas extremidades ya hacÃa años que se habÃan retorcido en formas grotescas y que se alimentaba a través de una sonda nasogástrica, con el del niño alegre y travieso que habÃa sido. El pelo rubio y rizado, heredado de su madre, habÃa desaparecido y ahora sólo algunos lugares de su cabeza recordaban que lo habÃa tenido. La piel, antaño morena y firme, era ahora sólo un pergamino blanco y frÃo. Sus ojos habÃan desaparecido en el fondo de sus cuencas y su rostro carecÃa de expresión. Yo querÃa creer que se alegraba de verme, pero nunca habÃa dado la más mÃnima muestra de reconocerme y ya iba para dieciséis años que estaba asÃ. Después de la explosión de la maldita bomba que habÃa acabado con la vida de su madre y de su hermano mayor, David se habÃa quedado en estado vegetativo. Lo llamaban asà porque no sabÃan definirlo de otra manera.
–Es una extraña condición clÃnica donde la persona no da ningún signo de conciencia y es incapaz de interaccionar con los demás– me habÃan explicado. Cuando oà por primera vez aquel calificativo me pareció denigrante, pero con el tiempo comprendà que era el mejor término para definirlo. Nadie en el hospital supo decirme si mi hijo me oÃa o si me veÃa o si pensaba. No sabÃan nada, aunque los médicos y los enfermeros aseguraban que algunas personas en este estado, con la atención y el cariño apropiados, eran capaces de salir, de volver –¿volver de dónde? Me preguntaba yo–… Si el término vegetativo no decÃa nada, aquel verbo, volver, decÃa menos. Los familiares de otros enfermos de aquella sala me contaban que muchas personas vivÃan en aquel estado durante años sin ningún tipo de soporte tecnológico. Yo tenÃa la esperanza de que volviera. Algunos amigos me consolaban diciéndome que por lo menos estaba vivo. Yo los miraba y no les contestaba por miedo a mis propias palabras. Al principio yo querÃa creer que me escuchaba, pero pronto empecé a tener serias dudas. Por cruel que parezca, casi aliviaba más mi pena creer que estaba en estado de plena inconsciencia que pensar que me oÃa o me sentÃa. No podÃa soportar saber que su espÃritu, antaño indómito y curioso, estuviera atrapado en aquel cuerpo inútil de adolescente no desarrollado, retorcido por el paso de años de inactividad. Los cuidadores parecieron adivinar esta desazón mÃa porque, una tarde de hace ya varios años, su médico, el doctor Prieto, se acercó a mà y sin yo preguntarle me dijo:
–Ni siente ni padece, no se preocupe.
– ¿Se recuperará? –pregunté cabizbajo.
El doctor Prieto miró al suelo buscando una respuesta, mientras en su rostro aparecÃa una mueca inexpresiva. Después me miró a los ojos.
–Es difÃcil de saber, pero es fácil pensar que no.
Ya apenas veÃa al doctor Prieto. En cada visita me limitaba a subir al dormitorio de mi hijo, a sentarme en la cama, junto a él, y a contarle mis inquietudes. Algunas veces él tosÃa o carraspeaba, era la única señal de que estaba vivo. Entonces yo sentÃa la necesidad de decirle algo, de hacerle saber que seguÃa a su lado, esperándole. Entonces le leÃa algún artÃculo del periódico del dÃa, o un pasaje de un libro. Antes de aquel terrible suceso que nos dejó a los dos solos y aislados en mundos diferentes, a David le encantaba que yo le leyera. Todas las noches, antes de dormirse, incluso cuando él aprendió a hacerlo solo, tenÃa que ir a su cabecera a leerle. Le encantaban las novelas de espadachines, de aventuras. Yo le leÃa Los tres mosqueteros, La Cartuja de Palma, El Conde de Montecristo. Aún recuerdo cuando le leà La llamada de lo salvaje, de Jack London. Clara, mi mujer, me reprochaba que le leyera aquellos textos argumentando que no eran apropiados para un niño tan pequeño, pero disfrutaba tanto… Ahora yo querÃa creer que mi lectura le seguÃa agradando y por eso lo hacÃa. Algunas enfermeras me miraban de reojo pensando que habÃa enloquecido, mientras que a otras, al verme leer solo y en voz alta ante el cuerpo deformado y agarrotado de David, se les escapaban las lágrimas.
Tengo que reconocer que en estos años no todo han sido sinsabores. El amor, aunque muy reñido, pero amor al fin y al cabo, también ha rondado mi puerta.
Desde hacÃa unos años, tres o cuatro, frecuentaba a Leonor. Una mujer excepcional cuya humanidad era inversamente proporcional a su pequeño y proporcionado cuerpo de cálida voz y sensual mirada. La grandeza de Leonor residÃa en su ternura, su dulzura al hablar y en su capacidad para entenderme. El contrapunto de nuestra relación era que yo estaba enamorado, mientras ella tenÃa la teorÃa de que nos entendÃamos porque no nos conocÃamos lo suficiente y a mà me saca de quicio oÃrla. Yo querÃa conocerla y aprender a quererla, pero lo que conseguÃa era agobiarla y alejarla de mà y asà estuvimos varios años. Sin yo atreverme a decirle cuan enamorado estaba de ella ni ella a darme la más mÃnima oportunidad de que se lo dijera, porque saberlo lo sabÃa, a las mujeres no se les escapan esas cosas. Asà que nuestra relación se limitaba a esporádicos encuentros de trabajo en los que yo lo daba todo y ella… Ella jugaba con mis sentimientos. Raras veces nos veÃamos en un ámbito más privado porque para ella yo sólo era un amigo, mientras que para mà ella lo era todo, una presencia constante, una dulce obsesión que ocupa todos mis pensamientos. Ella era la única persona en el mundo con la que me sinceraba. Con ella podÃa mantener largas conversaciones alejadas de las frivolidades cotidianas y del inane consumo de palabras al que me sometÃan otras mujeres. Mujeres que me apreciaban y con las que yo era tan injusto y descortés como Leonor lo era conmigo. Qué le vamos a hacer, la vida es asÃ. Pero cuando estaba con ella el tiempo se me pasaba en un suspiro y cuando nos despedÃamos nunca estaba seguro de si habrÃa sido la última vez. Algunas veces, de tanto pensar en ella, olvidaba su cara y entonces sentÃa la necesidad imperiosa de volverla a ver y me inventaba alguna excusa para hacerle una visita fugaz al periódico donde trabajaba y recuperar su imagen; y es que Leonor era cálida como una playa tropical e indómita como un huracán.
Después de la Guerra se habÃa casado con un novio que habÃa tenido desde la adolescencia, pero el matrimonio no cuajó y ambos se vieron prisioneros de él ya que el régimen franquista habÃa ilegalizado el divorcio. No obstante, él buscó una salida a la situación, alistarse en la División Azul y desaparecer de España y de la vida de Leonor que por esas fechas, julio de 1941, estaba embarazada de dos meses, aunque eso él no lo sabÃa.
La tranquilidad de Leonor no duró mucho. En 1942, tras la caÃda de Mussolini, los alemanes empezaron a temer que en España se les pudiera abrir otro frente mucho más difÃcil de defender debido a su amplia frontera con Francia. Si los aliados decidÃan entrar en Europa por España serÃan imparables. Hitler decidió entonces liberar a Franco de presiones y respetar su neutralidad; con que no se cambiara de bando ni interrumpiera el suministro de wolframio, vital para blindar su artillerÃa, serÃa suficiente. Pero otros hechos aceleraron los acontecimientos. El 28 de julio de aquel mismo año el embajador de Estados Unidos en España exigió abiertamente a Franco la retirada de la División Azul y el 20 de agosto lo hizo el británico. Para Franco la División Azul se habÃa convertido en un problema y su mentor, Serrano Suñer, a quien se conocÃa por sobrenombre del cuñadÃsimo por serlo del dictador, también. Franco tardó en reaccionar, pero finalmente lo hizo y el 2 de septiembre destituyó a su cuñado y el 24 del mismo mes el Consejo de Ministros disolvió la División Azul que emprendió la vuelta a casa el mismo dÃa.
También para Leonor se inició en aquellos dÃas el camino hacia el cadalso que le supondrÃa volver a vivir con su marido; sin embargo, ella tenÃa a su lado un Simón de Cirene que la ayudarÃa a llevar la cruz de la desazón, yo. De los 47.000 soldados que compusieron la división hubo 20.000 bajas entre mutilados y fallecidos, ninguno de ellos era su marido. Al interesarse por él, sobre todo para que supiera que tenÃa una hija, le comunicaron que aún quedaban muchos en Rusia que al recibir la orden de retirada se habÃan negado a aceptarla y a volver a España y se alistaron como voluntarios en las SS. Ante aquella avalancha de soldados que no deseaban regresar, el General Esteban Infantes decidió crear, a espaldas de Franco, la Legión Española de Voluntarios. Para que todo el que quisiera se alistara a ella, siguiendo el modelo del Tercio de la Legión Extranjera Española. Otro medio millar de soldados quedaron en tierras rusas prisioneros o cautivos del ejército rojo, entre estos también los hubo alemanes, italianos, rumanos y de otras nacionalidades, pero todos ellos fueron puestos en libertad tras cumplir cinco años de presidio en los campos de internamiento soviéticos y volvieron a casa. Sin embargo, los españoles, al no ser reclamados por su gobierno, aún tuvieron que esperar doce años más en aquellas tierras.
Aquella circunstancia mantenÃa a Leonor en el impasse de no saber si era viuda y por eso no querÃa unirse a otro hombre. Aunque en realidad lo que ocurrÃa era que ella no estaba dispuesta a romper su soledad, una soledad a la que cada dÃa se aferraba con más fuerza, que la hacÃa más feliz y que no me ocultaba.
En la relaciones de pareja siempre es la mujer la que marca los tiempos y las distancias y yo a veces no lo entendÃa, tenÃa tantos deseos de verla que mi actitud me convertÃa en un acosador sin quererlo.
Moncada, mi antiguo compañero de la brigada con el que a pesar de su edad, era varios años más joven que yo, me llevaba muy bien, me decÃa que no me anduviera por las ramas y me declarara a ella. A él Leonor le caÃa muy bien y siempre me aconsejaba que me liara la manta a la cabeza y no la dejase escapar, pero yo no lo veÃa tan fácil. Marcos, otro compañero que me sucedió en el mando de la unidad, se reÃa de aquella inseguridad mÃa, más digna de un colegial.
A mi hijo David aún no le he hablado de ella. Como si a él fuese a importarle, pero temÃa que no aceptara aquella relación en la que a veces me sentÃa humillado y a veces henchido, pues cada vez que descolgaba el teléfono y oÃa su voz, o leÃa algo en el periódico que hubiera escrito ella, el sol iluminaba mi oscura alma, la llenaba de luz y esperanza y le daba sentido a mi vida. Aunque yo aún no le habÃa contado mis sentimientos sé que, avisada por su intuición femenina, Leonor lo sabÃa. Incluso creo que algunas veces alimentaba su ego con mi desazón. Lo intuÃa porque las miradas de sus compañeras y compañeros me lo decÃan, pero no importaba. Durante los últimos meses el trabajo en la Brigada PolÃtico-Social me estaba atrapando en una espiral sin salida que ya no me satisfacÃa; y era el alcohol el que, poco a poco, se iba adueñando de mi vida aunque yo intentaba mantenerlo a raya con la ilusión de conseguir el amor de Leonor.
Aquella tarde iba que contarle a mi hijo que habÃa dejado el ejército y con él la Segunda Sección de Información del Alto Estado Mayor a la que habÃa pertenecido casi toda mi vida profesional. Ahora, una nueva disposición me permitÃa hacerlo en calidad de mutilado de guerra. No lo era en realidad, al menos fÃsicamente, pero lo era él, mi hijo, y para el caso era lo mismo porque aquella circunstancia me convertÃa en un mutilado psÃquico. Un tribunal militar habÃa decidido mi pérdida de aptitudes y yo, aunque barruntaba que detrás de esa decisión se encontraba mi reciente afición al alcohol, estaba encantado de aceptarla.
No esperaba que David dijera nada y no me decepcionó. Mientras yo le contaba lo sucedido, mi hijo seguÃa mirando al techo con la boca abierta mostrando todos sus dientes y la mirada tan perdida como siempre. Lo miré durante un rato y no dije nada, siempre era igual, pero yo me sentÃa mejor después de contarle todo lo que me sucedÃa. Cuando terminé de hablar encendà un cigarrillo, le di una larga calada y giré la cara para soltar el humo. Asà permanecà hasta que lo consumÃ. Imaginé que si David hubiera podido hablar, me hubiera preguntado qué pensaba hacer a partir de ahora, y le conté que pensaba obtener una licencia como detective privado. Eso me mantendrÃa ocupado y me dejarÃa tiempo libre para él. También le conté que husmear se me daba bien, lo habÃa hecho toda mi vida, desde la guerra en el Madrid sitiado, espiando y haciendo actos de sabotaje a la república, hasta ahora siguiendo grupos de maquis, estudiantes revolucionarios y masones. Él quizá ya no lo recordara, o quizá seguÃa viviendo en aquel tiempo del verano del treinta y siete, cuando una madrugada regresé a Madrid como desertor del ejército sublevado. Una mentira para los republicanos y una traición para los franquistas, pues en realidad nunca he tenido claro de qué parte estaba. Muchos de mis conciudadanos de aquellos dÃas se ufanaban de las gestas de unos u otros y ensalzaban sus victorias. Por desgracia para mà ninguno me engañó. Yo fui testigo de las vilezas de unos y otros, de las atrocidades que ambos bandos hicieron con la población que una fatÃdica loterÃa les habÃa asignado. Y digo loterÃa porque la mayorÃa de ellos no eligieron estar en un lado o en otro, fue una decisión del azar. Para mà no, desde luego, yo sà que elegÃ. En el verano del treinta y siete yo ya me habÃa cambiado dos veces de bando en un año de guerra; y aunque ahora me ganaba la vida en las filas del ganador, y como él odiaba a una parte de los vencidos, no dejaba de sentir cierta empatÃa hacia ellos, sobre todo cuando veÃa alguna de las injusticias a las que el Régimen los sometÃa. Nadie puede vivir ni crear nada sufriendo la humillación de los vencedores de por vida. Ahà radicaba mi desazón, en el odio que sentÃa hacia las dos partes. Un odio que solo desaparecÃa de mis venas después de un generoso trago de whisky. Aunque los remordimientos que le seguÃan me fueran insufribles y me alejaran de Leonor, si es que realmente alguna vez he estado cerca de ella. Quiero pensar que sÃ.
Todo habÃa empezado con la guerra…
Antonio Marchal-Sabater
Madrid Negro. CapÃtulo II. Por Antonio Marchal-Sabater,