Sin Perdón. Por Ana Mª Tomás

Sin Perdón

 

sin perdón

 

 

    Dice nuestro refranero que “Quien roba a un ladrón tiene cien años de perdón”, pero no dice nada de aquellos que son capaces de robar a un anciano de noventa años y menos aún se refiere a si la persona que perpetra semejante acción es alguien de plena confianza del pobre viejo.

    En Hospitalet de Llobregat, una frutería (sí, sí, una frutería) ha estafado nada más y nada menos que unos 26.000 euros a un pobre anciano de noventa años que tenía problemas con la vista y que pagaba con tarjeta las frutas que día sí, día también, se llevaba de allí. No necesitaron clonar la tarjeta, les bastaba aprovecharse de la vulnerabilidad del hombre que confiaban en esos sinvergüenzas que se dedicaban a añadir un cero a la compra, de tal manera que si el importe era quince euros, pasaban, por arte de birlibirloque, a ciento cincuenta. Y así hasta más de veintiséis mil euros. Manda huevos. Y, claro, “quien hace un cesto, hace ciento”, o sea, ¿creen ustedes que será sólo este señor el estafado? Porque yo no lo creo. El dinero es goloso y tener un negocio legal con el que se puede estafar con tanto descaro y tanta falta de conciencia a quienes no se pueden defender… no tiene perdón. La justicia debería tener para casos así una especie de agravante por inmisericorde.

    Hace unos días, cuando preparaba este texto, las noticias del telediario me informaban que la policía había detenido a una banda, otra más de las muchas que operan así, que se dedicaba a robar a los ancianos en los ascensores una vez que estos volvían a casa después de retirar de los cajeros automáticos la pensión para pasar el mes. Es demencial. Todavía tengo en la retina la imagen de una anciana ensangrentada en el rellano de su casa tras una brutal paliza al intentar evitar el robo de su bolso con toda la pensión del mes. Noticia que se repite en Zaragoza, en Valencia y en tantos otros lugares. Los ancianos se han convertido en el blanco de la gentuza de peor calaña. Porque hay muchos tipos de robos y muchas formas de robar, pero hacerlo con quienes saben que no pueden medirse con ellos es de ser cobardes en grado sumo.

    A mi madre le robaron la cartera en el mercadillo, mientras compraba fruta, no se enteró hasta que fue a pagar y vio que el monedero había volado. Y hasta lo agradezco que fuese así, porque a una de sus amigas casi la matan arrastrándola con una moto en marcha mientras ella seguía sin poder desprenderse del bolso que llevaba cruzado para evitar, precisamente, el robo del dinero con el que no sólo comería ella, sino que pondría la mesa para los hijos en paro y los nietos. Que un robo no sólo es hacer cambiar de lugar un dinero o unas joyas, un robo puede suponer un auténtico drama en muchas ocasiones.

    Quizá quienes hayan tenido la suerte de no haber sido robados nunca no puedan hacerse una ligera idea de lo que supone eso. Del miedo con el vives durante mucho tiempo, de la desconfianza hacia quienes se acercan a ti, de la fragilidad de la que te haces consciente, de la inseguridad con la caminas o entras o sales…

    A mí me han robado en casa dos veces. En ninguna de ellas he estado, por suerte, pero les puedo asegurar que sentir que alguien desconocido ha estado hurgando en tu intimidad es una sensación tan inquietante que tarda mucho, mucho, en desaparecer, si es que alguna vez desaparece del todo.

    Protegemos a los niños. La sociedad está concienciada de la debilidad de los niños y en la obligación de cuidarlos, pero a nuestros mayores los dejamos al pairo, y esa es la debilidad que utiliza malignamente la gentuza, porque hasta para ser ladrón hay que tener clase y misericordia.

    Robin Hood, robaba a los ricos para dárselo a los pobres, eso, más que un robo, era un reparto justo de riquezas.

    Decía Víctor Frank, que “A un hombre se le puede robar todo menos una cosa: la última de las libertades del ser humano, la elección de su propia actitud ante cualquier tipo de circunstancias”, pero robar a un anciano de noventa años, con esa vileza, es quitarle, además del dinero, la última de sus libertades. Y eso no tiene perdón.

 

Ana Mª Tomás

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