De cómo la margarita se convirtió en una violeta. Por Margarita Wanceulen.

 

De cómo esa flor tan abundante en nuestros campos al arribar la primavera se convirtió en una espléndida violeta, ni siquiera ella misma lo sabía con total seguridad. Se podría decir que fue un proceso paulatino, del día a día, no fue de la noche a la mañana. Esa margarita frágil, evocadora de tantos y tantos amores, unos correspondidos y otros con menos fortuna:

“Me quiere, no me quiere, me quiere, no me quiere…”. Menos mal que la protagonista de esta historia no cayó nunca en las manos de ningún desaforado amante, ansioso por ofrecer una respuesta cierta a las cábalas del corazón.

“Son unos desaprensivos”, manifestaba con indignación ante aquellos ataques inesperados. Había ideado un sistema de autodefensa ante la ansiedad agotadora de los enamorados, ya que, si no era para averiguar la respuesta definitiva a tanto amor,  arrancaban las flores para ofrecerlas como regalo a esas mujeres que se acercaban peligrosamente a sus dominios. Cuando los veía llegar, se encogía muy lentamente, se encorvaba o arrugaba conscientemente los pétalos, convirtiéndose de repente en una flor feúcha y sin vida, sin ningún encanto. Con esta estrategia había conseguido librarse de las zarpas de más de uno.

Aún así, la vida en el campo transcurría casi sin sobresaltos. Escondida entre tanto follaje, disfrutaba de una existencia suave, gozosa.

A veces, sus amigas las abejas succionaban con sus trompas casi mágicas el dulzor de su polen. A ella, este proceso tan natural no le provocaba ningún temor. Sus colaboradoras laboriosas aportaban con su trabajo  bienestar  a su vida, a todas las vidas en realidad. Más de una vez, le agradeció a alguna de ellas el delicioso néctar regalado, haciéndole cosquillas en los pétalos con el batir suave de sus alas.

La margarita no sabía de días, ni de meses, ni de años, por tanto, no podía prever que era los domingos cuando, precisamente, aparcaban varios autobuses en un merendero cercano. Solo advertía que el campo, de repente, se inundaba de varias clases de personas: unas, los amantes, ya hemos explicado lo que solían hacer; otras, simplemente paseaban; los más pequeños iban y venían dándole patadas a una esfera redonda que ella no sabía lo que era. Algunos eran educados y respetaban las flores, otros, en cambio, las cortaban y, al segundo siguiente, las arrojaban desganadamente al margen del camino. Había aprendido que esa invasión humana perturbaba el discurrir tranquilo de su existencia. Muchas de sus amigas del resto de las flores trataban de recobrar la vitalidad perdida tras la pesadilla de la jornada dominical.

A veces, colaboraban para recomponer la escena otros elementos presentes en la naturaleza: el viento que dejaba de soplar por un día o las nubes de lo alto del cielo que se apartaban para dejar el camino libre a los rayos reparadores del sol.

Así, tranquila, con su blanca corona de hojas inmaculadas, se exponía al sol nuestra amiga, toda abierta, esplendorosa, con esa belleza tibia, sencilla, que ofrece todo lo cotidiano. Sus pétalos tan elaborados, sus pistilos, una flor como tantas otras, pura poesía. Sin embargo,  el tallo de la margarita comenzaba a perder su altiva belleza, atrás estaban quedando sus antiguos días de esplendor, se notaba casi sin fuerzas, marchita:

“Está llegando mi hora, todo el mundo me olvidará, ya de hecho me han olvidado. Ya no viene con tanta frecuencia mi amiga la abeja, ni el viento me mece cuidadosamente, ni siquiera los amantes están dispuestos a hacerme daño.”

Con el pasar del tiempo, se dio cuenta de que su cuerpo iba mutando, su antiguo color blanco ya no era tan blanco, iba de un azul celeste a un azul cada vez más oscuro, más intenso. Sus hojas, antes pequeñas, ahora eran más grandes, más amplias. La fragancia que desprendía era  cada vez más fuerte, más salvaje.

Un día, un transeúnte de los del camino se paró señalándola con el dedo:

“ Qué bonita violeta, qué azul tan tornasolado.”

Y a ella se le subieron los colores, los colores azules claro, a las mejillas de sus pétalos. Mil veces se preguntó qué era lo que le había ocurrido, qué mutación tan extraña, adónde habían ido a parar sus colores blancos, sus  reflejos dorados. Un pájaro en un cercano árbol le adivinó sus pensamientos:

“¿Por qué no, margarita reconvertida en violeta? ¿Es que acaso no crees tú en los milagros?”

flores

Margarita Wanceulen.

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