El escrúpulo místico. Por Miguel Sánchez Robles

El escrúpulo místico

 

*Premio Internacional de cuentos «La Felguera»

 

El día en que me comunicaron su muerte una rapidez eléctrica me trajo depresión a los sesos porque yo quería mucho a Liencería. Él me enseñó a tener escrúpulos místicos y a soportar esa falta de interés que produce la vulgarización del mundo. Liencería era un pobre discapacitado psíquico que trabajaba conmigo embalando y desembalando medias, calcetines y bragas a granel en los Almacenes Arias, manipulando y etiquetando aquel magma de prendas baratas para gente obrera y pobre al que denominaba siempre con aquella palabra suya que fue también su apodo: liencería. Lo quería sobre todo porque era como una de esas mariposas que se contentan sólo con poner sus huevecillos en un lugar favorable, frente a nosotros, los demás, los que necesitamos tantas y tantas cosas para ser felices, los que pensamos y sentimos que no hay suficiente de nada mientras se vive.

Liencería era manso como un Ave María, vivía en su biotopo de paz y mermelada y le habitaba el alma algo muy parecido a los ojos muy quietos de un gran caballo blanco anestesiado. Sonreía siempre con una ternura crónica, infinita, sonreía como si le acabase de tocar el sueldo del nescafé o algo parecido, sonreía como diciendo: no tengo ántrax, no tengo cáncer, no tengo hidrocefalia.. qué bien se está en La Tierra, qué bien se está en mi casa, qué bien se está en el suelo. Si tenía mil duros en el bolsillo de atrás del pantalón y se los pedías prestados, te los daba sin el temor a que no fueses a devolvérselos nunca. Era tierno, crédulo, bisojo, con las cejas muy grandes y con casi ninguna ternilla en la nariz, dueño una hermosa mata de pelo cano que su hermana le peinaba todas las mañanas a lo Federico de Prusia, sin saber seguramente que se lo peinaba así.

Liencería se llevaba al hablar las manos cerca de la boca exactamente igual que esos obispos que al realizar la liturgia hacen también ese gesto como queriendo asombrarse de la importancia sacramental de lo que están diciendo y, sobre todo, lo que más me llamaba la atención de sus conductas y sus tics, era cómo se comportaba y actuaba cuando se colocaba sus gafas de sol, porque Liencería se ponía las gafas de sol de una manera que lo único que parecía importarle en la vida era llevar las gafas de sol puestas de esa manera y, mientras que los demás estábamos siempre un poco azarados, esperando algo distinto e inesperado como en los desenvolvimientos de las películas americanas, él disfrutaba mucho del placer de sentarse callado con sus gafas de sol puestas a mirar algo con ese poco jaleo que había siempre en sus nervios y en su sangre, o a atarse con mucha paz y mucha sabiduría los nuevos cordones blancos de sus viejos zapatos de punta remachada.

Liencería no fumaba, cuando lo conocí era uno de esos ex fumadores recientes porque, en el ambulatorio, un médico del seguro le había metido miedo, le había dicho que el humo y el alquitrán destruían los cilicios del tejido epitelial de los pulmones y él quería tenerlos sanos, quería vivir, le gustaba vivir. Se había aprendido aquello de memoria: cilicio, epitelial, de los pulmones, y cuando había mucha zorrera de humo del tabaco, sacudía la mano derecha delante de sus narices y decía eso mismo, así, por separado: cilicio, epitelial, de los pulmones.

Liencería hacía cosas poéticas sin darse cuenta: cogía el cadáver de un ratón, lo dejaba en sus manos y le preguntaba con curiosidad y mucha seriedad: “¿Te hace daño estar muerto?”. Algunas veces se callaba con densidad, sí, con densidad, como sintiendo en su silencio el universo entero girar y girar en una infinita mansedumbre cuántica y entonces cerraba los ojos como si estuviese oyendo funcionar los enormes motores de la amnesia y , sin dejar de sonreír, como guiado por una especie de escrúpulo místico, se dedicaba a aislarse y a pensar dulcemente en sus cosas. Yo le preguntaba:

– ¿En qué piensas, Liencería?”- y él respondía sin abrir los ojos ni mermar la sonrisa:

– En el morro gracioso de las ratas.

-¿En qué piensas, Liencería?

– En las semillicas que se comen los pájaros.

– ¿En qué piensas, Liencería?

– En un vaso de leche con almendras.

Nunca estaba triste. La única vez en que lo vi dejar de sonreír fue por culpa de un dolor de muelas. Sonreía así: dejaba abrir la boca como queriendo parecerse al “tío del Netol”, aquella vieja caricatura del anuncio de una especie de aguarrás que llevaba como un bollycao entero atravesado de mandíbula a mandíbula, y acobardaba sus ojos casi con miedo de herir a alguien al mirar, exactamente como si le estuviese dando mucho sol en ellos.

A Liencería le gustaba jugar con un palo en los charcos a tratar de que pareciera recto en el agua y le ponía mucho interés. Usaba camisas sin cuello y pañuelos con vinagre para después de haberse sacado una muela. Se embelesaba mirando un póster de El Cuevas en el que se veía en primer plano el culo de Ana Torroja y después nos preguntaba sin venir a cuento:

– ¿Qué es la pus? ¿Qué es un washintong? ¿Es que pudiera ser que los pájaros mamen?

Le gustaba con locura lo dulce: la leche condensada, toda clase de mermelada en bote, el arrope, la miel, profiteroles… y coleccionaba estampas piadosas y sellos de correos. Era una afición que le venía de la escuela, de cuando le pusieron de mote “El hombre Bambi”, su alias anterior.

Liencería era así. Se alimentaba de esas pequeñas cosas. Era de esa manera. Se sentaba delante de su transistor a pilas como si estuviese en la platea del cine (¿cómo se sentaría en el cine?) y daba gusto verlo escuchar tranquilo por la radio a alguien acusar a alguien de ignorar el número de las estaciones ferroviarias de Viena o Estrasburgo. Yo le preguntaba:

– ¿Qué película te gusta, Liencería?- y siempre respondía:

– Peter Pan, Juan Manuel, me la pone en vídeo los sábados mi hermana.

Liencería se creía todo lo que le decías. Se creía que las mujeres se aprietan por las tardes una peseta rubia entre las rodillas para no quedarse preñadas, se creía que El Amalio había inventado los intermitentes de los coches, se creía que desde un teléfono blanco se podía hablar con Dios, que los cajeros automáticos tienen dentro un enano, que la diabetes viene de cascársela… También tenía muchas manías, manías leves, manías de poca monta. No quería agarrarse a los pasamanos de las escaleras por si debajo había mocos. Le gustaban especialmente las palabras que no comprendía, que nunca había escuchado. Veía la tele, oía algo que no entendía y al día siguiente se acordaba y me preguntaba nada más verme:

– ¿Qué es el aura de un borgia, Juan Manuel? ¿Qué es una yogurtera, Juan Manuel? ¿Qué es sentimientos cursis, Juan Manuel?

También le gustaba dibujar haches mayúsculas. Escribía haches perfectas en un bloc cuadriculado que llevaba siempre en el bolsillo de la camisa. Un día me lo dejó para que lo viera y me dijo:

– Ya llevo ciento quince, Juan Manuel.

Haches bellísimas, haches realizadas a mano en las que era capaz de emplear veinte minutos para terminarlas una a una con mucho esmero y parsimonia, como queriendo dibujar un cuadro, como queriendo redescubrir las Islas Palaos, como intentando cifrar la vida en ello. Mientras fumábamos entre remesa y remesa, él sacaba su boli sin capucha, abría su pequeño cuaderno y hacía con mucha calma una hache de aquellas sacando la lengua por su boca entornada y untando de saliva el perímetro entero de sus labios. Pero su manía especial consistía en fijarse mucho y sentirse atraído por lo que llevan las personas en las manos. Siempre miraba a tus manos y se encaprichaba de lo que llevaras en ellas: un destornillador, unas bragas azules que te habían gustado y te las ibas a llevar ese día a casa, ¡había tantas bragas!, un encendedor, un llavero, una caja pequeña de pastillas juanolas… ¡lo que fuera! Llegabas hasta él con una bolsa de Mercadona colgando de tus manos, comenzabas a hablarle y te decía a todo que sí sin hacerte mucho caso, pero sin quitar la vista de la bolsa, especulando sobre lo que podría haber dentro, casi, casi, con ganas de contorsionarse como un perro alrededor de ella. Mientras llevaras algo en las manos, él no te hacía caso hasta que lo había tocado, examinado, manipulado. Por eso, siempre que me acercaba, yo le dejaba un rato que tocara lo que llevase y él lo miraba, le daba vueltas y vueltas a la cosa alrededor de sus ojos, si era necesario la olía, se la acercaba al oído o a la boca, y cuando ya la había estudiado te la devolvía conforme, satisfecho, casi desengañado, dueño de nuevo de un escrúpulo místico que le hacía callarse y sonreír de aquella forma tan especial y suya.

Muchos días, yo me traía cómic y revistas con la finalidad de estudiar sus comportamientos, tratando también de divertirlo y ayudarle a existir, porque Liencería era capaz de estarse media vida sentado encima de un saco de sujetadores a granel sin hacer otra cosa más que no dejar de sonreír y pensar en las mollas de pan o en las verdolagas o en los pinos. Los otros que trabajaban con nosotros, El Amalio y El Cuevas, los que le habían puesto el nuevo apodo de Liencería, también hacían experimentos con él y le traían un condón para que lo soplara, le traían una muñeca hinchable para que la morrease, le traían un cepo montado para que le pillase los dedos y, mi tío Cosme, el encargao, don Pelayo, así le habían bautizado por peinarse la calva con persiana como Ortega y Gasset y Anasagasti, tenía que dejar un rato de hablar por teléfono sobre los miserables asuntos del negocio para decirles:

– ¡No hacerle más judiás al Hombre Bambi¡ ¡No hacerle más judiás a Liencería!

El Amalio y El Cuevas, como no sabían aburrirse y perder el tiempo ellos solos, cuando querían divertirse, le daban también veinte duros y le decían:

– Liencería, orínate encima porque sí.

Y él se ponía de pie, dejaba de embalar, continuaba riendo y se meaba todo el pantalón abajo. Lo hacía por dos cosas: por los veinte duros y porque le gustaba mucho orinarse encima porque sí. Sentía un placer especial haciéndolo. Luego venía su hermana y nos echaba a todos una bronca enorme:

– ¡Como le digáis que se orine otra vez encima os voy a espiazar la cara, piazo cabrones!

Y pronunciaba ese piazo cabrones con una malaleche que duraba hasta un mes, porque al mes siguiente le volvían a dar otra vez veinte duros para que se orinara encima porque sí y para que ella les volviera a decir: piazo cabrones.

Su hermana lo cuidaba, lo vestía, le echaba el bocadillo de atún de todos los almuerzos, un bocadillo que parecía siempre el mismo bocadillo. Su hermana lo llevaba mucho a misa, le recetaba del seguro, le lavaba la ropa, le ponía supositorios cuando tenía la gripe y le preparaba el mudao por las mañanas. Los dos estaban solteros y se necesitaban mutuamente como carne célibe y triste al margen de la vida. Yo los imaginaba por la noche viendo mucho la tele, gustándoles el parte y quedándose durmiendo en su espesa ignorancia los dos en el sofá. Los imaginaba comiéndose el potaje, barriendo la terraza de su piso del Carmen, limpiándole las jaulas a los canarios, porque a Liencería, además de las haches, le gustaba mucho tener pájaros y cruzar canarios. Los imaginaba usufructuando ese vivir arcano, humilde, silencioso de la gente sencilla que se contenta con muy poco porque piensa que siempre hay suficiente de todo mientras vivimos. Los imaginaba en misa de siete contestando muy fuerte: Señor yo no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme,… Los imaginaba muy quietos alrededor de un brasero eléctrico, ofenderse por vérsele a una mujer en la televisión el comienzo de un muslo o de una teta, toser tristes, beber muchos vasos de agua clara en las comidas… envejecer como seres pasivos que no saben que existe la nostalgia, viviendo y respirando como esas avispas de Oceanía que pasan la mayor parte de su existencia en el interior de los higos, dándose cuenta o no dándose cuenta, de que a veces hay como unas ganas de llorar sin causa, como unas ganas tristes de llorar por todo.

El escrúpulo místico
Cuando almorzábamos sentados en los fardos de bragas, yo le decía cosas recias para ver qué pensaba de la vida:

– Liencería, siempre hemos sido unos crédulos hijos de puta. Liencería, mucha gente que hace bien su trabajo es imbécil. Liencería, Papá Noel no existe y lo peor son esa clase de locos mediocres a los que les gusta mucho el dinero. Liencería, me cae mal toda esa dignidad de la que se rodean los abogados, los agentes de comercio, los rectores magníficos de la universidad y los grandes fulanos de tal.

Y él siempre me contestaba lo mismo:

– ¡No digas esas cosas, Juan Manuel!

Entonces me daba cuenta de que él, El hombre Bambi, Liencería, no pensaba nada de la vida, no tenía criterio, no juzgaba, se limitaba a recibirlo todo como un don absoluto, a no untarse de mocos las manos, a no destruirse los pulmones, a comer lo que dieran, a embalar bragas baratas y sostenes baratos y fajas color crema y leotardos recios y calcetines rojos para muchachas embrutecidas que abortan fácilmente y trabajan en fábricas de conservas y sólo viven, como también vivíamos nosotros, El hombre Bambi, El Amalio, El Cuevas, don Pelayo y yo, para trabajar demasiado y ganar el salario mínimo interprofesional, para existir sin importancia como toda la gente que no vive una mierda, ¡que no vive una mierda!, para no jugar nunca al golf ni tener un mercedes ni salir en la tele a no ser que nos vacíen un ojo y nos llamen de algún programa para enseñar el ojo vacío y explicar cómo nos han vaciado con una navaja ese ojo. Liencería no se daba cuenta de nada de eso y era feliz así, tal vez mucho más feliz que el resto de los seres, más feliz que los maîtres de los hoteles de cuatro estrellas, más feliz que Tom Cruise, más feliz los monitores de natación, más feliz que los multimillonarios y las gehisas.

Algunas veces yo estaba triste, lo veía sonreír con aquella fruición innata y despaciosa con la que lo hacía todo o lo veía pellizcar atún por la raja del pan del bocadillo y llevarse, con un placer inexplicable para mí, aquel pellizco de bonito en aceite a la boca como si fuese un tesoro que se acababa de encontrar y me daban ganas de preguntarle: “¿De dónde vienes? ¿Qué sueñas? ¿Por qué vives?”. También le hubiese preguntado: “¿Qué buscas?”, pero sabía perfectamente que Liencería no buscaba nada, no tenía objetivos, era un cordero blanco que no anhelaba nada ni parecía sufrir, un ser como venido de más allá de Orión comiéndose su bocadillo o dibujando golosamente una hache mayúscula frente a mí: Juan Manuel Riquelme Torrentera, un joven universitario y rebelde, agnóstico y descreído, que como Cioran estaba en contra de todo lo que se había hecho desde Adán hasta el hoy, un joven al que le daban asco Merry Crithmas y las páginas web, un joven al que le sudaban la polla los bisontes de la Cueva de Altamira y los especialistas en Umberto Eco, un eterno opositor a Secundaria, un aprendiz de escritor, es decir: un aficionado a la microfísica del absurdo humano que frente a Liencería se sentía náufrago y no sabía de qué.

A aquel Hombre Bambi yo lo imaginaba haber salido del Evangelio, haberse escapado de allí para habitar erróneamente entre nosotros. Lo imaginaba dentro de ese mundo bíblico en el que la gente come maná y peces y panes multiplicados en las bodas de Canaán. No podía evitar dejar de imaginarlo acompañando a Jesucristo cuando fue a resucitar a Lázaro, acompañando a San Pablo y ayudándolo a levantarse cuando se cayó del caballo. Lo imaginaba así: con su gafas de sol puestas, su ansiolítica sonrisa comprensiva, las manos cerca de su boca para decir algo y sus zapatos viejos de punta remachada, acompañando a Josué y a Aarón y a San Mateo y a la Magdalena y al Buen Samaritano y a toda esa gente que hay escrita en el Nuevo Testamento, porque el Antiguo Testamento es otra cosa, es bastante más críptico y oscuro, incompatible casi con la bambilidad de Liencería. Yo lo veía como una parábola apostólica, como un ejemplo de lo que debían ser nuestras conductas, como una especie no trágica de Clown de Dieu diseñado para enseñarnos algo, un algo dulce y mágico, un escrúpulo místico que pudiera servirnos para salvarnos de la banalidad del mundo, de esta ubicuidad socialdemócrata; ser un heraldo de la sentimentalidad, estar en el planeta como una flor blanca que ha brotado entre el caldo de la mediocridad, en el centro de un estercolero lleno de fotocopiación y vacío.

Yo, recién terminados mis estudios de Filología Hispánica, trabajando por necesidad en embalar lencería, sobrino del encargao de los Almacenes Arias, hijo del director de la banda municipal de Castro Urdiales, venido seis años atrás a Madrid para ganarme la vida y sacar una carrera, veía a Liencería, escrutaba sus comportamientos y una cosa vaga y triste se me metía en el cerebro para hacerme saber que hay un error muy grande en alguna parte de nuestras vidas civilizadas y neutras, una cosa que me venía a decir que la razón no tiene razón y que vivimos rodeados de un porcentaje demasiado alto de miseria moral y compañía, de información banal positivista y de egoístas y tontos miserables. Lo veía vivir y me gustaba mucho verlo vivir. De vez en cuando, guiado por una empatía y un cariño repentinos que no podía contener, le acariciaba la nuca como si tocase a un ejemplar de especie en extinción, como seguramente Juan Ramón Jiménez tocaría también a Platero, si es que existió Platero de verdad, y él miraba para arriba y abría la boca para sonreír más, para decirme sin palabras que agradecía que le tocase con amistad y cariño la espalda o el pescuezo. Estaba en casa, me acordaba de él y, aprendiz de poeta, entonces escribía: “En los mundos humanos/ campos de tiempo existen con dulzura. Vivir es respirar/ conocer seres tristes/ saber sitios exactos/y poder sonreír de cerca a las magnolias”. Una vez se le paró una avispa en la comisura del labio, en un resto de leche condensada, y él se estuvo quieto y sonreía señalándonosla con mucha alegría con el dedo, la dejó estar allí y, cuando el insecto se largo con su pequeño cargamento de lactosa, nos dijo:

– Las abejas saben los sitios de nuestras sonrisas- que también era poesía, su poesía.

En secreto, para no parecer maricón ante El Amalio y El Cuevas, le recitaba versos de memoria que me iba aprendiendo en los libros que leía por las noches.

– Escucha, Liencería: “Quedan señales/ versos, /quedan abuelos idos,/ recuerdos de sus manos sobre las piernas suaves que tuvimos”. Escucha, Liencería: “Que los que saben sepan lo que puedan saber/ y los que están dormidos sigan aún durmiendo, compañero”. Escucha, Liencería: “Yo nací un día/ que Dios estuvo enfermo”. Escucha Liencería: “La Tierra tiene bordes de féretro en la sombra”- y él me decía:

– Tó eso me gusta mucho, Juan Manuel. Dime más cosas de esas, Juan Manuel.

Y así, durante un tiempo, Liencería formó parte de mi vida. Era mi objeto de estudio y atención vital. Yo quería ser escritor y él era como mi cobaya literario que me venía muy bien como referencia en una etapa personal en la que yo estaba empezando a darme cuenta de la uniformidad gregaria de la gente, a comprender que lo normal es esperpéntico, que todos vamos dejando gastar un sueño equivocado de libertad como muriendo lejos de nosotros mismos, empezando a descubrir que no hay respuestas y que todo es meramente declarativo y clónico.

Un día le pedí permiso a su hermana y lo llevé conmigo a un circo que traía como número principal la Real Caballería de Arabia. Le compré una fanta de naranja y disfruté muchísimo viéndolo sonreír como diciéndole sí a todo, mirando con agonía a los payasos y haciendo palmas con ilusión frenética. A la salida del circo caminamos despacio por toda la ciudad como dos seres tristes que no tienen cabida en el sistema. Aproveché para saber cosas de su vida, para charlar con él estudiándolo, sonsacándole cosas íntimas. De pronto se puso serio y conmocionado, me miró a los ojos pidiéndome como un puñado de compasión y me dijo:

– ¿Sabes?, Juan Manuel, mi hermana llora. Mi hermana dice que tiene depresión porque se le están cayendo ya los pelos del conejo y que ella quiere ser como nuestra madre que se murió con todos sus pelos del conejo puestos.

Entonces, por primera vez en mi vida, tuve un definitivo y trascendente escrúpulo místico. Súbitamente, me invadió una tristeza insana, caliente, intempestiva, me invadió un remordimiento, una desazón, un desasosiego, una culpa de meterme en lo que no me importaba, una sensación de haber hurgado en Liencería sin piedad, como quién destripa a un animal para verle la epiglotis, como quién abre un sagrario para robar algo que no es suyo, y decidí abandonar aquella especie de hobby existencial, aquella vehemencia por saber demasiado de aquellas dos personas tan delicadamente trastornadas y humanas.

A las pocas semanas, condolido y cansado de la vida triste y de la lencería y de Madrid, abandoné el trabajo para volver al pueblo y preparar unas oposiciones para profesor de instituto. También para empezar a escribir algo. Quería huir de allí, irme lejos de las remesas de bragas, de Liencería, del Amalio, del Cuevas, del encargao… ¡Salvarme!, ser escritor, trabajar de funcionario, echarme novia, escapar de un destino que me estaba empezando a asfixiar poco a poco.

No me salve de nada. No tengo novia aún. No me hice escritor. Aprobé los exámenes, pero no la oposición porque no tenía puntos del baremo, ¡los hijoputas puntos del baremo! Estuve año y medio sin volver a Madrid. Cuando lo hice, don Pelayo, mi tío, me contó la muerte de Liencería. El Amalio y el otro lo aficionaron al Marie Brizard, que también era muy dulce y terminó gustándole enfermamente. Le dieron un día de una botella para que lo catara y le gustó muchísimo. Desde entonces, cada vez que podía se emborrachaba con anís y se dedicaba a caminar tambaleándose por el centro exacto de las calles tirando al suelo pedazos de pan para que bajasen los gorriones a por ellos y jugando a pisar las rayas blancas del asfalto mientras decía en voz alta:

– “Cordero de Dios que quitas los pecados del mundo, ten piedad de nosotros”.

Su pobre hermana padeció mucho en los últimos meses, tenía que salir a buscarlo y retirarlo de la circulación. Un día lo atropelló el camión de la cerveza y lo reventó en mitad de la calle General Flomesta. Y eso fue todo. Ya no está “El hombre Bambi” entre nosotros y yo sigo embalando liencería.

 

Miguel Sánchez Robles

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