Nepomuceno. Por José María Araus

NEPOMUCENO

Cuando en México acabó la Guerra de los Cristeros, muchos mexicanos quedaron en la miseria más extrema. Para ellos su única obsesión era pasar el Rio Grande y buscarse la vida en los Estados Unidos. Miles de ellos murieron tratando de cruzar al otro lado.

Nepomuceno recorría el abrupto camino entre los nopales y la vegetación misérrima del desierto. Iba encorvado por el peso del rústico ataúd  de tablas mal ensambladas que llevaba cargado a su espalda. El féretro tenía unas correas atadas a través de unos agujeros en los listones del fondo. Metiendo los brazos por las correas, iba con el pesado artefacto como si fuera una enorme mochila de madera.

Cuando salió de Ciudad Juárez, cerca de la orilla mexicana del Río Grande, hacia el Sureste, vestía con una túnica de tela de saco en la que aún se podía leer en letras rojas “Norman & Co.” Unas sandalias de esparto, atadas con unas cuerdas a sus piernas eran su calzado. Ahora, después de días de andar arrastrando su carga por los caminos, estaban casi destrozadas y se las tenía que sujetar a sus pies con trapos de su túnica de arpillera. A ratos sacaba de una pequeña alforja un trozo de carne seca que masticaba durante mucho tiempo. Su cara, su hirsuta barba y su pelambrera revuelta por los vientos y el ardiente polvo, le daban un aspecto fantasmal; en sus ojos brillaban dos puntitos de luz debajo de sus cejas sucias. En la tapa del ataúd se veía escrito muy toscamente, con pintura negra: “Virgen de los Copales”

Al salir de Juárez, unos diez o doce desarrapados habían comenzado a ir detrás de él. Nepomuceno nunca les dirigía la palabra; solo se le oía rezar. Cuando se acercaban, los rechazaba tirándoles piedras. Pero ellos le seguían con fe, a unos veinte pasos de distancia. Algunos enarbolaban unas rústicas cruces hechas con palos del campo  que sobresalían entre los desastrados sombrerotes de paja; otros hacían correr las cuentas de sus rosarios entre los dedos. Del grupo salía un  murmullo de rezos, y de vez en cuando algún un himno a la Virgen, que enseguida era coreado por todos. Media docena de perros famélicos se añadían al grupo de romeros.

Cuando en la cercanía de algún un pueblo, sus acompañantes iban a pedir limosna para el penitente. Decían que era para el hombre santo al que acompañaban en su peregrinación al Santuario de la Virgen de los Copales, al otro lado de la frontera. La gente venía a él con comida y algunos pesos o dólares pero él lo rechazaba todo. El peregrino más viejo repartía la comida entre los caminantes y guardaba el dinero en una bolsa atada a su cinturón.

Nepomuceno seguía andando sin hablarles, con la mirada extraviada, sin hacerles caso. Por las noches, tendido dentro del ataúd, se oían sus  rezos en voz alta. Su voz salía del cajón distorsionada y esto impresionaba  a sus miserables acólitos que dormían tumbados por el suelo haciéndose huecos donde asentar sus desdichados cuerpos. En algún punto del camino, alguien consiguió un carromato para llevar las provisiones y el anciano recogía las ofrendas para la Virgen. Ahora la procesión de peregrinos era ya un río de personas y cruces. Algunas mujerucas, con la tela de sus enaguas, confeccionaron escapularios que repartieron entre los caminantes. El fervor iba subiendo de grado a medida que se acercaban al Santuario.

Una mañana, al despertar, los seguidores sólo encontraron el ataúd vacío. La gente, desorientada, no sabía que hacer. Alguien empezó a rezar con voz fuerte y todos se arrodillaron.

—¡Ha subido a los Cielos! —dijo una mujer

—¡La Virgen se lo ha llevado! —gritaron otros.  El delirio se hizo general entre la multitud. Los llantos y los rezos se extendían por el campo.

—¡Nosotros llevaremos el ataúd a la Virgen!

—¡Sí, sí, nosotros lo llevaremos!

Y aquel ejército de pordioseros, entre  cantos y oraciones continuó hacia la cercana frontera.

Con un delirio enfervorizado llegaron a un punto en la orilla del Río Grande. Al otro lado, a unos cientos de metros, en territorio de Texas, se veía el Santuario de la Virgen de los Copales. Ante su vista se arrodillaron y alguien empezó a dirigir el rezo del rosario. Cuando acabaron alguien decidió que al día siguiente cruzarían.

Al intentar pasar el río, a los primeros los arrastró la corriente y a duras penas pudieron volver a la orilla. El grupo mayor intentó cruzar agarrándose los unos a los otros formando una cadena humana. Cuando ya iban llegando a la otra orilla, unas ráfagas de fusil comenzaron a sonar. Los guardias estadounidenses impidieron que ninguno alcanzara la otra parte de la frontera y tuvieron que regresar. En la desesperación, la cadena de los desdichados se soltó y desesperadamente volvieron a la orilla mexicana. Algunos peregrinos se ahogaron. Sus cadáveres, flotando en el agua, eran   arrastrados por la corriente y llevados a una u otra orilla. El cajón y las cruces bajaron por el río hasta perderse de vista de los romeros, éstos gritaban a los guardias de la otra orilla que solo querían visitar el Santuario. Pero los guardias no permitieron que pasara nadie. Todo el grupo quedó allí rezando.

El ataúd quedó varado una milla más abajo, en la orilla de México; a los ahogados los arrastró la corriente hasta que quedaron enganchados entre las raíces de algunos árboles.

En la ribera, el anciano que guardaba los fondos de la comunidad no les quiso decir a los supervivientes que, la noche en que desapareció el Santo, el dinero también había desaparecido.

Al día siguiente, río abajo, de junto al ataúd, entre las cañas, salió una figura cubierta por una tela de saco, los pelos y la barba, mojados le cubrían la cara. Se metió en el agua calculando que los guardas fronterizos estarían río arriba vigilando que no volvieran los peregrinos. Asomando sólo la cabeza, se agarró a la caja varada y muy despacio se fue dejando arrastrar hasta un juncal en la otra orilla. Con la noche cerrada, Nepomuceno dejó el ataúd, salió de entre los juncos, y se adentró en Texas.

Un comentario:

  1. Estupenda historia, José María. Demasiado actual para ser ficción. Ocurre ahora como entonces, por desgracia.
    De un realismo crudo, detallada, y sin ninguna concesión al oropel.
    Enhorabuena.

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