Oprimiendo a Cataluña. Por Lorenzo Silva

Cartel

En estos días, por culpa de un titular de periódico, me he acordado bastante de esos años, entre finales de los ochenta y 1992, en que estuve oprimiendo a Cataluña. Al menos, según los historiadores convocados por la Generalitat para recapitular los últimos tres siglos, eso es lo que ha estado haciendo España, ininterrumpidamente, desde 1714 hasta ahora mismo.

Comoquiera que en esos años yo trabajaba para la administración estatal, y se me mandó ocuparme de asuntos catalanes, deduzco que lo que estuve haciendo fue eso mismo, oprimir, que es lo que mis jefes, de acuerdo con la inflexible política española respecto del atribulado nordeste peninsular, debieron de encargarme.

Sin embargo, es posible que mi memoria me engañe, yo no lo recuerdo exactamente así. Lo que recuerdo es otra historia, que parece que ninguno de esos historiadores ha considerado oportuno rescatar para enriquecer su simposio de desquite frente a la barbarie hispánica. Una que tiene que ver, ya van a ver qué tema más aburrido, con autovías de circunvalación. Por aquellos años, Barcelona no contaba con ninguna que fuera digna de ese nombre.

Para poder celebrar unas olimpiadas, que era el empeño que en ese momento ilusionaba a la ciudad, y a Cataluña y (que me perdonen por recobrar este dato disonante) a España entera, era necesario construirlas, en especial en la franja litoral, junto a los espacios olímpicos. Pero ni Barcelona ni Cataluña tenían dinero para abarcar tanto, y fue el estado español el que lo puso. Y a algunos que a la sazón trabajábamos para él nos tocó ocuparnos de esa multimillonaria inversión destinada a aplastar, ultrajar y menoscabar a Cataluña, que como esos doctos historiadores señalan, es misión principal de España.

Perdóneseme, de verdad, que al recuperar esos recuerdos sienta algo muy distinto de este relato debidamente oficializado y subvencionado. Que me vengan a la cabeza las imágenes de todas aquellas horas de trabajo para tratar de sacar adelante una obra endiablada y costosa, que conviviera con la ciudad, con el puerto y con la montaña de Montjuïc sin estorbar y sin que resultara perjudicada la fluidez que se pretendía aportar al tráfico.

No diré que aquello nos quedara impecable, no hay más que ver los atascos que 20 años después se producen en cuanto hay un accidente, pero era poco el margen del que disponíamos (cada metro de ancho eran millones y millones en expropiaciones y obras de acondicionamiento y pavimentación). Mucho peor sería la cosa si no se dispusiera de lo que entonces se hizo.

Por cierto, que no soy historiador, pero más de una tarde, mirando la silueta de Montjuïc, me acordé de algo que leí por entonces: los cientos y cientos de inmigrantes andaluces, extremeños o castellanos que en otros tiempos vivieron allí, en barracas y cuevas abiertas en la montaña. Españoles que se dedicaban, como los historiadores oficiales del tricentenario se encargarán de recordar puntualmente, a oprimir y humillar a Cataluña trabajando jornadas infinitas por jornales de miseria, levantando esos edificios tan bonitos del Eixample o haciendo funcionar la industria textil, acaso en la cercana fábrica de La Seda.

Me quedé por allí hasta el mismo 92, y eso me dio la oportunidad de ver actuar a otros muchos opresores españoles. Como los miles de policías y guardias civiles que echaron más horas que la estatua de Colón, y ninguna retribuida, para garantizar la seguridad de los que en esos días visitaban la ciudad, y que lograron que los juegos transcurrieran sin el más mínimo percance. Aunque por aquel entonces todavía operaba ETA, con el apoyo de algunos catalanes que debían de haber olvidado lo que pasó con algunos paisanos suyos en un Hipercor. En fin, qué puñetera es la memoria.

Lorenzo Silva

Fotografía y artículo publicado en ElMundo.es  9/06/2013

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