Comunión. Por Robert Llopis (Fleishman)

Reconozco que soy algo fetichista, amante de los rituales y de los pequeños detalles que despiertan mi libido. Ahora, desde el yermo de la vejez, echo de menos los buenos años de la posguerra. La Iglesia, que me había acogido en su seno, me proporcionaba el escenario y los medios adecuados: un público ante el que exhibirme, unas vestiduras que facilitaban la realización de mis fantasías y una fidelidad ciega. Desnudo bajo la sotana, me sentía cómplice de mi propia carne.

Disfrutaba de la ignorancia de los parroquianos, de su bajeza. Era una masa humana en barbecho, analfabeta, absorta en su ignorancia, en la extraña musicalidad del latín eucarístico. Desde que me habían destinado al pequeño pueblo de provincias, me sentía amo y señor de las tierras. La guerra estaba recién terminada y muchas de las parroquias necesitaban nuevos pastores que ocuparan las vacantes dejadas por los caídos junto al paredón. Al fin y al cabo, estaban en deuda conmigo por haber aceptado continuar la farsa, por seguir cebando sus almas con la esperanza de una vida mejor.

El momento culminante llegaba con la comunión. El tacto del ápice de la lengua de los feligreses en la yema de mis dedos me excitaba de tal manera, que tenía que disimular la erección a base de un fuerte vendaje que impedía que mi desnudez resultara patente.

Tras repartir las sagradas formas, recitaba las palabras rituales ensimismado, azorado por las sensaciones surgidas de la humedad que mis dedos buscaban en cada boca abierta. Me era indiferente que el roce hubiera sido robado a una jovencita, a una viuda reseca o a un viejo labriego. Imaginaba en la avidez de sus labios, de su lengua, una búsqueda encubierta de mi tótem carnal.

Cuando acababa la misa, repartidas las frases hechas de siempre, los mecánicos consejos y recibidos los regalos de los feligreses más devotos, me quedaba a solas con Julián, el tonto del pueblo. Me ayudaba a recontar las monedas de la colecta y a limpiar y ordenar los bancos. No daba para más. Era un zagal de apenas doce años de edad, patizambo y retrasado, siempre con una babilla delatora y una pregunta estúpida en la boca. Le obligaba a permanecer en la sacristía durante el oficio, porque no quería que se pasara el rato salivando absorto, con la mirada perdida en las medias remendadas que asomaban a duras penas por debajo de los faldones de las feligresas. Solía negarle la comunión, porque consideraba que era más animal que persona.

Yo veía en él una oportunidad más de demostrar mi superioridad sobre los paletos adocenados cuyo gobierno me había encomendado la Diócesis. Me agradaba su servilismo, la voluntad de agradar que tenía. El muy iluso pensaba que se ganaría el cielo a base de recontar monedas y de barrer de hojas la entrada de la iglesia. Hasta que llegó el momento de demostrar su valía.

Un domingo, al acceder al altar desde la puerta de la sacristía, noté que algo extraño pasaba. Había en el ambiente una cierta expectación, un murmullo generalizado que me sorprendió. Sabían de sobra que exigía que un silencio absoluto reinara en el templo durante la ceremonia. Antes de dar la espalda a la concurrencia, eché un vistazo a la sala. No me lo podía creer, allí estaba Luisa, una de las pecadoras más irredentas del pueblo y, por ende, una de las imágenes más recurrentes en mis masturbaciones nocturnas. Sus pechos duros, sus ojos cargados de la habitual arrogancia de la juventud que se sabe deseada, me desafiaban desde la tercera fila de bancos. No acababa de explicarme qué hacía allí la joven viuda del republicano fusilado un par de meses atrás. Desde la muerte de su marido, no había ido a misa. Debería estar acostándose con alguno de sus amantes para amortiguar el frío de su lecho. Al llegar a la comunión, encontré la respuesta.

Se acercó lentamente, con la mirada fija en mí. Azorado, noté que mis vendajes a duras penas podían contener una erección que empezaba a resultarme dolorosa. Cuando iba a entregarle el Cuerpo de Cristo, torció el gesto y me escupió a la cara.

– ¡ Chivato, cura de mierda, así te pudras!

El asombro fue general. Salió corriendo, perseguida por algunos de los miembros locales de Falange. Me retiré a la sacristía haciendo grandes aspavientos, cuidando mucho el gesto ofendido y me encerré dentro. Algunas de las beatas llamaban alarmadas a la puerta, preocupadas por la afrenta que había recibido su párroco. Les grité que no se preocuparan, que se retiraran a sus casas a rezar para limpiar la blasfemia que había mancillado el pueblo. Me llevó un buen rato, pero acabaron marchándose.

Por fin me dejaban solo. ¡La muy puta me había escupido a la cara! Estaba claro que había atado cabos. No era muy difícil llegar a la conclusión de que había sido yo quien había delatado a su marido, violando el secreto de confesión. Ella me había confiado dónde se ocultaba su marido, desesperada, en busca de auxilio. Le dije que no podía hacer nada, aunque en realidad lo que hice fue hablar con la Guardia Civil.

Confiaba en que serían igual de diligentes a la hora de atrapar a la blasfema. Ya ajustarían cuentas. Estaba en un estado de excitación tal que no me había percatado de la presencia de Julián, acurrucado, dormido en un rincón oscuro de la sala. Me sentía sucio, acalorado, tremendamente excitado. Me quité la sotana. Mi desnudez era un grito pidiendo carne, flujos, roces lúbricos y pecado. La venda de mi entrepierna se rasgó. Me giré y vi a Julián, sus ojos absortos en mi sexo liberado, boquiabierto, babeando. Sonreí.

– Ven aquí, Julián, hoy te dejo comulgar.

Robert Llopis (Fleishman)

Alcoi 6-III-04

Publicado en la revista El problema de Yorick.

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