La pluma de oro. Por Mar Solana

«Pero… ¿qué diantres era eso?», se preguntó Joe, aterrado, en un lugar de Central Park de cuyo nombre no deseaba acordarse…

Aquella calurosa mañana de septiembre, algunas nubes preñadas de agua dibujaban su blanca estela en el cielo de Manhattan. Solicitaban la venia del astro rey para invitar a unos tragos a la tierra seca y ajada por el insistente calor. Joe había extraviado su pluma de oro recién estrenada, un bonito regalo que le hizo su amigo Harry por su trigésimo séptimo cumpleaños. Escudriñaba con tesón aquella retirada zona del inmenso parque neoyorkino, su última esperanza para encontrarla. Albergaba un brumoso recuerdo sobre aquel día. Quizá había desaparecido de camino a casa, después del picnic que ofreció a sus amigos para celebrar su onomástica. Orgulloso de su brillo y empaque, entre risas y bromas, Joe no paró de juguetear y presumir de estilográfica nueva. También cabía la posibilidad de haberla dejado olvidada en ese apartado sitio de Central Park donde lo festejaron.

Dio un manotazo en el aire y con un gesto de desdén reanudó sus pesquisas. Desechó esas reflexiones que solo le aportaban incertidumbre. Joe era un tipo alto; tez y cabellos muy morenos le concedían un aspecto más latino que americano. Las piernas larguiruchas y algo patizambas marcaban su porte desgarbado. Examinó el último espacio donde recordaba haber puesto el estuche de su tesoro dorado. Nada, ni rastro. Pero Joe no se daba por vencido. Una oportuna huelga de basuras, la soledad y el aislamiento de aquel lugar jugaban a su favor. Impaciente, rebuscó por las papeleras, repletas como las fauces de un león engullendo su botín. Volvió sobre sus pasos y se acercó a la enorme secuoya donde reposaron la comida. Recorrió el milenario árbol, palmo a palmo. De pronto, cuando sus esperanzas se achicaban igual que un globo pinchado, un pedacito de suelo se iluminó y apareció radiante ante sus ojos. Pletórico de entusiasmo, Joe se agachó y allí estaba la más buscada, la más deseada; entre hojas, algunos papeles, arena y…

«Pero… ¿qué mierda es esto? ¡Maldita sea! ¡Oh, Dios, no puede ser! ¿un brazo?». En ese momento, Joe, aturdido y espantado por el macabro descubrimiento, sintió que se había convertido en presa favorita de la peor de sus pesadillas.

A aquellas horas del crepúsculo de finales del verano, Central Park se impregnaba de una mezcla de rosas, menta y hierba fresca; sin embargo, Joe sólo husmeaba la sutil corrientilla de aire que saturaba sus fosas nasales de un hedor pútrido y nauseabundo. Sintió deseos de vomitar.

Sin previo aviso, advirtió con estupor cómo se acercaban cuatro policías, tres hombres y una mujer que le resultaba extrañamente familiar. Les acompañaba otra más joven, ataviada con unos minúsculos shorts y una ceñida camiseta de algodón blanca. Una de sus manos sujetaba una elegante correa. A su lado trotaba, muy inquieto, un Cocker color canela de aspecto impecable. Joe temblaba como el caramelo de un flan. No comprendía nada. Hacía unos segundos se encontraba solo, lo mismo que un preso y su condena y ahora… Muy rápido, casi sin pensarlo, pegó un salto que barruntó en exceso liviano. Se ocultó al abrigo de unos tupidos matorrales y apartó algunas brozas para fabricarse una improvisada mirilla.

—¡Eh, tú, la del perro!, ¡o cómo diablos se llame usted! Tendrá que ir a declarar a la Central—dijo el comisario Bloodhound. Acto seguido explotó un globito de una masa pastosa y verde que daba vueltas en su boca, igual que uno de esos calcetines que extravían su rumbo en la lavadora. Desde su escondite, a Joe le pareció que aquel poli tenía cara de perro; en lugar de ladrar, gruñía de una forma muy desagradable.

—Pero señor, ha sido su perro el que…

—Agente García, cierre su bonita boca y reserve la saliva para la compra del super—espetó el comisario entre sonoras carcajadas. Y estalló otra pompita en las mismas narices de su guapa y eficaz agente femenina, Reyes García. Una mejicana de penetrantes ojos negros y curvas bien perfiladas pese a su indumentaria masculina. En medio del calor sofocante, Joe notó que en lugar de cuerpo era dueño de una barra de hielo cuando reconoció a aquella mujer. «¡Ay, Dios, esto es muy extraño! ¿Reyes?». Intentó tragar saliva, paralizado en la vorágine de aquel sin sentido. Quiso salir de allí, abalanzarse en medio de la escena, pero sus piernas no le respondían.

—Vamos, nena, mueve tu precioso trasero y llévate a la del perro a declarar. ¡Ya, joder! Smith, pida refuerzos a la Central y que peinen la zona, ¡ahora! ¡Rodríguez, despierta de ese puto alucine! Coge la maldita pala para retirar toda esta mierda… a ver qué coño tenemos ahí—les aulló el comisario con sus modales de taberna, labrados a conciencia durante los nueve años que pasó en el cuerpo de los Marines. En sus diferentes formas y entradas, «puta», «joder» y «maldito» eran las palabras más pronunciadas por aquel jefe de policía bravucón. La agente García y los demás ya estaban acostumbrados a sus zafias y desabridas maneras.

Al poco llegaron los refuerzos. A Rodríguez, un tipo gordito, calvo y sudoroso, se le unió el agente Smith, de complexión robusta y de carácter más sosegado. Venía con unas grandes bolsas de plástico negras y varias palas más. Sin intercambiar palabra, ambos cavaron con obstinación y presteza durante algunos minutos.

Joe observaba la escena apabullado, lo único que podía hacer. Apenas respiraba o tragaba saliva. El comisario Bloodhound se movía con paso firme por la zona. Hocicaba lo que se le ponía delante, husmeaba todos los rastros extraños auscultando cualquier ruido desconocido a más de cien metros a la redonda. Detuvo sus olisqueos justo enfrente del matorral donde se ocultaba Joe. A escasos centímetros de las piernas del comisario,  enfundadas en un elegante pantalón de lino azul, se sentía como un móvil en modo «vibración».

—¡Smith! ¡Rodríguez! ¡Vamos, hijos de perra, mover vuestros malditos culos! ¡Qué no tenemos todo el día! —gritó a sus hombres.

Los agentes habían terminado su faena y el comisario, para alivio de Joe, dio media vuelta y se acercó a ellos. Entre muchas paletadas de tierra y algunos kilos de inmundicias, habían dejado al descubierto el cadáver de un hombre joven, cubierto de sangre seca, barro y con la ropa desgarrada.

—¿Qué tenemos aquí? ¿Quién será este desgraciado? ¡Smith, vamos, llame a los demás y que venga el forense! Y ya sabéis, comemierdas, chitón con el FBI. Mantened vuestras putas bocas cerradas, ¿estamos?, espero no tener que usarlas de cartucheras.

pluma de oro

Joe acertó a recordar lo agradable y propicio que le pareció aquel lugar de Central Park algunos días antes y como, en apenas unas pocas horas, se había convertido en lo más funesto y detestable. De repente, mientras los agentes volteaban el cadáver, descubrió algo que lo horrorizó. «¡Dios mío, no puede ser… ese hombre muerto es igual que…! ¿Qué clase de pesadilla es ésta? ¿Qué diantres ha ocurrido?»

Lleno de espanto, Joe reconoció al pobre tipo que yacía inerte sobre un montículo de arena. La ropa, la sangre, el barro… ¡Claro!, y la pluma, su flamante pluma de oro. Con la misma claridad del cristal recién enjuagado, apareció en su memoria lo que había sucedido, igual que en una película…

Aquella tarde, al concluir su trabajo, había vuelto al parque a buscarla. Y por fin dio con ella. En ese momento apareció por allí un chaval de unos veinte años que caminaba entre tropiezos. Su cara inflamada no ocultaba unas enormes ojeras violáceas de las que pendían unos ojillos negros de mirada sibilina. Vio cómo brillaba la pluma recién encontrada en la mano de Joe. Sin mediar palabra, lo intentó arredrar encañonándole el corazón con una pistola de calibre pequeño. Joe trató de tranquilizarlo, le ofreció toda la pasta que llevaba encima. La pluma no valía nada, una baratija, el regalo de un buen amigo. La cháchara puso al yonqui tan nervioso que trató de arrancársela de la mano. Joe se resistió. En pocos segundos se desató un forcejeo entre ambos. Se oyeron dos disparos. Fulminado, Joe cayó al suelo. Un hilillo de sangre se escapaba de una de sus comisuras y su camisa beige se tiñó de rojo. Asustado, el muchacho se olvidó de la pluma y huyó sin dar tregua al reloj. Al cabo de unas cuantas horas, regresó con dos colegas y una pala a comprobar que lo ocurrido no fue producto de sus alucinaciones. Mal enterraron al dueño de la pluma de oro con unas cuantas paladas impacientes. Un brazo quedó fuera, parecía dislocado del resto del cuerpo. La estilográfica seguía muy cerca de la mediocre tumba, entre hojarascas y papeles… Al poco, comenzó a llover. Primero de forma tímida y pausada y después a borbotones, con la furia de algo que ha sido retrasado sin excusa.

Joe no había olvidado su pequeño tesoro. Ahora lo contemplaba desde su etérea y fantasmagórica mano. Le parecía que brillaba más que sol de agosto. Conocía, por las películas y alguna novela, que los fantasmas eran seres incorpóreos, incapaces de asir ningún objeto porque todo lo traspasaban. Sin embargo, su pluma sí permanecía firme entre sus dedos. Muy cerca, descubrió un papel sucio y arrugado, pero Joe comprobó con alegría que también podía sujetarlo. Lo alisó y comenzó a escribir con su querida pluma de oro una carta de despedida para la Agente Reyes García, su bonita esposa, que en ese preciso instante ingresaba con un shock nervioso en el LongLife Hospital.

 

 

Mar SolanaMar Solana

Blog de la autora

Colaboradora de Canal Literatura en la sección “Palabras desde mi luna”

marsolana@canal-literatura.com

3 comentarios:

  1. Hola, lectores, amigos y compis de este Café de Lujo que es Canal-Literatura:

    Un buen amigo, casi un hermano para mí, al que quiero y admiro muchísimo, me habló hace muy poco de la importancia de saber cerrar capítulos en la vida, igual que en una novela. Es crucial conocer los límites de situaciones y personajes, bajar y volver a subir el telón. En mi caso, lo más difícil y complicado no es el cierre, sino averiguar cuándo echarlo, cuándo abrir esa rayita del paréntesis que gestará el reposo, las ideas y parirá el cambio.

    A principios de este otoño próximo me mudaré a mi Luna 😉 Pese a la novedad y a los efectos de la gravedad gravitatoria, continuaré enviándoos mis letras desde allí con el mismo cariño de siempre. Os prometo que ningún cráter se interpondrá en mi camino, palabra de Lunática. Es muy probable que la frecuencia de mis colaboraciones, así como su contenido, varíen bastante. Por este motivo y hasta entonces, quiero despedirme de vosotros con este cuento; espero que disfrutéis tanto con su lectura como yo «desempolvándolo». Fue mi primer relato algo más extenso y lo escribí en mi segundo taller de escritura de Barcelona. Gracias a las críticas y recomendaciones de mis compañeros de aquel entonces — poco partidarios de la cera verbal— lo pulí y reescribí con ideas, comienzos o finales nuevos. Conseguí que una infumable, manida y farragosa historia de casi diez folios se quedara en cinco ;). He vuelto a pasarle el buril y aquí os lo dejo. Se que no es de guinda, pero profeso a estas letras, de cosechas más inmaduras, un cariño especial.

    Intentad disfrutar del verano, de los abanicos, las limonadas y los atardeceres, en cualquier lugar donde os encontréis. De puntillas os seguiré visitando, compartiendo con vosotros Café con Letras. Un placer.

    Hasta pronto.

  2. Me ha gustado mucho este relato, impecable y ameno.
    Disfruta de ese salitre que tanto te gusta.
    Un beso

  3. Un relato que rinde tributo a páginas inolvidables de la mejor novela negra estadounidense de mediados del siglo XX. Está escrito con la reconocible prosa que te caracteriza -es evidente que ya desde tus inicios literarios-, en la que no sobra ni falta ninguna frase y con el lenguaje apropiado, el ritmo y la ambientación idóneos para esta clase de historias.
    El desenlace, inquietante, redondea la cuidada estructura de todo el texto.
    Felicidades, Mar, y feliz verano. Y nunca un «hasta siempre». Como mucho, un «hasta dentro de un rato». Suerte.

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