67. Vida cansada
El río le parecía hermoso. Las ramas de los árboles, que se alzaban junto a él, parecían brazos desnudos, frágiles pero abiertos, dispuestos a acoger lo que llegara. ¿Podía ella abrir los brazos así? Veía cada tarde sus aguas peleándose por pasar sobre una roca o junto a la orilla. Lo veía al pasar con prisa por el puente rumbo a casa. Siempre iba corriendo, igual que él. Pero él en su carrera iba a un lugar concreto. Ella simplemente corría. No se podía permitir el lujo de un descanso. Su marido le decía que algún día su salud se resentiría de tanta carrera, pero María sabía que tenía una salud de hierro. Demasiado fuerte tal vez. Su cuerpo lo soportaba todo: el marido, la casa, el trabajo… Incluso aquello que nadie imaginaba que alguien como María pudiera soportar. Por eso corría. Para que no le sobrara el tiempo y la vida no se le acumulara en la espalda sin poder vivirla.
Silvia, su compañera en el turno de tarde de la cafetería, creía que se buscaba demasiadas ocupaciones. Si había que hacer una sustitución o el turno nocturno, María se las ingeniaba para poder cogerlo ella, siempre y cuando le dejaran una hora para ir a casa, preparar la cena para su marido y la comida del día siguiente. Así las horas se llenaban todavía más. ¿Un encargo en la ciudad de al lado? María cogía el coche y se plantaba allí como una exhalación, para volver a la hora siguiente de la misma manera. María se lo había intentado explicar a ella y a otras personas que, como Silvia, no lograban comprender a qué venía tanta prisa, tanta necesidad de estar siempre en movimiento. «Así es mejor», pensaba María. Nadie entendía por qué hacía las cosas y, por lo tanto, nadie sabía nada de ella. Lo único que lograba contestar a su amiga o a sus vecinos era que no le gustaba tener las manos caídas ni la mente ociosa. Al menos eso entraba en las cabezas de los que la rodeaban y era lo único que les debía interesar, según María. Siempre en marcha. Siempre hacia delante. Sabía que si se paraba, aunque fuera tan sólo un minuto, su vida la atraparía y su cuerpo, por mucha salud de hierro que tuviera, no lo aguantaría.
Al llegar al apartamento siempre era el mismo ritual. Era un piso con una sola habitación, además del salón, la cocina y el cuarto de baño. Lo habían alquilado después de casarse, y aunque su marido había pensado en las reformas necesarias para cuando llegara el pequeño, nunca las habían realizado. La limpieza la acababa enseguida, y tenía que buscar retales para poder coser cojines o confeccionar cortinas.
Él llegaba media hora más tarde que María y, en ese tiempo, ella preparaba la cena, siempre compuesta de dos platos, se duchaba, se vestía con ropa que no fuera del trabajo e iba pensando en el menú para el día siguiente. Cuando estaba dejando sobre el mantel la jarra de agua, tras haber dispuesto ya los platos y la comida en ellos, abría la puerta su marido. Comían sin decirse nada, con sonrisas mudas y miradas de reojo a la silla que nadie había utilizado. Después, María lo recogía todo, diciéndole a su marido que se sentara en el sofá, que descansara, que ella ya se ocupaba. Durante un tiempo él pensó que las palabras de María guardaban ironía y se levantaba de inmediato para ayudar a lavar los platos. Luego descubrió que lo decía de corazón y se quedaba sentado. Ella lo necesitaba. La noche era el peor momento del día y, si no llegaba agotada a la cama, aunque durmiera, todo podía caer sobre su mente como una cascada y corría el riesgo de no levantarse.
Aquella mañana se levantó con el primer pitido del despertador. Su marido se quedaba remoloneando entre las sábanas unos minutos más, que siempre permitían a María lavarse la cara, vestirse, ir a la panadería a comprar pan fresco y preparar el café. Su marido no entendía todavía cómo lo hacía, pero siempre que abría la puerta de la cocina tras haberse duchado estaba todo listo. Durante un tiempo intentó alabarlo, buscar en su cabeza alguna broma que pudiera robarle a María una sonrisa, pero al final se había callado y, aunque María pensaba que aquella situación a él le entristecía, ella lo prefería así. El silencio permitía que su mente estuviera siempre en funcionamiento, pensando en todo lo que tenía que hacer, en cuándo lo iba a hacer. Hablar con su marido en según que momentos podía desviarla de su hilo conductor y podía perderse en la memoria que, aunque guardada, no había desaparecido.
Se calzó las botas, intentando no hacer ruido con la cremallera, y se acercó a la ventana. El día era radiante. No necesitaba coger la chaqueta. Mientras abría la puerta de entrada para salir a la calle pensó que podía ir hasta la panadería que quedaba en la otra parte del pueblo, pasado el río. Era la que servía las pastas y el pan a la cafetería donde trabajaba. Tenía tiempo. Así podría ver las aguas del deshielo deslizarse con prisa entre las piedras y también las primeras hojas.
El aire era fresco. No se oía nada en las calles. Para María era la mejor hora del día. Nadie que la viera caminar aceleradamente, la mirada fija en un punto indefinido de la acera, su mente buscando un momento de paz. Sin embargo, era incapaz de darles tregua a sus cavilaciones. Si dejaba de pensar en qué tipo de pan compraría o si, al volver, la vecina del quinto ya habría subido las persianas y se estaría fumando el primer cigarrillo del día, un abismo se abría ante ella y empezaba el vértigo. Había aprendido a cerrarle la puerta a aquellas imágenes que se acumulaban en su cabeza cuando se mareaba de aquella manera. El mundo se le hacía extraño y tenía que hacer un esfuerzo para buscar de nuevo el punto indefinido que la dejaba respirar y encauzar el pensamiento.
Al pasar sobre el río sintió un escalofrío. En aquel trozo de calle siempre crecía la humedad y a María se le metía en el cuerpo. Bajaba sonoro, alegre, y las hojas lo observaban desde sus alturas, pendiendo de los brazos que nunca dejaban de abrirse al cielo. ¿Podía abrazar? Alguna vez lo había hecho, pero sólo con los brazos, nunca con el cuerpo. Siguió con paso decidido hasta llegar a la panadería y compró una barrita de pan de cereales y otra de pan blanco. Así ya tendría para la cena. La panadera se las envolvió con un trozo de papel blando. María salió casi corriendo. Si se daba prisa, llegaría justo para preparar el café y que estuviera todo listo cuando su marido entrara en la cocina.
Cruzó con tanta premura el puente, que se le cayó del paquete la barra de pan de cereales. Se agachó a cogerla y sintió una punzada en el pecho. Una imagen la podía parar, pero todas de golpe era imposible. Se vio a sí misma, allí, agachada, recogiendo el pan y se le erizó la piel. Ya no era la humedad. El aire no era frío. La puerta se abrió. Vio a su marido junto a ella, en la cama, intentando levantarle el camisón y ella apartándole la mano. La primera vez que ella lo hizo, él se enfadó. Era su marido. Estaban casados. Tenían que hacerlo. Luego llegaron las quejas, los reproches, que ella no le amaba, que debía tener un amante… Ella siempre callando, siempre con el pestillo corrido en su memoria. ¿Qué podía hacer? Se sentó en la acera junto al pan que no había cogido y se apoyó en la barandilla de hierro que formaba el puente.
Cerró los ojos y dejó que cayeran las lágrimas que nunca había derramado. Aquel olor que también tenía su marido cuando salió de ella. No le había dejado hacerlo mucho. Ella siempre tenía cosas que hacer. Él acabó por desistir y apagaba la luz al meterse en la cama, sin decirle nada. Él no podía entenderlo. Era un olor tan penetrante. Era imposible olvidarlo. Contra el suelo. Casi no tenía vello. Se lo habían metido dentro sin poder impedirlo, y la primera noche él olió igual. Su marido no la veía llorar mientras le embestía. Lo hacía en silencio. No lo dijo entonces a sus padres y no se lo iba a decir a su marido. A él le extrañó que no se rompiera. Se creyó que había sido por un golpe contra el borde de una piscina, cuando niña. En realidad había sangrado, y mucho. Fue tan adentro que llegó a clavarse en el corazón. Nadie la vio llorar. Nadie pudo saberlo. Sus padres se extrañaron que no saliera de casa. Pero nadie preguntó. A veces, en la cafetería, todavía creía ver aquellos ojos entre los desconocidos.
No había querido volver a sentir aquel olor. Sin embargo, su marido siempre quería intentarlo. Era el único momento en que sabía que su vida peligraba. Por eso se levantaba, se duchaba y se iba al salón a coser. Para olvidarlo. Para guardarlo con aquel día en que le robaron la niñez, las ganas. Sí, quería a su marido, pero no aquel olor. Cuando él vio que no llegaba el embarazo, dejó de insistir en tocarla y María se sintió aliviada. Al menos un tiempo. No le dijo lo del hijo. Él hubiera querido tirar adelante. Ella no quería que nada entrara ni saliera de allí. Fue la última vez que alguien entró y fue para vaciarla. Había salido corriendo de la clínica, y siguió corriendo todos los días. Hasta aquella mañana.
Se levantó dejando las dos barras de pan en el suelo. Las imágenes se sucedían, pero se encallaba en aquel dolor, en aquel pinchazo en el estómago, en aquel desgarro que le partió en dos el alma, las ganas, la vida.
Las hojas no miraban el río. La miraban a ella. Correr hacia un sitio. Una meta. Un final. Eran como ojos que asienten, movidos por el aire que balancea las ramas. ¿La acogerían a ella también? El agua tenía que estar fría, pero daba igual. Ya no podía cerrar la puerta. No podía mirarse a sí misma sin ver la sangre, las piernas temblando y la mente en blanco. Ya no podía controlar el vértigo. Iba a caer.