70. Vivir sin morir
La jardinera era un panteón donde los muertos resucitaban. Aunque mis padres no lo creían, nunca me tiraron a loco: simplemente estaba muy chavo y no me tomaban en serio. No recuerdo haber tenido amigos: los escuincles del barrio eran demasiado estúpidos para entender lo que pasaba. Sin embargo, era cierto: ahí enterraba a mis mascotas y cuando tocaban tierra, volvían a la vida.
Esa construcción también había revivido: originalmente estaba a la entrada de la vecindad, pero el dueño se la llevó en pedazos hasta el tercer patio con todo y nochebuena cuando le pareció estorbosa. Entonces el arbusto no se había transformado en ese enredijo de ramas que fue después. En diciembre los inquilinos lo vestían con escarcha y esferitas, a manera de árbol navideño. Pero al llenarse el patio de tendederos, se amontonaron ladrillos rotos y trozos de concreto para formar lo que más tarde sería mi cementerio.
Aunque fea, yo le guardo un recuerdo muy padre, con todo y sus paredes chuecas y los boquetes donde asomaban el zacate y la jarilla. Los crisantemos que mi madre sembró se secaron y en su lugar crecieron polocotes, unos como girasoles silvestres que por estos rumbos son una plaga. Como ninguno de los vecinos la cuidaba, la nochebuena acabó retorcida y reseca, hecha un espantajo. Eso me servía porque los otros niños la evitaban y se convirtió en mi refugio y lugar de juegos favorito. Era una selva, un bosque, un pantano o lo que yo quisiera.
Además de este escondrijo, mi otro refugio eran las mascotas. Como para compensar las friegas que me daba mi padre, me dediqué a cuidar mayates, a darle de comer a las lagartijas y hasta llevé a la casa un charal, que instalé en un frasco disfrazado de pecera, con piedritas y una rama de nochebuena a manera de alga. Un día, al volver de la escuela, no encontré ni al pez ni al envase. Siempre sospeché de mi padre, pero mi mamá se negó a decirme qué había pasado, no te preocupes, Toño, yo te voy a comprar un pescado bien bonito, ya verás.
Quién sabe de dónde sacó dinero, porque mi papá a veces no le dejaba ni para el gasto, pero me compró una esfera de cristal con una planta de plástico y un pez de los llamados beta. Éste sería el primer resucitado.
Al igual que el charal, el beta desapareció. Volví a desconfiar de mi jefe y estuve a punto de reclamarle, pero al barrer tras una cortina cercana a la pecera, el animal apareció envuelto en polvo algodonoso, como si hubiese salido a caminar treinta o cuarenta centímetros hasta donde la pelusa se lo impidió.
Sentí entonces la muerte como algo real, una muerte de a deveras. Esto digo hoy, porque en aquel momento lo que hice fue llorar de coraje o de miedo. Con toda solemnidad abrí un hoyo en la jardinera y coloqué al pececillo en su interior. Al sentir la tierra húmeda, el beta revivió. Tenía más de un día de haber abandonado el agua cuando lo volví a colocar en la pecera. Estaba tan contento que no advertí lo extraordinario del suceso. Aceptaba esto como algo natural: me gustaba y no tenía por qué buscarle explicación.
Corrí a decírselo a mi jefa, mamita, el beta estaba muerto y revivió cuando lo puse en la jardinera. Sí, gordito, pero ahorita estoy lavando la ropa, un gesto de lástima y otro de ya no me estés jodiendo. Los otros niños de la vencidad de plano se burlaron de mí. Ya no dije ni una palabra sobre la serie de milagros que se dieron en torno al cementerio. La alegría que me causaba la resurrección de los animales se volvió un gusto secreto.
El segundo en revivir fue un gorrión. Era un polluelo a medio emplumar, de piel grisácea con unos cuantos cañoncitos blancuzcos. Lo recogí al pie de un fresno, en un parque cercano a la vecindad. Sangraba de un ala, pero parecía estar bien. Me veía intrigado con sus ojos saltones.
Dentro de una jaula le improvisé un nido con zacate y me dispuse a alimentarlo hasta que pudiera volar. Se va a morir, dijo mi mamá, pero yo nunca le hice mayor caso y ofrecí al animal una papilla de bolillo con leche, que no quiso comer. Por fin aceptó una mosca, así que maté cuantas pude para alimentar a mi inquilino.
Me recordaba a mi hermano menor, no sé si por prieto, por flaco o por ojón. Seguro que por todo eso, pero también porque sangraba como Martín cuando mi papá lo golpeó por haberle roto una botella de mezcal. Entonces yo tenía ocho años, él apenas seis o siete. De todas formas le abrió el pómulo de un hebillazo, pinche viejo cabrón, ponte con uno de tu tamaño, pensé. No me veas así, porque a ti también te sueno.
En poco tiempo el gorrión gozaba de un gran buche. Ese animal se va a morir, repitió mi madre, pero creí que por esta ocasión le había ganado. Al segundo día el pajarito se encogió sobre sus patas y clavó el pico. Murió de empacho, dijo mi jefa a manera de consuelo.
Lo reviví como al pescado y lo guardé en su jaulita. Resultó mejor, porque ahora ya no tenía que darle de comer. Hasta desarrollamos una forma de comunicación casi telepática. No exactamente, porque el gorrión no me decía nada, pero agradecía mis cuidados y mi interés por conservarlo vivo.
El siguiente renacido era gris, casi negro, de amplias alas, sin plumas en la cabeza y con un pliegue de pellejo que le colgaba del ojo. Con su cráneo pelado y rojizo, parecía un pequeño buitre. Un minibuitre para el minipanteón.
Cuando lo vi parado en la nochebuena no supe qué pensar. Al principio lo confundí con una paloma, acaso desplumada por los gatos del vecindario o por la sarna. Pero era mucho más grande que un pichón; parecía sentado en su rama y una de sus alas estaba rota.
Tampoco creo que fuera un zopilote. Los he visto en el zoológico y son enormes, las alas largas hasta lo estorboso y las plumas plantadas en los extremos, como penachos. Cada uno de nosotros, mi mamá, mi padre y yo, lo vimos con una figura distinta, pero sin poder relacionarlo con ningún pajarraco conocido. Tenía una mirada penetrante, la vista fija, pero no como un búho, porque sus ojos no estaban al frente de la cara sino a ambos lados de la cabeza.
Creo que se trataba de un tipo de cuervo o urraca. Nunca lo supe con precisión, porque cuando traté de adoptarlo mi padre lo molió a escobazos. No me traigas esas chingaderas aquí, porque a ti también te toca, no papá, pinche viejo desgraciado, no papito, no me pegues, viejo cabrón, me vale madre lo que hagas. Me callé por prudencia pero no por temor.
Respeto nunca le tuve y el miedo se lo perdí al darme cuenta que aunque me matara a palos podían llevarme a mi rincón y revivirme como a los animales. Por eso empecé a cambiar, por eso me ponía al brinco cada vez que maltrataba a mi madre o cuando tomaba el cinturón para azotar a mi hermanito. Un día de plano le agarré el brazo y le dije que a mi mamá no le pegara, pinche chamaco metiche, te voy a romper la madre a ti también. Y me golpeó con todo lo que tuvo a la mano, con el cincho, con un palo, hasta con una botella de aguardiente vacía.
Corrí. No huía de sus golpes, me apuraba para llegar a la jardinera. El contacto con el suelo hizo que me doliera la espalda todavía más, pero sólo entonces me sentí a salvo, si muero, aquí mismo resucito, cómo me duelen los brazos. Ya no supe más: me despertó una vecina asustada que, antes de devolverme a casa, me limpió las heridas. Le agradecí, aunque sin decirle que no era necesario, que yo morí el día anterior y la tierra húmeda me había resucitado.
Ni ese día ni los siguientes fui a la escuela. Cuando pude caminar, con el dolor apretujándome el cuerpo, salí de la recámara para encontrar al pinche viejo durmiendo la mona sobre la mesa, roncando puro aguardiente. Mi mamá había salido por el mandado llevándose a Martín. Tomé un otate que usábamos de tranca y le sorrajé un golpe limpio en la cabeza. Rebotó sobre la mesa, pero ya no despertó. Luego otro. Y otro. Y otro.
Cuando regresó mi mamá yo seguía soltando trancazos a la cabeza de mi padre. No le fue difícil detenerme: me dolían los brazos, las piernas. No sé ni cómo me aguantaba el otate. La policía sacó de mi recámara mis mascotas, otra vez muertas. Seguro que el muy hijo de la chingada las mató mientras estuve en cama.
Llevo cuatro años en la correccional, donde no nos dejan tener animales. Tampoco quiero tenerlos. Aquí me siento como una mascota enjaulada y es muy jodido. A quien quisiera ver es a mi mamá y a mi hermano, aunque no sé si ella quiera verme.
En una bronca me picaron con una punta. Pedí que me llevaran a la jardinera, para resucitar de nuevo. No fue necesario revivirme, sólo estuve un mes en la enfermería y me regresaron para acá.
Sé que si muero puedo renacer. Será por eso que soy un poco cabrón y a cada rato me meto en broncas. No importa. A mi padre, a ese hijo de puta, sí se lo cargó la chingada.
*Para Pepito, in memoriam