Solitario, triste y mudo
hallase aquel cementerio;
sus habitantes no lloran…
¡Qué felices son los muertos!
Gustavo Adolfo Bécquer
Era una preciosa mañana otoñal de nubes con sol. Blaqui, mi mastín del pirineo, me miraba mientras conducía a toda pastilla campo a través. Si me daba prisa, por la noche cenita con velas y un cheque en el bolsillo.
Buscaba un pueblo abandonado lo suficientemente alejado para montar Juergolandia, lo ofrecía, la agencia de publicidad para la que trabajaba, como parte en promociones a supermercados , ejecutivos y gentes similares.
Llevaba tres semanas buscando y por fin había dado con algo: Valdeornos, en el culo del mundo.
Pude llegar hasta prácticamente la entrada. Tenía muchas ganas de terminar con las fotos y salir hacia casa. Javier seguramente me estaría esperando. Teníamos que celebrar muchas cosas, el trabajo, los dos años juntos… muchas cosas.
Cruzando el puente me encontré con lo que suponía era la plaza mayor. Estaba lleno de hierbajos. Hice varias fotos panorámicas del pueblo desde el puente. Ya me pararía después casa por casa. En un primer vistazo, el pueblo estaba de puta madre. Limpiarlo un poco y algún pequeño desperfecto en las fachadas, y quedaría genial. Era una de las condiciones que pedían, no gastar mucho en restauración. Me llamo la atención una casa, muy bien conservada, al fondo, al lado de la iglesia. Bajo el balcón, dos cabezas de carnero dentro de una orla me miraban amenazadores. En el patio, aún quedaban las cañas que seguramente utilizaron para poner tomates. Una casa perfecta para hacer los dormitorios.
Entré. La cocina estaba tan bien conservada que casi no necesitaba restauración. En el recibidor había un buró tallado. Me llamó mucho la atención. Cualquiera pensaría que en un pueblo abandonado iba a encontrar un buró. Era precioso. Me dieron ganas de coger el coche, entrar hasta allí, y cargarlo en el maletero.
Abrí los cajones. Había bolígrafos, cartas, un libro: “Nada” de Carmen Laforet. ¡Qué sorpresa! Es uno de mis libros favoritos. Los bordes estaban sobados, como si lo hubiesen leído muchas veces. Al lado un papel atado con una cinta roja. Al abrirlo vi que era una especie de carta, escrita, imagino, a lo largo de un tiempo. Incluso había dos o tres colores de bolígrafo, llenas de tachones, que he corregido a fin de que se entienda mejor. Esto es lo que escribió:
“Me llamo Manuel Sebastián, tengo 82 años, dejo aquí éste escrito para quién la recoja termine de darme sepultura. En el patio trasero, bajo un pasmoso sauce llorón encontrará mi cuerpo o lo que quede de él. Sepúltelo, se lo ruego. Rece una oración, aunque sea una pequeña jaculatoria, y si tiene ánimo encargue una misa de difuntos por mi alma.
Sé que voy a morir. Y antes de quedarme encima de la cama prefiero ,aunque sea, cavar una tumba y taparme la cabeza con una sábana y esperar tranquilamente a que llegué mi hora .
Todos los demás están en el cementerio, bajo horribles lápidas de frío mármol. Allí están el Paco, la Paca, mi Marina, Alejandro el Mochales, y Felipe el Aguaceros del que decían en el pueblo que con su canto atraía la lluvia. Mira que le amulaba que le llamásemos aguaceros.
Entonces éramos casi cien vecinos, pero poco a poco todos se fueron marchando. Nos quedamos solo cuatro, los Pacos y nosotros.
Aún recuerdo hace quince años, cuando el Genaro aún tenía la taberna, y nos sentábamos siete u ocho a echar la partida y beber anís el mono. Luego el Genaro también se fue. Se lo llevaron los hijos a una residencia: El Balcón se llamaba.
Me mando una vez una carta que amilanaba al más pintao. Leyéndola el Paco dijo: “Yo me moriré en mi cama” . Y una noche de diciembre cuando la nevada llegaba a media rodillada se metieron en la cama con el brasero y ya no se despertaron.
Fue la Marina quién los encontró. Se quedó llorando y vistiéndolos, mientras, yo bajaba a toda prisa a Valdeameras. Subieron los seis que quedaban allí, y el cura. Entre todos les dimos cristiana sepultura y nos quedamos solos los dos y la Perla. Después de estar una semana encima de la tumba del Paco al fin entendió que se había muerto y se vino a casa.
La Marina no duró mucho, dos meses más tarde se subió a la Peña del Rayo y se tiró por el barranco. La encontró la Perla cuando volvíamos de cazar el conejo, entre las aliagas, ya muerta. La lleve yo solo al cementerio y yo le di sepultura. Total si hubiese llamado al cura no se la hubiese dado, para qué molestar.
Desde entonces he estado solo. A mi tampoco nadie me sepultará como Dios manda. Yo también vagaré en el limbo.
Han sido años duros, nunca había estado tan solo, menos mal a la Perla. Ha sido mi compañía todos los días, salía al monte a los cazaderos conmigo. Menos mal que cuando estuve en Zaragoza unos días con el chico me compré la máquina de rellenar los cartuchos , pólvora y postas. Reutilizando las vainas y cerrándolas con esa prensa he tenido suficiente munición para abatir toda la carne que he comido en estos cinco ya largos años.
Creo que los chicos tampoco saben que su madre ha muerto, claro que ellos no han escrito ni nada, ni para felicitarnos las pascuas, ni para saber si seguimos vivos. Ya tendré nietos grandes.
Cuando nació el primero nos fuimos unos días a Zaragoza. La nuera y yo teníamos muchas desavenencias; qué si teníamos que ducharnos todos los días; que si no me podía liar el cigarro; que si nada de anís. Todo lo que hacía le parecía mal.
Con la Marina no, con ella miel sobre hojuelas. Se las amañanaba bien con mi mujer.
Solo la quería porque le cuidaba bien al chicuelo y le ayudaba mucho con la casa. La quería de criada. Y como la Marina con tal de estar con ellos lo aceptaba todo, la estancia en la casa era una balsa de aceite. Yo no lo acepté, cogí el petate y puse pies en polvorosa. La Marina se vino detrás pero sé que nunca me perdono mi espantada.
Igual mañana llega el cartero y me encuentra aquí, quién sabe. Aunque sé que no, que no vendrá nadie, ni el cartero ni nadie. Me pudriré ahí , con los cuervos comiéndome los ojos.
He abierto una zanja, es grande, me taparé un poco. La Perla cuidará que no vengan los cuervos, lo sé. Había pensado pegarle un tiro pero no he podido. Igual se marcha al monte y allí cría , aunque sea con un lobo.
Si tuviese más arrestos bajaría hasta Valdeameras y me moriría allí en medio del pueblo. Como en una película, lo vi una vez en una de indios y vaqueros, llegar al medio y desplomarme.
Menos mal que desde hace un tiempo el Paco viene a verme, me avisa de algunos peligros, de las nevadas, de todo.
El es que me ha dicho que me moriré esta noche, que la Perla cuidará mi tumba, que escriba esta carta, que vendrá una chica rubia como la cerveza que leerá está carta y que también me tapará la cara, y se llevará una gran sorpresa. No me haga mucho caso, usted, el que lo lea, creo que me estoy volviendo loco.
Morirme es en cierto modo una liberación, lléguese hasta el jardín y cuando tape mi cuerpo, ponga una rosa encima de mi tumba.”
Me quedé pasmada. Me parecía incluso oír la voz del viejo y ver su rostro. Salí afuera, cogí una vieja pala oxidada y termine de tapar con tierra la tumba. Salvaje crecía un rosal rojo, siguiendo sus deseos coloque una rosa encima de la tierra. Nunca he sido muy religiosa pero improvisé una oración por el difunto. Oí el aullido de un lobo e instintivamente me metí en la casa con intención de hacer las últimas fotos del pueblo y largarme de allí.
El buró me seguía pareciendo magnífico, miré dentro y encontré una fotografía amarilleada por el polvo y el tiempo.
Era una joven pareja vestidos de gala, ella llevaba un traje negro, pensé que igual era el día de su boda. El rostro de ella me resultaba familiar, tenía el mismo pelo que yo y mis mismos ojos.
Estaba sentada en una silla con él apoyando la mano izquierda en su hombro. Eran guapos.
Cogí las cartas y las fotos. No miré mucho más, en la calle tire el resto de las fotos, tres carretes y me largue con el petate lleno a mi casa.
Allí con Javier repasé las cartas. Mi abuelo también se llamaba Manuel, pero apenas sabía nada de él, no se hablaba con mi padre. Hace mucho que mi hermano y yo intentamos preguntarle sobre ellos, pero mi padre no soltó prenda. Dijo algo así como “mejor estáis sin saber nada de él”.
Mi sorpresa fue ver el remite: Miguel Sebastián Almuze, C/ Nuestra Señora de la Oliva, 7 4º B. Esa era la casa de mis padres.