-Ya sabes. Tres noches seguidas como máximo. Una cama limpia, dos comidas calientes. No se puede más. Como tú, ya ves, hay un montón. Después puedes probar en los de San Juan de Dios. En Santa Clotilde, sólo una comida al día; por la noche tienes que buscarte el alojamiento por tu cuenta. Lo siento, hombre, es lo que hay por ahora.
Y el hombre, porque su nombre, ahora –perdido todo- , poco importa ya, toma el paquete de cigarrillos que el otro le alarga un poco avergonzado. Siempre ocurre igual cuando alguien arriba por primera vez a este varadero de desesperanza que es el Albergue para Transeúntes de San Nicolás. Vidas a la deriva, restos de naufragios personales que cada nueva oleada deposita en la puerta. Aquí, un madero podrido, con guijarros de concha adheridos a su superficie entre los que crece un musgo pardo de algas. Otras veces son trozos en los que el agua todavía no ha completado su labor de devastación. Se distinguen zonas con la pintura descascarillada y alguna letra aún es legible. Pero sabe que lo que no consiguió la mar lo harán ahora los días de sol despiadado, la brisa de sal, la voracidad de los insectos.
Por eso, a cada explicación con su rosario de direcciones que marcan otras tantas estaciones de viacrucis, etapas en una carrera en la que no hay ninguna meta, no puede evitar cierta incomodidad. Quiere dar a sus palabras un aire de provisionalidad; como si esta situación fuera a ser algo eventual, un accidente en la vida del recién llegado. Que luego todo volverá a encauzarse y a recobrar una normalidad que, en ocasiones, nunca existió. Pero basta con mirarles las caras para saber cuándo alguien ha claudicado, cuándo ha decidido dejar de dar estériles y agotadoras brazadas para abandonarse a la deliciosa sensación del morir diario, del disolverse cotidiano en la marea gris de la renuncia.
De modo que evita los ojos del hombre mientras le tiende el paquete de Ducados. Gesto inútil, porque el hombre tampoco le mira a él. Se guarda el tabaco en el bolsillo, asiente con la cabeza, se da la vuelta y procura no arrastrar los pies hasta haber doblado la esquina.
A las ocho se abre el comedor. A las once se cierra el albergue. El que no llegue a tiempo se queda en la calle. Hay muchos que prefieren dormir bajo cartones y mantas pringosas, en un portal o callejón, bajo una escalera, en cualquier sitio donde dos trozos de pared ofrezcan un ángulo, como un grotesco remedo de portal de Belén de plástico barato dispuesto a modo de decorado de cine por un director amante de la simbología de Buñuel, antes que sujetarse a la disciplina de unos horarios impuestos. Son los bohemios de la miseria.
Pero nuestro hombre, no. Aún no se ha liberado del ritmo metódico que impone el reloj. Hora de levantarse, de comer, de dormir. Acomodar las necesidades al compás de unos engranajes que giran y no saben de deseos, emociones, urgencias. Está reciente en él el tiempo en que había algo que hacer en cada momento. Mientras pueda conservar los hábitos, la rutina de su vida anterior, siente que no está todo perdido. Que aún puede esperar que las agujas del reloj giren en un movimiento imposible.
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En el otro extremo de la ciudad, el chico, cuyo nombre tampoco importa porque a nuestros ojos de lector es uno más de los que forman la fauna suburbana, sale de su casa con un portazo. Un levísimo forcejeo con la madre, aliviada al verle partir; unos billetes que guarda con dificultad en el bolsillo del vaquero, tan ceñido que parece el traje sin luces de un torero adolescente del asfalto. Ha quedado con la panda en un descampado junto a un bloque de viviendas y un colegio con varios cristales reventados a pedradas.
-¡Esta noche vamos a quemar Montejo! – se dicen. Y el nombre de la ciudad importa tan poco como el de sus ciudadanos, porque Montejo es una cualquiera de estas barriadas como cuartos trasteros donde la gran ciudad amontona todo lo que afea sus céntricas avenidas, resplandecientes en sus escaparates de joyerías caras y boutiques de firma.
Pero dicen “vamos a quemar Montejo” con una alegría feroz, con un deseo de tomar posesión de ella destruyéndola, como el niño que afirma su poder de individuo sobre el juguete cuyo mecanismo no domina.
Un porrito para ir cogiendo el puntillo. Alguien saca una botella y beben a morro por turno.
-¿Las has traído?
– Aquí están. Hoy, diez pa cá uno. Pero aquí estamos ya mu fichaos. Vamos a “E-motion”.
-Tío, ¿qué dices? Tás pirao. Ahí no nos dejan entrar ni de coña.
– Ya veremos. Y pirao tu puto padre, si lo conoces.
Y con decisión echa a andar hacia un coche desconocido; algún pardillo de fuera que esa tarde habría hecho mejor en no perdérsele nada por el barrio.
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El hombre camina aprisa. No conoce bien la ciudad, apenas recién llegado a ella. Su deambular lo ha llevado más lejos de lo que pensaba. Cuando preguntó la hora, comprendió que perdería la cena y, si no aligeraba, la posibilidad de dormir bajo techo. Antes, mientras andaba, ha repasado por enésima vez su vida, como esos que cuentan su experiencia ante el famoso túnel. Pero no como una película proyectada a cámara rápida. Se ha demorado en cada plano, intentando buscar dónde estuvo el error. Y se da cuenta –siempre se dio cuenta, en realidad-, de que toda ella ha sido una gigantesca equivocación.
Pero ahora sólo piensa en llegar a tiempo. Se imagina acurrucado en cualquier estación de Metro, sin afeitar, las ropas malolientes, con las miradas de la gente que resbalan sobre él como si fuera un objeto inexistente.
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En el coche van realmente cabreados. En efecto, no los han dejado entrar en la discoteca. Han cambiado insultos con los porteros y un amago de ponerse flamencos en un ridículo esfuerzo por salvar la honrilla. Cuatro figurillas enjutas, embutidas en vaqueros taurinos, contra dos africanos que, juntos, casi componían una tribu. El “Lili” ya lo vaticinó, pero no se le ocurre abrir la boca para el clásico “Te lo advertí”. Lo malo es que la noche se les ha ido en dar vueltas con el coche; las pastillas casi intactas (cada uno se ha tomado dos para animarse, entre trago y trago). Pero a ver qué le dicen mañana al “Pelanas” cuando les pida cuentas. Los va a tratar de vainas.
De vez en cuando el chico escupe una frase para desahogarse. Su repertorio léxico no es muy extenso, pero lo suple la intensidad que da a su entonación. “Va unos negros de mierda”. “Vaya mierda”. “Qué mierda”. ”¡La vida es una mierda y…!” Se detiene a tiempo pues iba a completarla con “Y nosotros otra mierda”. Y la convicción le duele. Desde pequeño se dio cuenta: cuando veía en la tele familias unidas de película americana, que nunca dan un pescozón a sus hijos; cuando no conseguía aprender a leer y escribir como la mayoría y aquellos garabatos de la pizarra parecían burlarse de él. Sólo en el grupo de sus iguales se siente algo, con un prestigio labrado a fuerza de actitudes chulescas y algunos actos de vandalismo light.
Pero no puede bajar la guardia ni tolerar que se le rían en las barbas. Por eso ha estado a punto de tirar de navaja ante los gorilas. Pero un ramalazo de sensatez lo detuvo. Su padre le decía: “Cuando un tío saca una navaja, no es pa guardarla como la sacó. ¿Me oyes?”
El recuerdo humillante de su retirada le sigue escociendo todavía. Se acercan a un paso de peatones. Un hombre mal vestido ha iniciado el cruce.
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El hombre atraviesa la avenida solitaria con toda la prisa que le permiten sus pies rendidos. Ahora es verdad que se queda sin cama. Pese a ello, no se detiene. Necesita llegar y ver la puerta cerrada. Aminorar el paso sería una rendición de antemano, el primer escalón en una serie de claudicaciones. Un coche se aproxima. Si no refrena su marcha, llegará hasta él en el segundo tramo de la vía, pero debe hacerlo, ya que el semáforo está en verde para el peatón.
Esos jovenzuelos impacientes están tocando el claxon. De forma vaga intuye que ceder en sus derechos de paso, consentir que unos chiquillos estúpidos y gritones le hagan detenerse es bajar otro peldaño más hacia la indignidad total. Así que alza la barbilla en actitud desafiante y sigue su marcha cansina hacia la acera. (“Tienen que pararse”).
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El chico ve cruzar al hombre. Los hombros vencidos, la cabeza gacha, el aspecto desaliñado. Por un momento, atraviesa su telaraña de alcohol, éxtasis y rabia la imagen de su padre. Un fracaso de hombre que toda la vida estuvo humillándolo, intentando afirmarse a su costa. Le invade una ira sorda. (“¡Párate, imbécil!”).
Y por un momento también, tiene la fugaz visión de sí mismo, en la madurez, como otro fracaso humano, como tantas veces les ha oído decir a sus maestros, a sus padres, a sus vecinos: “Vas a ser un desgraciao”..
(”¡Párate. Mierda!…¡Que te parees!”…)
Ambos cierran los ojos.
Fin