II Certamen de narrativa breve - Canal #Literatura
Concurso Caravaca
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Bases del concurso, premios y jurado


28/2/2005

77. Mi reino por un whisky
76. Gatos Negros
78. Retazos existenciales
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El ambiente del local era el de siempre, un lugar oscuro y lleno de humo debido al tabaco y quizás por algún que otro porro. Yo me hallaba en mi rincón habitual, aquel en el que disfrutaba de la visión de todos sin apenas ser visto. No, no se trataba de un sitio de esos de doble cristal ni nada por el estilo, simplemente es que ese rincón era más oscuro que el resto; un lugar esquinero con la barra –que diría mi amigo Alberto-. Mi vaso de whisky estaba vacío, había pedido otro hacía unos minutos pero nadie había venido con la recarga. Me encogí de hombros y seguí con mi afición favorita: observar a los clientes e imaginar cómo eran sus vidas. Durante años había hecho aunque nunca pude saber cuantos aciertos o cuantos fallos habían podido ser apuntados en mi libro de marcas.

Una morena de excelente tipo flirteaba con un hombre que podría haber sido su padre, de hecho hasta pienso que lo era vistas sus semejanzas físicas y el común bigote –reí mi propio chiste en solitario-. Mi boca me reclamaba la bebida pero el camarero seguía empeñado en hacer ver que yo no existía. Busqué un cigarrillo pero también eso se había terminado. Me estaba empezando a agobiar un poco pero… “cuestión de minutos –me dije- y tendré ambas cosas, el whisky y el humo invadiendo mis pulmones.”

Una rubia sentada en una mesa muy lejana a mi rincón me vigilaba, o esa sensación me daba a mí. ¿Vigilarme? Pero si en esa oscuridad no podría haber visto una reunión de hare khrisnas dando saltitos y regalando pastelitos de especias. Me fijé, quería estar seguro que era a mí quien miraba, la ausencia de nicotina en mi cuerpo empezaba a hacer sus estragos y el camarero seguía en el otro extremo hablando con un señor vestido de marrón y cuyo traje ya estaba pasado de moda cuando se inventó la corbata. Un examen más detenido y dudé sobre su sexo. A pesar de su fino cutis y sus labios sensuales podría no ser una mujer. Unos penetrantes ojos azules –no entiendo como podía verlos de esa manera a pesar de la oscuridad- parecían verlo todo, incluso mis propios pensamientos. Su larga melena daba la sensación de crecer a cada minuto.

Grité al camarero y, debió ser por la música, no me oyó. Si no fuera por mi exquisita educación le habría tirado el cenicero a la cabeza para que se percatara de mis necesidades. La rubia rió en solitario mientras seguía observándome –ahora ya estaba seguro de que sí me veía- y me pareció que también era capaz de leer mis pensamientos y celebrar mis chistes privados. Su traje blanco parecía más una túnica romana que otra cosa. Ni vestir a la moda sabía. No tenía ni idea de la hora, mi reloj se había parado –lo que faltaba- justo en esa hora que es tarde para cenar y pronto para beber: las 10:45 marcaban esos dígitos horribles. Un chico de pelo rizado que intentaba ocultar con una gorra de pana estaba a mi lado, recogiendo un cargamento de cacahuetes que deslizó en sus bolsillos. Aproveché la ocasión:

– Perdona… ¿tienes hora? Es que se me ha parado el reloj y…

Ni caso, no me oyó. Quizá se avergonzó por la cantidad de frutos secos que se llevaba y que yo le hubiera visto escamotearlos pero el caso es que se dio media vuelta y se alejó en dirección a dos chicas que, parecía, ansiaban más comer algo que aguantar la charla de él. Le recibieron con una forzada sonrisa y yo, seguramente solo yo, pude ver como se hacían señas por debajo de la mesa: o se reían de él o estaba liadas.

Necesitaba ese whisky con urgencia, y un cigarrillo, y saber la hora. Estaba sudando a mares, el agobio.

La rubia o el rubio, porque cada vez dudaba más, seguía sin apartar su vista de mí. Su rictus era burlón. Seguro que sabía que yo dudaba de si se trataba de un hombre o de una mujer y se divertía con eso. No me pareció en ningún momento que su interés en mí fuera sexual pero ¿qué otra cosa podría hacer que me traspasara con la vista de forma tan insistente? Por fin el camarero estaba a mi alcance. Le pedí el whisky, doble por si las moscas, y no me hizo caso. Le grité de nuevo y tampoco. No se dignó a mirarme. Me puse en pie y alcé el puño amenazándole. Se encendió un cigarrillo, como si nadie pudiera verle y se relajó, eso me encendió aún más. Iba a coger el vaso que tenía a mi alcance y lanzárselo a la cara cuando la rubia, que de repente estaba a mi lado, me dijo:

– Es inútil. No podrás cogerlo siquiera, no podrás hacer nada.

Su voz era imperfecta, no era una voz de mujer pero tampoco me pareció la de un hombre y sin embargo era muy agradable y atractiva. No obstante no pude ni sonreír, aquella intromisión y en ese momento… Definitivamente no era mi noche. Seguramente debería haber pedido el libro de reclamaciones o armar un buen escándalo pero eso sólo retrasaría el momento de aspirar esa deseada bocanada de humo y había muchos más bares en la zona. Me levanté del taburete donde había estado sentado tanto rato y me dirigí hacia la puerta sin echar siquiera una mirada a la rubia. Ella, lo notaba, me seguía, iba detrás de mí deslizándose, casi imitando mis movimientos. Ni me giré aunque estaba empezando a enfadarme mucho. Por fin la calle, la noche parecía saludarme con su frescura y con ese agradable olor a polución al que tan acostumbrados estamos.

Un grupo de gente estaba en la acera, miraban hacia la calzada donde un coche, parado, mantenía un faro encendido y el otro parecía roto. Un rastro de sangre marcaba el recorrido de la frenada mientras se mezclaba con manchas de aceite o de gasolina. Una moto, hecha un amasijo de hierros, estaba empotrada en uno de los laterales y una figura seguía en el suelo, esperando, supongo, que llegara la ambulancia y pudiera recogerle. No sentí pena alguna, tan solo una insana curiosidad y me acerque lo bastante como para ver el rostro del motorista. No sé por qué motivo lo primero que vi fue su reloj, marcaba las 10:45 y su rostro era desgraciadamente conocido: era el mío, era yo.

La rubia seguía mis espaldas, o el rubio, no sé, pero me pareció ver unas grandes alas blancas y una especie de fulgor dorado, como un halo, que le bordeaba. No dijo nada, solamente puso su mano en mi hombro. Comprendí y dije:

– Vamos.

FIN

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78. Retazos existenciales