85. Diario de guerra
“Mañana en la batalla piensa en mí, y caiga tu espada sin filo.
Mañana en la batalla piensa en mí, cuando fui mortal,
y caiga herrumbrosa tu lanza. Pese yo mañana sobre tu alma,
sea yo plomo en el interior de tu pecho y acaben tus días
en sangrienta batalla. Mañana en la batalla piensa en mí,
desespera y muere.” Javier Marías.
Las calles se insinúan, medio en ruinas, medio dibujadas. Las casas que aún permanecen en pie se mantienen a duras penas, gritando en silencio en un mar de escombros.
Llueve, la lluvia es tan intensa que sólo veo figuras difusas corriendo ante mí. Pequeños regueros rojizos discurren entre mis piernas. ¿Sangre o agua?; estoy completamente mojado pero desconozco la naturaleza del líquido que me empapa.
Ocho o nueve años de vida acaban de terminar, y su padre trata de recuperarlos estrechándolos contra su pecho. Para aliviar su pena, llora su pérdida, sumando sus lágrimas al llanto del cielo.
Oigo un disparo y enseguida, desgarra el aire el grito sordo de mujer herida. Mis ojos alcanzan a contemplar cómo su cuerpo se derrumba y escapa de sus brazos un bebé que llora desconsolado.
Empiezo a marearme.
Camino calle abajo, intentando borrar imágenes que se tatúan en la mente y en el alma, y oigo lamentos, y agonías, y más y más balas que se escapan de sus armas.
En esta ocasión, un hombre recibe tres disparos en el estómago. No grita, no pelea, sólo se mantiene en pie, con los ojos muy abiertos. ¿Qué puede pasar por la cabeza de un hombre en ese momento?
Las puertas están abiertas, no tienen dueño, todos los recintos son completamente anónimos. Entro en un almacén; buscando sólo el eco de la lluvia y un descanso para mis nervios. Pero cuán es mi sorpresa cuando descubro ante mí más formas inertes rodeadas de malditas manchas de sangre, ese líquido que empieza a apoderarse de toda mi visión. Escucho unos sollozos entrecortados, muy suaves y casi imperceptibles. Me acerco al lugar de donde provienen, una esquina llena de enormes cajas de cartón, pero no veo nada. El sonido debe esconderse dentro de las cajas. Las abro y en una de ellas aparecen dos niños de apenas siete años tremendamente asustados, pidiéndome que no les hiciera daño, y a pesar de mis gestos tranquilizadores, siguen temblando. Me siento, y suelto mi mochila en el suelo. Lo poco que llevo, unas galletas, una tableta de chocolate y algunas latas de atún; lo he puesto en sus pequeñas manos. Sus ojos vidriosos me dan las gracias, y eso me basta para olvidar por un momento todo lo horrible que me rodea.
Acabo de vomitar.
Sigo caminando, con esperanzas de encontrar el fin de tan tétrico escenario, de conseguir un poco de paz que libere mi corazón de una congoja permanente. Sin embargo, la hilera de muertos y heridos es constante en el camino: mujeres, niños, hombres, jóvenes…todos ellos sin diferenciar. Todos desparramados por el suelo.
Cuando no vemos la muerte de la mano humana, las cosas son mucho más fáciles; creemos en ella, sabemos que existe porque continuamente la mencionan en las noticias, pero nunca la hemos visto cara a cara. Yo, sin embargo, he visto todos los rostros de los que dispone, y puedo asegurar que los sentimientos del ciego y los del iluminado son infinitamente distintos. Sólo aquellos en mi situación podrán saber de lo que hablo.
Una fina línea se encarga de separar estados totalmente opuestos: el enamorado del furioso, el feliz del triste, el seguro del inseguro. ¿Cuándo estás en un lado y cuándo en otro?, ¿cómo podemos saber quién está cuerdo y quién está loco?
Me cuesta mantenerme despierto.
Un momento…, sólo unos minutos más, los necesarios para justificarme ante el mundo, aunque no tendría por qué hacerlo. Para la sociedad, siempre seré un “desequilibrado mental”, un reportero de guerra que quedó “tocado” por lo que vio. Quizás sea un cobarde que huye de los fantasmas que le persiguen. Acepto los reproches al respecto. Pero no me tachen de loco, tengo mis facultades mentales en perfecto estado; es más, me atrevo a decir que jamás he visto las cosas con tanta claridad como las veo ahora. Locos son aquellos que se evaden del horror del mundo y no hacen nada por mejorarlo. Locos aquellos que son capaces de vivir, y además dicen ser felices, sabiendo el dolor que es capaz de causar el hombre, un hombre que es, por naturaleza, … hombre. Únicamente quiero huir de la desolación que me abruma, quiero un mundo mejor, pues mire donde mire, siempre veo lo mismo: cuerpos que yacen inertes, arropados por charcos de sangre anónima.
Se apagan las formas, se oscurecen mis sentidos…