Fernando sonrió ligeramente. En ese instante acababa de apurar la taza de café con leche que le servía más para interrumpir momentáneamente su trabajo que para satisfacer su apetito. Miró su reloj, ya lo había mirado en no menos de tres ocasiones desde que iniciara su segundo desayuno, y vio que marcaba las once y treinta y dos minutos. Agarró una servilleta para limpiar sus labios y cuando acabó la introdujo en su bolsillo. Era una costumbre.
Sintió un leve dolor en el muslo derecho y se dirigió a su despacho.
Fernando Amores trabajaba en la administración de un colegio privado. Un colegio cuyo edificio constituía una de las piezas arquitectónicas de mayor nombradía de la ciudad aburrida e industrial en que se había levantado. No se entienda con esto que se tratara de una obra maestra del arte habitacional. En absoluto. De hecho, no pasaba de ser la obra de un arquitecto local al que se le tenía respeto dentro los límites que marcaba el plano municipal. Nada más. E incluso la finca resultaba fea y descuidada, y los materiales empleados hace doce años no hubieran sido los utilizados para erigir una construcción perdurable. Pero poseía, no obstante, una extraña configuración: todo en ella era exagonal.
Exagonal la planta y la estructura exterior; exagonales sus piezas, ya fueran aulas, salas de reuniones, oficinas, despachos de los profesores y aun los cuartos de baño y la cafetería; exagonales los elementos de su decoración y su mobiliario. La exagonalidad alimentaba o daba forma, pues, a los azulejos de las paredes, a las pizarras, a los portabombillas de los techos, a los módulos de parquet del suelo, a las mesas y también a las ventanas. Ni las servilletas que Fernando introducía maquinalmente en su bolsillo después del tentempié de media mañana escapaban a ese rigor. Sólo las puertas quedaban exentas de la curiosa disposición, y tal elemento excepcional lo único que producía era una intensificación de la opresión generada por la reiteración de celdillas exagonales, puesto que, como ya puede imaginarse, los exágonos se unían unos con otros al modo de los panales, ya fuera en los elementos de decoración interior, ya en el engarce de los diferentes subedificios que constituían el complejo, siete en total, y que vistos desde el cielo formaban un exágono de exágonos, con uno a modo de centro.
Sí, semejante monomanía exagonal no podía dejar de ejercer una cierta influencia en la villa, y el colegio La pedagogía había sido motejado como El polígono por sus ocurrentes convecinos.
Pero a Fernando Amores no le complacía tal nombre. Para él, que trabajaba en las entrañas de ese monstruo abominable de formas obsesivas, se trataba de El laberinto y también de El delirio, pues, a su juicio, un paseo por aquel dédalo produciría en toda persona sensible un cuadro febril que sólo podría verse vencido abandonando el recinto. La costumbre de trabajar allí ocho horas diarias sólo podía mitigar dicho sentimiento, nunca borrarlo. Ahora bien, Fernando se extrañaba, o mejor, se admiraba, de la inmunidad que contra esa especie de tiranía poligonal parecían haber desarrollado sus compañeros y los alumnos del centro. Y él entonces se sentía inferior, algo así como un lisiado moral, si es que tal figura resulta concebible. Y Fernando sufría en silencio, pues no quería compartir con nadie su desamparo.
Pero un día llegó su desquite, su modesto desquite, que adoptó la forma de una oferta de empleo que le hiciera un amigo que acababa de ampliar su negocio de ferretería. Podría pasar de administrativo en el colegio a administrativo en ese almacén. Cierto que ahora estaría más controlado, y que tal vez tuviera que prolongar su jornada cobrando el mismo salario que antes, o aun menos, puesto que perdería el plus de antigüedad. Pero trabajaría en un edificio normal, con planta rectangular, dispuesto todo en él según las formas al uso. Y Fernando ni siquiera se lo pensó: aceptó gratamente la propuesta. ¡Y qué delicia, verdaderamente, el nuevo rumbo vital que el trabajo le permitió! ¡Qué extraordinario sosiego!
Sin embargo, a los diez días de haberse incorporado a su nuevo puesto le sucedió algo extraño y que hubiera resultado casi encomiable en otras circunstancias: su caligrafía varió súbitamente. Los caracteres de su escritura adoptaban formas exagonales y las letras se disponían unas a continuación de las otras como si fueran una morada de abejas. Es cierto que los signos y las palabras resultaban reconocibles a poco que el lector se fijara, pero daban a cada hoja de papel la apariencia de estar compuesta en un alfabeto exótico y apenas descifrable. Desdichadamente, las prisas no pueden separarse del rendimiento en el trabajo en estos tiempos acelerados y los papeles escritos por Fernando se convertían en obstáculos a la productividad, en cuellos de botella, como decía el dueño del establecimiento, hombre versado en la terminología de las ciencias empresariales. Y el efecto era desolador porque, además, las tareas que desempeñaba Fernando no podían realizarse con ordenador ni con auxilio de medio mecánico alguno.
Y Fernando se sentía herido y aun resentido, pues entendía que los años pasados en La pedagogía le habían envenenado el alma y, con ella, la letra. Su letra, el instrumento en el que ahora se manifestaba una posesión que no era capaz de eludir. La posesión que de él había hecho el hábito de un edificio, de una arquitectura atroz. ¡Bien que se daba cuenta! Y a todo esto añádase la posibilidad de perder su ocupación de no producirse un cambio inminente que llevase a la normalidad su alterada caligrafía, circunstancia que ni por asomo se vislumbraba, pese a sus denodados esfuerzos en esa dirección.
Y prefirió abandonar a que lo despidieran. Y solicitó reintegrarse a La pedagogía, donde fue admitido y recibido como el hijo pródigo –manteniendo la antigüedad, por cierto–. Sólo que en lugar de sacrificar para él el ternero cebado, se fueron todos a cenar a un restaurante, donde se les sirvió bien aderezado y mejor presentado. Y, sonriendo lánguidamente, Fernando continuaría ignorando para siempre que, de haber perseverado tan sólo catorce horas más, su caligrafía hubiera vuelto a adoptar la apariencia de siempre, y que con ello hubiera abierto una brecha en los muros de El laberinto. ¡Ah, voluntad, que fuiste invocada una vez, pero te desecharon en la primer vicisitud del camino…!