El viento soplaba a bocanadas silbando en el tiro de la chimenea.
-La mayoría de las lápidas están cubiertas de florecillas salvajes -dijo D. Juan, el maestro de escuela- Muertos ignorados. Igualmente van a pudrir sus huesos, ¿O es que no tienen bastante con la losa que tienen encima? Las lápidas, las flores y la visita casi obligada al cementerio para fingir llorar a los difuntos y algunos muchos hagan su agosto a primero de noviembre, todo eso está muy bien, vamos mal, ya que en todo el año no vamos a pisar el cementerio ni por el forro.
-Usted, Matías, vive aquí muy tranquilo, -le dijo D. Agustín, el cura-
-Con su huerto de lechugas y tomates culeros -rió D. Wenceslao, el alcalde-
-Abonados con gran cantidad de fósforo -rió convulsivamente D. Juan-
-Pero yo respeto profundamente a los muertos-y Matías se frotó nerviosamente las manos- Y les temo también, porque he de convivir diariamente con todos ellos y a veces, aunque les parezca raro y hasta gracioso, no resulta nada fácil. Escuchen:
-Matías, por favor, ¿Nos podría prestar una candileja? -dijo Pedro, un pinche de albañil- Allí, abajo… no es que nos asuste pero compréndalo, con, eso, de cuerpo presente…
-Se lo merecían -continuó Matías- Eran cuatro albañiles y ya casi tenían terminadas las obras del panteón de la familia de, Los Torralba.
-¿Y a qué venía tanta urgencia para trabajar de noche en el cementerio? -se extrañó D. Wenceslao-
-La urgencia estaba más que justificada, -continuó Matías- La esposa del hijo menor de Los Torralba había fallecido repentinamente a las pocas horas de la ceremonia de su boda. Un caso extraño y a la vez misterioso. Malas lenguas aseguraban que fue en la noche de bodas.
-¡Morir piulando de amor!, -suspiró D. Juan- como los urogallos, ¡Qué muerte!
-Sí, menudo pájaro debería estar hecho el tal, Torralba, -dijo Luis-
-Otros aseguraban que la esposa había fallecido de congoja, -dijo Matías- Una boda por intereses de tierras, ¡las jodidas tierras siempre por medio! Los había que pensaban que una muerte así, tan súbita, no podía haberla producido nada bueno. Algo del demonio. Lo cierto era que allí estaba la difunta, en el sótano a medio terminar, en su lujoso ataúd sobre una improvisada mesa mortuoria y en medio, estos albañiles.
-Aquí os dejo las llaves del panteón, -les indicó Matías a los cuatro albañiles -Ahora voy a dar una vuelta por el cementerio para comprobar si todo sigue en calma y, duermen, todos.
A las once de la noche las obras del sótano estaban terminadas. El candil, colgado en la pared, proyectaba sombras duras sobre los rostros de los cuatro albañiles, una claridad cerúlea. Tomaron asiento en unos cajones de madera un poco apartados del ataúd.
-¡Pobre mujer!, -dijo Pedro-, en plena juventud y ahí la tenéis, ¡qué lástima! Era una de esas mozas que a su paso hacían volver la cabeza a todos, ¡Qué cuerpo!, ¡Qué!…
-¡…que te estás pasando, burro, que está muerta, animal!, -le cortó Tomás, pequeño, calvo.
-De todas formas es una pena que tenga que pudrirse un cuerpo tan hermoso, ¡pa cagarse!
-Yo he oído decir que algunas personas después de muertas, se cagan encima, -dijo Juan, el otro albañil.
-Lo que sí os puedo decir es que mi mujer estuvo en el velatorio dando el pésame al viudo, -dijo Luis- A mí no me gustan estas cosas. Además, que no me encontraba acompañándole en su sentimiento cuando él nunca me acompañó a mí en nada. Mi mujer, Patricia, sí, ella, sí. Pienso que esto de los velatorios es cosa de mujeres, saben llorar, dan vistosidad, se desahogan a gusto, ordenan la casa del viudo, ¡Anda todo tan revuelto ese día!… Da la última boqueada el amo y comienzan a desparecer cosas. El médico, el primero, por si las moscas. La estaba tratando de la orina y lo que tenía era un tumor en el cerebro. Total, se iba a mear de todas las formas. Luego está lo de la familia: mantillas, collares, sortijas, las escrituras y las dentaduras de oro, visto y no visto. La familia venida de fuera había que alojarla ¡cómo no, los señoritos de mierda, chupones! Y darles de comer, que para eso han venido. Oiga, las mejores gallinas del corral y los pollos más espumados, conejos, palomas, perdices… ¡María Santísima, se comen a María Santísima por los pies estos muertos de hambre de la ciudad! Y sin rechistar, que no se diga que en el entierro de, Los Torralba, se pasó hambre. Una fiesta. Un ojo de la cara, se comen un ojo de la cara, ¿sabéis? Y es que morirse vale un ojo de la cara. Lo que faltaba. Las comilonas de los entierros. Dicen que es una moda que ha venido de Paris, como los trajes. Un gasto excesivo para el señorito, Torralba, que, sin duda, sacará de nuestras costillas.
-¿ Y cómo estaba la muerta?, -dijo curioso Juan- ¡Vamos, habla, hombre!
-¡Pues, muerta, burro!, -dijo Tomás-, ¿cómo iba a estar, animal? Parecía que dormía, algunos decían que hasta… sonreía ¡Te digo las mujeres!…
-Oye, tú, ¿Crees que aún?…-insinuó tímidamente Antonio, un joven de pelo en cepillo-
-¡Hombre!… que no hace un año que está muerta, -dijo Juan levantando los brazos-, y como está ahí, dentro…
-Vamos al grano, -dijo resuelto e impaciente Pedro- ¡Si todos estamos pensando lo mismo: echarle un último vistazo! No creo que con esto hagamos daño a nadie.
-¿Os habéis vueltos locos?, -les gritó descompuesto Tomás- ¿Sabéis lo que sucedería si esto llegase a los oídos del señorito Torralba? ¡Nos cortaría los huevos de un tajo a todos!
-¡Vaya, ya salió el abuelito! Para que se entere de una puñetera vez por todas: sólo deseamos verla por última vez como la pudiese ver un familiar. Nada más que eso y después, quitón y punto en boca
-Pero, oye tú, ¿y las llaves?, -preguntó muy nervioso Pedro- No podemos forzar el ataúd, eso sí que nos delataría ¡Estoy viendo ya al señorito con su cuchillo jamonero!…
-¡Maldita sea, pues es verdad!, -y Antonio dejó caer los brazos en señal de impotencia- En fin, te vas a salir con la tuya, abuelote. Vámonos. Tú, toma el candil. Llevar cuidado al subir las escaleras, -y salieron todos al exterior-
-¿Dónde habrá dejado Matías las llaves del panteón?, -dijo Tomás mirando a su alrededor- Ya, están aquí en la cerradura de la puerta.
-¿Eh, vosotros?, ¿Has dicho llaves?, -repitió gritando Pedro- ¡Las llaves, compañeros! ¡Las llaves del panteón… y si tenemos las llaves del panteón es muy posible que en el mismo llavero estén también las del ataúd!, -y se puso a buscarlas muy nervioso entre las demás- Debe ser una de estas, ¡Vamos a probarlas!
Y bajaron todos precipitadamente al sótano arremolinándose junto al ataúd. La luz del candil proyectaba por encima de sus cabezas las siluetas como si de almas en pena se tratasen.
-¡Sí, por fín, por fin, aquí están!, -dijo entusiasmado Pedro- Vamos a abrir, -e introdujo la llave en la cerradura del ataúd girando dos vueltas completas- Eso es, ya está abierto, ahora hay que levantar la cubierta y…
Asustados, retrocedieron todos. Pedro les tranquilizó.
-Está bien, está bien, nos alejaremos un poco si eso tranquiliza vuestras conciencias, -y miró a su alrededor buscando algo- Necesito algo para… -y tomó un regle de madera-, así no tocaremos con nuestras, sucias, manos, -dijo con sorna observando de reojo a Tomás. Levantaron un poco la cubierta del ataúd, crujió la madera, chirriaron los goznes y apareció débilmente iluminado el cuerpo de la difunta.
-A pesar de los días que lleva aquí se conserva muy bien -dijo Pedro- ¡Mirad tiene… el ojo!…
-No lleva ni una sola joya. Los familiares se habrán encargado, piadosamente, de ellas, -dijo Pedro riendo-
La tapa del ataúd permanecía entreabierta gracias a la palanca del regle contra el fondo aterciopelado del ataúd.
-No veo nada, -dijo curioso D. Agustín- ¿no… no podrías…levantar un poquito más?
-¡Vaya con el cura!, -dijo Pedro- Está bien, lo intentaré, -y apartó el regle con tan mala fortuna que, al levantar del todo la tapadera del ataúd, está se salió inesperadamente de sus goznes y
resbalando de las manos de Pedro cayó al suelo con gran estrépito. Todos se miraron asustados. Nada. Matías y su mujer estarían dando cabezadas cerca del fuego de la chimenea. Se acercaron más y colocaron la tapadera en su lugar, encajándola de nuevo.
-¡Ya está bien! ¡No estoy dispuesto a seguir con esto más tiempo, -dijo muy enojado Tomás-
-Está bien, está bien abuelote, -dijo Pedro resignado- Dadme las llaves. Así, cerrada. Ya nos podemos marchar a la calle.
Y se dispusieron a salir al exterior.
-¿Dónde está el regle con la que hemos mantenido abierto el ataúd?, -gritó descompuesto Pedro llevándose las manos a la cabeza. Y acto seguido se pusieron todos a buscarlo. Removieron el sótano y no apareció-
-¡No es posible!, -dijo fuera de sí Tomás- ¡Estaría bueno que lo hubiésemos dejado dentro del ataúd!…
-¡Claro, ahí debe estar!, -dijo Pedro golpeándose la cabeza- Como no aparezca ahí dentro nos vamos a jugar el, carné de padre todos.
-A mí no meterme en vuestros líos, -le atajó Tomás-
-¡Tú, también, abuelito, aquí no se hubiese escapado nadie!, -le gritó Pedro-
-¿Os figuráis al viudo abriendo el ataúd, -por otro lado como es costumbre entre la familia, Torralba-, y encontrar a su mujer, la difunta, con la falda subida y un regle de albañil junto a sus muslos?, -dijo Tomás abriendo mucho los ojos- No le hubiese sido muy difícil llegar hasta nosotros. Ya veo mis cojones colgando del pendón de la casa. Y los vuestros haciéndome compañía.
-Voy a abrir de nuevo, -dijo resuelto Pedro tomando las llaves y arremolinándose todos junto al ataúd esta vez sin temor alguno- Eso es, con cuidado, así despacio, despacio, ¡con cuidado, coño! Así, así, ya¡… ¡Ah, socorro!, ¡Socorro!, ¡Dios mío!, ¡Piedad! ¡Piedad! !No… no puede ser!
¡Dios mío! ¡Perdón! ¡Perdón! ¡Matías! ¡Matías!
-¿Que había sucedido, Matías? -preguntaron todos con gran curiosidad-
-Me lo explicaron después: al levantar la cubierta del ataúd, súbitamente, como movida por un resorte, la difunta se incorporó con los brazos cruzados sobre el pecho. La candileja se apagó. El sótano estaba a oscuras. Los cuatro hombres corrían asustados de un lugar a otro sin encontrar la salida. Palpaban en la oscuridad dándose de bruces con el cuerpo del otro compañero, gritando creyéndose atrapado por el alma en pena de la difunta. O por la propia difunta. Terminaron abrazados en un rincón del sótano, temblando de terror. Y así me los encontré al llegar al sótano, alarmado por los gritos que llegaban hasta mi casa en el silenció de la noche quedando paralizado al contemplar con la luz de mi linterna aquel espectáculo. Me temblaban las piernas, tenía… tenía miedo, y eso que lo que a mí me imponga… Por eso os decía que había que había que ser respetuoso con los muertos.
-Sí. Dejémosles en paz. Y que ellos también nos dejen a nosotros, -dijo temeroso Antonio-
-¡Matías, Matías, ven corriendo!, -dijo la mujer de Matías, el sepulturero- Junto a la tapia del cementerio han encontrado una sepultura revuelta- Al parecer se trata de la difunta del señorito Torralba, esa que murió… bueno como murió, el ataúd estaba abierto y su cuerpo… bueno lo que queda de él, estaba… estaba enterrado boca abajo, las uñas… y arañada la tapadera ¡Pobrecilla!