102. Cuento
Continúo con el informe, previamente comentado, sobre la paciente Srta. S., tal como me comprometí con esa honorable Sociedad.
Dejando de lado el primer misterio relativo a este caso, y quizás el único realmente importante, quedó posteriormente claro el hecho de que S. apareció, sin saber cómo, en la maternidad del Hospital General de…, así como se esclareció también que fue la supervisora Sra.… quien tuvo la genial idea de, al advertir que “sobraba” un bebé, y llevada de una inusual piedad, presentarla como hija al matrimonio de los Sres.…, que acababa de perder al suyo en el parto.
En este mismo punto comenzó mi relación con el caso cuando, efectuando las primeras revisiones rutinarias, hube de abrir la más extraña historia clínica que jamás haya visto en ningún libro de medicina y que aún hoy sigue abierta, a pesar de los años transcurridos.
Por supuesto, al principio todo pareció un problema de malformaciones congénitas, no demasiado graves, como el tejido, similar al de un párpado, en el centro de la frente, y otros dos tumores en la espalda, unidos por tejido óseo a la columna vertebral.
Mediante cirugía, logré fácilmente extirpar estas concreciones, y así el bebé fue creciendo de manera completamente normal.
Cuando se intentó, por los padres, enseñar a andar a S., apareció el siguiente problema, que entonces yo no relacioné con la anterior operación, y que se manifestó en una enorme debilidad de las extremidades inferiores, especialmente las articulaciones de rodillas y tobillos.
Todo esto, unido a la aparición de alergias múltiples y migrañas intermitentes, en aquel tiempo me llevó a un interés sobre S., únicamente como paciente con una salud muy delicada, pero nada más.
Ya adulta, contándome síntomas de sus migrañas, así como lo que S. llama “sueños” sobre ingravidez, que confirmaban los relatos de los padres que, desde pequeña, hubieron de atarla a la cama por las noches, comencé a elaborar la teoría sobre este caso, que a continuación expongo para su posterior estudio más en profundidad.
Efectivamente, aunque ud. se rió mucho por teléfono cuando hablé de ello, mi hipótesis es que S. no es humana.
Hace ya algún tiempo que, llevado por el estudio de este caso, dejé de lado los libros de medicina, para hundirme en los de religión, filosofía, mitología y otros campos del saber que, imprudentemente, hemos aparcado en el sótano de nuestra llamada “sociedad en progreso”.
En estos libros hallé la confirmación de que S. era un ángel. Las malformaciones de las que ciegamente la operé recién nacida, eran en realidad el embrión del tercer ojo y de las dos alas que con el tiempo se le hubieran desarrollado, de no ser por mi estúpida manía de que todos mis pacientes fueran iguales o, como dice la gente muy equivocadamente, normales.
Al cortar las alas, provoqué yo mismo su problema de debilidad en las piernas pues, lógicamente, un ángel no necesita soportar continuamente su peso.
Igualmente es lógico que, siendo un ente destinado a otro mundo diferente al nuestro, presentara dificultades al encontrarse en contacto permanente con multitud de productos como polen, polvo, etc., que provocaban las alergias ya comentadas.
Sin embargo, la prueba definitiva, aparte de los ataques de ingravidez cuando, al encontrarse dormida, su subconsciente se liberaba, fue el repetido hecho de que sus crisis de migraña se produjesen siempre a continuación de un sentimiento de impotencia por no poder ayudar a alguien que en ese momento la necesitaba.
Es evidente que ésta última era la misión para la que había sido creada y depositada en la Tierra y que yo, estúpido, al arrancar el tercer ojo de su frente había abortado, provocando además una ceguera momentánea, al querer S. utilizar los otros dos para consolar a quien sufría ante ella.
La finalidad de este escrito realmente es, si la Sociedad Médica me da crédito, ayudar a evitar mi error en futuros casos similares que se puedan presentar.
Si no se me hace caso, he de confesar que ya no supondrá para mí un problema de conciencia pues afortunadamente, ya adulta, S. va recuperando sus poderes y, como he sido su médico desde que nació, soy uno de los agraciados con su amistad y sé que no permitirá que me pase nada malo.
Atentamente,
Dr. Felicísimo Portenerla
P. D. Por mi parte, procuraré, en lo que me quede de vida, que tampoco ella deje de ser feliz ni un instante. ¿No es la mejor misión posible?