Él entró, penetró en la oficina con las facciones encajadas y el rictus del cadáver que camina. Un metro noventa de músculo resentido cubierto con un trescuartos de cuero negro, tan negro como su ausente mirada. Un espécimen de aspecto oscuro y semblante temible al que sólo un loco preguntaría la hora. Y el de seguridad pregunta donde va, y el puño de acero se encaja en la tierna carne hasta el desvanecimiento, y el uniforme cae y se arruga en el suelo como muñeco de trapo. Y él, él continua caminando entre despachos y pasillos laberínticos, con el paso constante del minutero que anuncia muerte. Secretarias que miran, administrativos que levantan la vista, becarias que ceden el paso con gesto de susto. Y él pasa junto a ella, pero ella no lo nota, hechizada por la pantalla de ordenador no percibe que ha pasado la sentencia. Y él se dirige al despacho del fondo, abre la puerta ante el reproche de la vieja secretaria, camina hacia el sorprendido cincuentón de gafas, y una vez a su altura lo propulsa de una patada contra las cristaleras. El tipo cae al suelo y es izado, la ventana se abre y el hombre vuela.
Es todo. No ha habido preguntas, ni gritos, no habido tiempo. Cuando la secretaria entra en el despacho él sale del mismo, sus miradas se cruzan y por algún motivo la mujer se aparta sin poder pestañear. Él la sobrepasa y deja tras de si un despacho vacío donde remolinos de papeles advierten que alguien ha dejado la ventana abierta.
Su paso es el mismo, cuando vuelve a pasar junto a ella, ella le observa de lado y jura que aquellas duras facciones le suenan. Es un instante porque él desaparece sin mirarla. Una enorme sombra que se aleja sobre una tapicería repleta de polvo desandando el camino andado, pasando sobre el inconsciente uniforme y la preocupada bedel que le atiende, que abre una entrada y se pierde en un río de caras y prisas.
Nadie supo que había ocurrido. Nadie sabía quien era aquel tipo que tiró al jefe de proyectos por la ventana. Nadie sabía el por qué. Ella tampoco, pero ella no lo sintió. Aquel cabrón le hacía la vida imposible, la acosaba y amenazaba con relegarla de no ceder, ¡hijoputa baboso! Estaba bien muerto, quizá fuera pecado alegrarse pero aquel cabrón estaba mejor muerto, pensó.
Y ella sonrío. Compró un vestido verde y rosa y giró y giró en aquel probador hasta desgastarlo. Y cambió sus zapatos por otros de color rojo y taconeo y taconeo hasta quedar sorda. Y sonrío. Y observó el cielo y pensó que los dioses la bendecían con una lluvia de sonrisas. Y sonrío. Y fue un poco más feliz. Y los días juntaron meses.
Las largas caladas dejan escapar cortinas de humo que juegan a estrellarse contra el trescuartos de cuero que camina. Los ojos negros, como muertos, observan la nada de una calle vacía y fría en un atardecer cotidiano. El depredador de piedra camina, con aquel caminar constante, comienza la letanía de pisadas y zancadas secas que anuncian la cacería. Las manos en los bolsillos y los ojos clavados en la puerta roja del bar custodiada por un gorila que escucha las pisadas y le observa con la seguridad de que hay un error en todo esto. Él alcanza el portón y lo propulsa. El portero hace ademán de impedirlo pero se arrepiente, su obtusa pero primaria mente le advierte con el latigazo del instinto de conservación y todo queda en un leve gesto que no es nada.
El calor, el humo y las risotadas de los parroquianos sacuden la erguida figura que acaba de penetrar y que camina hacía el fondo sobrepasando mesas y seres. Es el experto camarero el que lo nota, percibe que algo anormal flota en el establecimiento, lo huele, y sus ojos se clavan en un trescuartos negro que sortea figuras y se dirige a la última de las mesas.
Él se detiene y algo plateado surge de su mano derecha para describir un vuelo anacrónico a la velocidad del sonido. El tipo barbado de rizado pelo negro que hay sentado se lleva las manos a la garganta extrañado, entre los dedos el color carmesí comienza a anunciarle una muerte líquida y sorda. El tipo intenta decir algo pero finalmente se desploma desangrado sobre la mesa que ocupa con otros tres amigos. Para entonces el trescuartos negro ha alcanzado la salida, y seguido por la pasmada mirada del camarero, abandona el local. El gorila observa cómo el error se aleja hasta que tres enloquecidos tipos surgen del interior gritando y comienzan a correr tras él. Mala idea le dicta su hipotálamo.
Él no corre, para qué. Sólo se gira y espera a que los tres tipos lleguen a su altura. El primero más por inercia que por convencimiento vuela sobre una figura que simplemente alargando la mano le propulsa sobre la carrocería de un coche en la que queda encajado e inconsciente. Sus restantes amigos se abalanzan al unísono sobre un trescuartos de cuero que proyecta un codazo bestial que destroza una mandíbula junto con un estado de ánimo, y un demoledor cabezazo que derrumba la excitada figura de algo que se creyó cazador y resultó cazado. Es todo.
Él se aleja por la calle entre un nutrido grupo de curiosos entre los que está ella, y ella le observa de reojo preguntándose si le conoce. Y no pasa nada, porque nada tiene que pasar, sólo la tarde que se hace más tarde y toma cuerpo de noche. Y ella continúa caminando hacia un bar de puerta roja protegida por un gorila.
Nadie supo que había ocurrido. Nadie entendía por qué aquel tipo había degollado a Julián. Nadie se lo explicaba. Ella tampoco, pero no lo sintió, Julián, su exnovio la maltrataba y no paraba de amenazarla con matarla sino volvía con él, está era la enésima vez que intentaba zanjarlo con él. Así que cuando vio lo que había pasado no lo sintió, aquel cabrón estaba mejor muerto. ¡Valiente hijoputa! Ya no podrás volver a tocarme, pensó.
Y ella sonrió. Cortó su pelo y sacudió y sacudió su cabeza hasta que el despeinado le dolió. Y sonrió. Tiñó lo que quedaba de su cabellera de negro azabache y se peinó y se peinó sin dejar de tararear una estúpida canción de amor. Y continúo sonriendo. Y pensó que el mundo era un lugar mejor donde los hombres hacían las paces con los dioses y entonaban cánticos de victoria. Y fue un poco más feliz. Y los días juntaron meses.
Él camina, camina, como siempre, camina. Desciende la calle con la celeridad acostumbrada y el rostro serio e ingrávido que no muestra nada. El leve pestañeo y una mueca extraña justo antes de dar otra calada translucen un brillo metálico en unas pupilas negras de depredador anunciando la cacería. Su paso no se altera y el gesto hermético de aquella mole corpórea permanece impasible ante la llegada del corredor.
El joven árabe corre con el bolso consciente de que está salvado habiendo doblado la esquina, aun así continúa acelerando y sólo un instante antes de que una enorme palma de mano le hunda el hueso de la nariz en el cerebro, se extraña del aspecto del tipo de trescuartos negro al que está a punto de superar. Eso es todo. La muerte es algo simple.
Nadie lo vio. Nadie entendió cómo pudo ocurrir. Nadie supo quién se había cargado al chico. La extrañeza fue generalizada. Sólo ella lo notó, mientras la ayudaban a incorporarse tras sufrir un tirón por parte del delincuente, lo notó. Observó cómo el trescuartos de cuero y aquellas facciones secas sorteaban a los presentes y pasaban junto a ella para perderse calle abajo. Lo vio. Lo reconoció. Esta vez le dio igual que aquel mierda estuviera muerto, no se alegró especialmente, o quizá sí, quizá algo mientras curaba sus ensangrentadas rodillas.
Y esta vez ella no sonrió, ni compró nada, no cantó ni taconeó, esta vez no tiñó nada. Sólo permaneció en silencio. Y pensó, pensó de qué conocía a aquel hombre de trescuartos de cuero negro que eliminaba a los que la hacían daño. Y pensó y pensó. Y los días juntaron meses.
Y una mañana los ojos de ella se abrieron de golpe con un brillo especial y allí estaba él. Y él dijo una frase en francés y sacó de su trescuartos un elegante frasco de perfume llamado “Ange gardien” y se lo ofreció.
Fundido en negro.
Y los presentes rompen en aplausos y alaban la presentación de la nueva fragancia, sólo hay alguna duda sobre la posible violencia del spot pero los creativos dicen que está todo medido en base a estudios previos, encuestas y testeos realizados a grupos de consumidores especialmente representativos, y que la futura campaña televisiva les dará la razón.
Total que doy el OK y oculto mi opinión por temor a que puedan notar que no soy un consumidor representativo, y rezo porque llegue el día en que publicidad y realidad sean la misma cosa y todos seamos consumidores representativos.