110.Y desde entonces, su odio duraría eternamente
De pequeñito, cuando los niños a quienes consideraba mis amigos se zarandeaban entre ellos y las niñas se susurraban secretos al oído, yo ya sabía lo que quería ser de mayor: un escritor fracasado.
Sentado en el poyo kilométrico que había a la entrada de mi colegio, me veía criticando a los grandes autores, que con su prosa conmoverían a los exquisitos lectores del futuro; dando voces en una sala de apuesta lúgubre y concurrida, pregonando la calidad de mis decepcionantes escritos entre jugadores de cartas y bebedores para olvidar empedernidos.
Un día, entre tanto pensamiento a boca abierta y babeante, al punto de llegar al éxtasis al ver mi futuro realizado, un camión de “La Zamorana” se salió de la calzada, empotrándome contra la verja del colegio otrora verde, tiñéndola de rojo.
Por aquel entonces, y cuando yo no me entusiasmaba en cuentos de lechera, frecuentaba la compañía de Feliciano, un niño superdotado que, al contrario de vuestro humilde narrador, contaba sus horas por desgracias y nunca veía el momento de sonreír, pues creía que su futuro no merecía tal recibimiento.
De familia acomodada en la Granada de aquellos tiempos, Feliciano obtuvo un ascenso meteórico en casi todos los ámbitos de su vida. Después de pasar por los mejores colegios y las atenciones de los más selectos profesores privados, logró un doctorado en Medicina con la mejor nota de su promoción, obteniendo un trabajo con un sueldo sustancioso en el Hospital Nuestra Señora de la Paz, en Madrid. Pero nada de esto conseguía alejar los funestos pensamientos de la cabeza del talentoso Feliciano, por lo que éste volvió a su tierra, desencantado de sus propias hazañas.
Aquel día Feliciano se pasó de largo en su ruta habitual, que llevaba realizando desde que volvió a Granada. Desde la mansión paterna, debía ir al Café del Norte, para allí encontrarse con Consuelo, con la que iría charlando distendidamente hasta llegar al hospital. Pero aquella mañana, furtivos pensamientos de felicidad le acosaban como punzadas en la cabeza fruto de una pasada noche de lectura, en la que pudo vérsele sonreír acompañado de un autor tan sencillo y tierno como era Herman Hesse, Y con ellos, perdió el rumbo de su trazado y se encontró frente a un café que jamás había visto antes. Poco amigo de las novedades, se dispuso a darse la vuelta y volver a su punto de destino cuando, por azar, una bicicleta despiadada le empujó al interior del porche que conducía al interior del local. Refunfuñando, se levantó del golpetazo y, por no volverse a mirar quién había sido el desgraciado atacante, entró a relajarse unos minutos. Quizá su alegría hubiera mermado considerablemente, pues era de ánimo irascible, pero el descanso le sentaría bien, sin duda.
El café era de esos en los que respiras un aroma de cerveza y azúcar, agradable y cálido, tan familiar para Feliciano que olvidó de inmediato su accidente y se dejó cautivar por el recogimiento que le ofrecía la pequeña estancia. Avanzando hacia la barra, contempló las paredes de madera con hiedras retorcidas en alambres, largos que colgaban de las luces y barricas, vacías en los suelos, el silencio. Como un gato dormido que maullara, ronroneo de dulzura entre sus sueños.
– Un café con leche, por favor.- y a su lado una figura le miró inquisitivamente. Llevaba una chaqueta blanca, sobria, elegante. Su falda, que apenas le llegaba hasta las rodillas, dejaba vislumbrar unas piernas hermosas, juveniles; las de la mujer que ahora le estaba mirando a los ojos.
– Disculpe usted. No pude evitar fijarme en ciertas partes de su cuerpo serrano; mas me disculpo y certifico que pese a algunos deslices propiciados por mi condición masculina, no acostumbro ni me place tomar a las mujeres en referencia ajena a su condición humana.
Pese a su cuidada dialéctica, Feliciano esperaba como fruto de su discurso una ruidosa bofetada; a lo mejor un simple gesto de rechazo; a lo peor un espectáculo que incluyese en el reparto a los propios camareros y clientes. Pero no fue así. La mujer sonrió y, levantando delicadamente su falda, mostró a su refinado orador una porción más grande y sustanciosa de sus jugosas jambas. Su sonrisa, cargada de malicia, desconcertaba a Feliciano. Pese a ello, Sabine guardaba tras su faz angélica perversa una cierta reserva, una curiosidad insaciable y juguetona que hacía que un clima de rocas desnudas, con su sentimiento a flor de piel, envolviese la atmósfera, que palidecía por momentos. La luz se fue gradualmente, hasta convertirse en un halo casi imperceptible. Tras un eterno minuto de silencio, una voz clara surgió de entre las sombras.
– Otro café con leche, por favor.
– Si me disculpa, señorita, seré yo quien le pague ese café.
– Enchanté. – Aquella voz francesa conmovió profundamente a Feliciano.
El delicado gesto de la joven le había dejado oír su voz por primera vez, de tan balsámica y melodiosa factura que fue la última ocasión en que Feliciano oyó los gritos roncos de su espíritu encerrado.
-Hace unos minutos me lamentaba por mi suerte. – Mi amigo sorbió con delicadeza el café y miró con sus grandes ojos de gato a Sabine, preguntándose de qué estaba hecha esa mujer que podía hacer latir su corazón de tal manera. Feliciano nunca había amado a nadie. Sus estudios, su mentalidad enfrascada en el pesimismo hora tras hora, día tras día, no le habían permitido dedicarse demasiado a las mujeres, y en las pocas ocasiones en que lo había hecho, pese a su éxito a la hora de flirtear con la chica a la que parecía ser capaz de amar, se cansaba tan rápidamente de ella que apenas habían disfrutado los amantes de un par de noches de grata compañía, dejaba a la mujer con una llamada telefónica de buena mañana, en la que ya mientras hablaba su pensamiento volvía frenéticamente a hundirse en un nihilismo exacerbado.
– Pero debo reconocer que me siento cautivado por sus maneras, y no hubiera deseado otra cosa que encontrarme en esta situación junto a su magnífica presencia.- Feliciano hizo una pausa para beber otro sorbo de su café mientras Sabine le escuchaba, divertida. – Debo advertirle que soy hombre difícil, de dudosa galantería y ánimo funesto.- titubeó.- Sí, eso soy. Normalmente.- y un coraje inusitado le subió de entre las piernas y le bajó del corazón. – Pero hoy no, señora mía.-
Apuró su café de un trago, y se acercó a la joven, que no paraba de mirarle con los párpados cada vez más cerrados, como llevados por un viento que Feliciano levantaba con cada una de sus palabras.
– Me llamo Sabine.- El hombre sonrió y después de presentarse comenzó a hablarle con toda franqueza, como si ambos se hubieran conocido hacía años. Le relataba las historias de sus tristes años en Madrid, que él recordaba como una ciudad sombría y muerta, carente de sentimiento, de alegría. Sus palabras eran como barcos a la deriva, buscando no encontrar nada sino su liberación definitiva.
En las horas que duró su amor, Feliciano pudo ser feliz por un instante.
Sabine le contaba a Feliciano, embelesado, cómo su fortuna desgraciada la había llevado hasta Granada, condenada desde pequeña por mover objetos con los ojos y darle vida a las piedras y a las canicas con sólo tocarlas. Sabine tenía un don, un poder maravilloso que, sin embargo, le costó el abandono de sus padres y la adopción de una familia a la que nunca quiso. La familia marchó a vivir a España después de que su padre adoptivo, un cargo del gobierno, fuera objeto de amenazas populares tras un oscuro escándalo financiero. Feliciano escuchó la divertida pero melancólica historia de cuando Sabine dio vida a las piedras del río en el que se bañaban las niñas del colegio de monjas al que acudía, saliendo del agua las piedras bailando, con el posterior caos de las monjas corriendo de acá para allá, y los niños gritando y huyendo despavoridos.
Era ya la una del mediodía, y el café se disponía a cerrar sus puertas. La pareja, a punto de llorar de la emoción, sostuvo un silencio en el que todo se entendía. Sus palabras, que se cruzaban entre miradas, les hablaban de un amor profundo y violento, el primer y el último desvelo. Se cogieron de las manos y Feliciano abrió su corazón.
-No aguanto más… Sería un error no confesarte que te amo.
Y en el momento en el que Sabine se acercó y besó sus labios, sucedió algo terrible. El beso fue eterno. Mi pobre amigo, que tenía sus manos en la espalda de la joven, notó como su tacto se tornaba intangible, y fue testigo de cómo Sabine, que le dedicó una última mirada de tristeza, se desvanecía entre sus brazos.
Y allí quedó el pobre Feliciano, vacío de amor, de verbos y recuerdos, musitando el nombre de Sabine contra el suelo. Arrodillado, sus lágrimas caían en la madera opaca, como un río de vida que escapaba hacia los mares…
Ahí fue cuando me atusé el bigote y arreglé el cuello de mi impecable camisa para disponerme a entrar en el café. Me sentí de nuevo realizado, verdugo de mi vida y de la suya; Feliciano siempre quiso tener este final. Abrí la puerta y vi al destino enfrente mío. El desdichado levantó lentamente su cabeza, ahogada entre las aguas tan brillantes que pendían de sus ojos.
Ante su atónita expresión, le dije sonriendo, poco a poco:
– No esperes más, amigo mío: ya estás muerto.
Y desde entonces su odio duraría eternamente.