1. Aroma a Boj

 

El bullicio y el alboroto eran el aire que se respiraba día a día, el olor a boj, a tierra seca, a arizónica, el tintineo de la fuente, el sonido del deslizar del agua por las acequias se entreveraban con las vivencias y el discurrir cotidiano.

Las mañanas estaban llenas de cariño, de olores, de actividad y de fantasía, se despuntaban metódicas y al tiempo todas diferentes. Al levantarnos, la luz nos despertaba de modo paulatino y sosegado. Después, del necesario aseo desayunábamos, llegaba un penetrante y entrañable olor a tostadas que abría el apetito, si bien es verdad que también teníamos que beber la leche, alimento que me repugnaba, y me sigue repugnando. No sabía cómo evitarla. En la esperanza que se cansaran de insistirme de la necesidad de ingerir dicho alimento, ponía todo tipo de inconvenientes. Se me ocurrió que prefería leche de cabra a la de vaca, que era la que habitualmente los demás tomaban. Así que, una de las personas que ayudaban en las tareas de la casa habría de ordeñar la cabra y hervir la leche todos los días. Ya no habría remedio, otra vez había fracasado en mi intento de evitarla, tenía que beberla. Para beberla gastaba largas horas.

Una vez alimentado el cuerpo le tocaba a la mente. Estudiábamos unas dos horas diarias, el tiempo necesario para hacer la digestión y por tanto, para poder bañarnos en la piscina. En los años sesenta, en España, la digestión era sagrada, ni un dedo podíamos mojarnos hasta que habían transcurrido dos horas. Confieso, que siempre me ha gustado estudiar, disfrutaba con todo, la geografía, las matemáticas, la gramática, la física, etc, todo me divertía, por lo que la espera no me resultaba pesada, pero…no, no lo olvidemos, después venía la piscina y eso era lo más. La piel arrugada de los dedos, el griterío, los juegos, las aguadillas se intercalaban con periodos de tiempo tumbada con los ojos cerrados y con la mirada directamente enfocada al sol. La imaginación se disparaba, con la luz que penetra a través de los párpados, figuras irregulares y cambiantes iban desfilando ante mis ojos y mi mente. Había una luz mediterránea, azul, caliente, impávida e intensa que inunda los sentidos y que invoca a la paz y a la serenidad.

A eso de las dos procedían a intentar sacarnos de la piscina con objeto de ir a comer, ardua labor ésta para quién lo intentaba, siempre había una estrenada excusa para volver a la piscina. La última, de verdad, la última, era la frase que más se oía. Esta última hacía referencia a la última vez que nos tirábamos de cabeza, a la última aguadilla, a la última vuelta alrededor de la piscina, a la última…..

La comida era todo un protocolo, en perfecto orden iban circulando las bandejas, el “a mí esto no me gusta” estaba absolutamente prohibido, era algo que no cruzaba nuestra mente ni por asomo, nos sentábamos en posiciones preestablecidas. Te enseñaban a servirte, a comer con cortesía y mostrarte correcta en la mesa. Eran unas comidas alegres y vitalidad, quizá sea el término que mejor define el universo y la atmósfera que allí respirábamos. Se charlaba de todo, con el hablar nervioso, entrecortado y vivificante que tenemos los latinos en nuestra aparentemente desordenada conversación. Somos capaces de oír y hablar en paralelo, capacidad ésta que puede ser interpretada como descortesía por aquellos que no la tienen, sin darse cuenta que no sólo oímos, sino que de verdad escuchamos. Y la luz, siempre la luz, que anegaba la estancia y entraba, tamizada por las cortinas, hasta las entrañas del habitáculo, creando un ambiente realmente mágico.

Llegaba la hora de la muy española siesta. Siesta que rechazas de pequeño cuando te obligan a echarla y que con los años, cuando no puedes llevarla a cabo, añoras. Eran horas de quietud y placidez, se oía el silencio, se masticaba la calma, se sentía la paz. La imaginación y la fantasía de nuevo se disparaban, era fácil crear. A veces, jugábamos en el mirador. En él había juguetes antiguos y muy particularmente recuerdo un teatrito de cartón en el que inventábamos toda suerte de representaciones e historias. Esta hora era para mí muy propicia para escurrirme, sin reparos, en el mundo de la cosmética. Me escondía en el cuarto de baño y cogía las pinturas de mi madre y frente a un espejo me pintarrajeaba la cara que era un gusto. Me encantaba pintarme los labios, se me antojaba bellísimo y cuanto más de rojo mejor. Obviamente, mi torpeza en el uso de estos “trastos de matar” hacía que destrozara los utensilios. Antes de terminar, cuando la tarde empezaba a abrirse paso, tenía que borrar mi travesura y me despintaba sin, naturalmente, eliminar todas las pistas de mi pequeño delito. Salía del baño y siempre era igual, ya, ya.. ya te has vuelto a pintar, a lo que yo respondía ¿yo?…, yo no, ¿qué va?, irremediablemente siempre me pillaban y me ganaba una piadosa regañina, pero había una pulsión irrefrenable que me inclinaba a hacer lo mismo. Justo es decir, en mi descargo, que iba cambiando las pinturas que usaba según diferentes propietarias, un día eran las de mi madre, otro las de mi prima, etc, pues, me parecía, que así se las estropeaba menos a cada una de ellas.

Otros veranos, estas horas las cubríamos con el arte de la pintura y de la música. Unos días de la semana peleábamos con los pinceles y el óleo y otros con la clave de sol y el compás de compasillo. Estas clases las recuerdo con nostalgia, ambas disciplinas me transportaban a un rico y apasionante mundo interior en el que soñaba despierta. Confieso, que mi capacidad para la música nunca ha sido notoria pero la métrica del solfeo se me revelaba muy ingeniosa.

No puedo olvidar, en el relato de estas horas de la tarde, a una mujer entrañable donde las haya habido, el ama. Fue una persona con una enorme capacidad de amar, de entregarse, de sentir, nos quería con locura, estaba hecha con el alma de nácar y el corazón de oro. En su casa correteábamos, en su casa, a la fresca, pasábamos muchas tardes en la que el tiempo quedaba como suspendido en la gloria.

Alrededor de las siete de la tarde nos “aviaban” y nos vestían con el traje de paseo, eso sí, para estar con las mismas personas con las que habíamos transcurrido el día. La algarabía renacía de nuevo con el juego del escondite o el de las prendas. Algunas veces íbamos al cine, era un cine de pueblo, el edificio era bonito, tenía incluso palcos, era un cine donde los asientos eran lo más parecido a un potro de tortura y la calidad de las películas dejaban mucho que desear. A la hora de la cena el socorrido y sano hervido valenciano nos solía caer. Cena que deglutíamos con celeridad para volver a salir disparados a jugar, como si ya no hubiéramos tenido bastante.

Recuerdo con especial cariño las tormentas de verano. Para mí esas tormentas son un espectáculo, grandioso y majestuoso. Es un bellísimo espectáculo de sonido y luz. Allí el cielo se pone plomizo en pocos minutos, la electricidad se palpa, está suspendida y gravita en el ambiente. Huele a tormenta. Comienza esa música entre tenebrosa, solemne y regia que producen los truenos, obviamente acompañados del relampagueo que a su vez nos garantiza una exhibición de color. El cielo se abre como si nunca fuera a dejar de llover, a modo de gota fría. Es un espectáculo que nos muestra en toda su plenitud nuestra pequeñez, nuestra indefensión, nuestra exigüidad.

Ocurría que indefectible y matemáticamente, cuando había una tormenta había un apagón. De noche y sin luz en la casa grande se encendían las velas. Velas de cera de abeja, que no de parafina, con su peculiar y profundo aroma. Los niños aprovechábamos el ilusorio anonimato para deslizarnos sobre el suelo encerado del vestíbulo. Generalmente, esto nos traía una bronquilla pero nos valía la pena.

Para apaciguar y entretener a las fieras era muy frecuente que durante el apagón, a veces muy largo, mi madre tocara el piano. Un piano que sonaba en la oscuridad, a la luz de las velas, en una casa con decoración de mediados del siglo XX producía un ambiente fascinante, sobrecogedor que embriaga, encoge y magnifica el ánimo al mismo tiempo. Recuerdo, en especial, un día en que esas circunstancias mi madre comenzó a tocar los últimos de Filipinas, aún en mi memoria vibra el piano con un sonido rotundo y melódico a la vez.

Y todo esto transcurría en los Parrales, en un lugar de casi la Mancha de cuyo nombre si quiero y deseo acordarme. En un lugar dónde lo mediterráneo y lo manchego se funde, donde la mañana nace con frescura en el olfato y calor en la piel. En un lugar dónde el olor a geranios, pinos y azucenas me trae a la memoria mi niñez.

Este relato es muy corto como para trasladar sobre el papel a todas las personas que han estado muy presentes en mi infancia y en mi vida y que aún hoy siguen estando presentes. Sin embargo, se hace imprescindible hablar del “alma mater” de esa finca, de los Parrales. Esa persona fue muy abuela. La llamábamos la abuelita. Era austera en su comportamiento y en su vida, con una mirada que reflejaba una enorme dignidad, una mujer culta, sobria, nada zalamera y sin embargo enormemente generosa, muy inteligente y aguda, en definitiva fue una persona de cuerpo entero, que merecería para sí sola un relato de estas características.

Aún hoy, el aroma a boj me evoca todas estas sensaciones, todas estas historias, todas estas vivencias. Aún hoy, el aroma de boj me transporta a un tiempo ya lejano, hermoso y bello.