2. Circunstancias
No se como pudo pasar, nunca fui violento; rudo y varonil, de acuerdo pero iracundo…, y sin embargo las circunstancias…, siempre las circunstancias. Me repugna la sangre, su olor, es viscosa y molesta a la vista y sin embargo me tuvo que suceder a mi haciéndome incluso perder mi asquerosa vida.
Sally no era mas que una putilla de tres al cuarto como correspondía a su trabajo de pajillera de tapia de cementerio que nunca consiguió en su corta vida quitarse esa obsesión enfermiza por pajear a la gente en lugar de abrirse de patas como dios manda a cualquier mujer que se precie de ser una puta decente. La conocía de hacía algún tiempo y alguna que otra macoca, casi por nada, me hizo, aunque no llegué a conseguir trajinármela como un hombre a una mujer que ya me hubiera gustado pues buen cuerpo si tenía. Me lo repetía mi madre a gritos desesperados mientras yo le daba la espalda agobiado de sus sermones, “acabarás mal, pedazo de hijo de perra, acabarás mal”. Y efectivamente así ha sido, tenía razón, he acabado rematadamente mal, pero nunca quise derramar sangre; me da nauseas.
Me crucé con Sally una noche y no la vi al pronto. Una desgraciada noche, aquella de la maldita tormenta de los demonios que desbordó el río y anego la parte baja de la ciudad dejando sin casa, si aquello que se llevó la riada podía dársele esa denominación, a la legión de los mas desgraciados que no tiene mas ocupación que reproducirse como ratas de cloaca. Sally con la pintura de los ojos corrida como si fuesen lagrimas de carbón derramadas por propia conmiseración y las greñas, que ella llamaba cabellos, color ceniza sucia decorándole la cara corría descalza protegiendo bajo una vieja pelerina agujereada una cajita de música a la que, después me confesó, tenía en alto aprecio. Verla con los harapos empapados y el barro poniéndole calcetines a las desnudas piernas me produjo lastima. En aquella calle precariamente iluminada por el farol de gas era un espectro surgido del infierno caminando a trompicones, resbalando con el barrizal de la calle y con la cabeza gacha para intentar guarecerse de la lluvia torrencial. Mi caballo si la vio y se detuvo para no arrollarla yendo ella a toparse contra su cruz. De la colisión se le resbaló la cajita de música que fue a naufragar en medio del charco del suelo no sin antes dar su último concierto, unas pocas notas de “El Lago de los Cisnes” para luego detenerse definitivamente. Sally se quedó como la mujer de Lot, salificada, (se rió mucho luego, en la casa con esta broma mía, que jugaba con su nombre) y rompió a llorar. Cayó de rodillas en medio del barro recogiendo con la ternura que una madre recoge a su hijo herido la cajita estropeada definitivamente por el agua espesa. Era la imagen de la menesterosidad y no se explicar que clase de debilidad hizo presa en mi pero eché pie a tierra y la socorrí. Luego, muchas veces en los últimos días me he recriminado por ser tan blando en aquella noche de perros, si no hubiese estado lloviendo como lo hacía…, pero las circunstancias, siempre las malditas circunstancias. La recogí, cajita de música incluida y la llevé a mi casa. Una vez se hubo bañado pude comprobar que no era tan vieja como yo suponía y que fue lo que me hizo auxiliarla en realidad, nunca la había visto con tanta luz. No era ninguna niña tampoco, pero conservaba aún parte de la lozanía de la juventud aunque algo ajada. Arropada con una frazada sobre su cuerpo desnudo tenía la vista fija en su cajita de música abriendo y cerrando la tapa que se sujetaba ya solo por una de las bisagras, abrigando el vano deseo de que en uno de los intentos volviesen a sonar los acordes de Tchaikovsky. Las maderitas de la taracea se habían hinchado y poco a poco la filigrana se deshacía soltando pedacitos de madera de colores desteñidos. Sally derramaba lagrimas mientras se afanaba en su inútil abrir y cerrar. Me irritaba con tanta lagrima por lo que ya no tenía solución y así se lo hice saber con un pescozón, aunque todo hay que decirlo, con algo de torpeza y brusquedad. Se me revolvió como una rata acorralada, de alguna forma lo que ya era. Comenzó a sangrar por la nariz y mientras se limpiaba con el dorso de la mano se serenó lo suficiente como para contarme lo de la cajita. La jodida cajita de música, otra circunstancia, fue la causante de todo y por esa razón me encuentro yo ahora como me encuentro. ¡Bah!, las asquerosas circunstancias.
La madre de Sally era cocinera en casa del Juez Clayton. La Sra Clayton el día de nochebuena del ochenta y seis le regaló la cajita y la pobre mujer llego a casa emocionada con su regalo. El padre de Sally, un borrachín sin oficio ni beneficio pegó duro a su mujer una vez más, por ninguna razón especial salvo la de siempre; que era su mujer y le asistía el derecho de maltratarla. En uno de los mamporros la pobre mujer se desnucó. Por mucho que Sally intentó reanimar a su madre a base de besos y lagrimas de pena, la vida no volvió a animar aquellos ojos desorbitados de dolor y muerte y Sally al cabo del rato, cuando su padre quiso pegarle a ella también, no supo mas que hacer que agarrar la cajita de música y salir corriendo perdiéndose en las sombras de la noche. Tenía once años y desde esa edad hasta los veintitantos que debía tener cuando cometí la torpeza de asistirla se había dedicado a lo único que podía dedicarse y en todo ese tiempo su caja de música le había acompañado, era razón que estuviese tan afectada y que defendiese los restos de su tesoro como una recién parida a su cría muerta, sin solución pero, ¡ay de quien intentase arrebatársela!.
Ese fue mi error intentar hacerla entrar en razón y quitarle el montón de astillas sin valor que protegía entre sus brazos. Una tempestad es algo lenitivo al lado de lo que ocurrió cuando sin pensarlo dos veces de un tirón le quite la caja y la arroje a la chimenea. Como una loba herida de muerte aullando y tirando por alto la manta que le cubría sus vergüenzas y la defendía del frío se abalanzó a las llamas para rescatar la caja rota. Pero por mas ligero que de un salto alcanzó la chimenea mas aún las llamas hicieron presa en las frágiles maderas consumiéndolas como si de papel se tratase. Después de quemarse las manos intentando rescatar su preciado tesoro sin conseguirlo se revolvió hacia mi con los ojos como carbones al rojo, ascuas enfurecidas deseando devorar todo lo que se pusiese a su alcance. Todos los músculos de su cuerpo tensos, dispuestos para la lucha, los rasgos de la cara endurecidos por la determinación inflexible de vengar tan gran afrenta. Con los dedos convertidos en tenazas de acero toledano me sorprendió hasta el punto de que hizo presa en mi cuello echando espumarajos por la boca y dando alaridos que habrían helado la sangre al mismo Atila. Sentía la creciente presión en mi cuello y tuve suerte de que sus pulgares no cayesen sobre mi nuez porque de haber sido así no habría durado mas que una sardina en un callejón de gatos famélicos. Mi cuello musculoso resistía pero su furia prestaba hercúleas fuerzas a sus manos y el aire poco a poco se resistía a entrar en mis pulmones. Le aticé buenos mamporros en todas las partes del cuerpo que pude, ciego de alarma ante la inmediata muerte que se me anunciaba, pero era como si diese los golpes a sacos de grano, ella era inmune a cualquier golpe que yo o el aunque fuese el gigante Gargantua pudiese darle. Reculé intentando zafarme de la presa sin éxito hasta que las fuerzas comenzaron a fallarme y las piernas se me doblaron cayendo hacia atrás sobre el fogón que se encontraba apagado en ese momento. Me lastimaba la barra del fogón donde se colgaban los trapos para que se secasen e intentaba levantarme para defenderme tanto del dolor en las espalda como de la garra de la lunática que quería estrangularme por quitarle su montón de astillas. Comencé a bracear intentando encontrar un punto de apoyo para levantarme y entonces fue cuando di con él.
Las jodidas circunstancias. A Sally no la echaría en falta nadie. ¿A quien podía importarle una pelandusca de tres al cuarto?. Las jodidas circunstancias. Pegando a mi casa vivía la comadre que asistía a los partos de la vecindad y en la vecindad vivía el alguacil de la ciudad. Y tenía que ser precisamente esa noche cuando tuviese que ponerse de parto la coneja de la mujer del alguacil. La medianería de las casas era como la de todas en aquel miserable barrio, de madera que permitían escuchar hasta los cuchicheos del vecino cuanto más los alaridos de una posesa a la que en medio de la furia mas desatada se la apuñala una y otra vez con una faca de veinte centímetros de hoja.
Intentando sujetarme con los brazos mi mano derecha tropezó con el cuchillo que, sucio aún, del hígado de cordero cortado el día anterior para hacerme de comer, se encontraba al lado del fogón. No me lo pensé dos veces. Lo así reuniendo todas las fuerzas que aún me podían quedar y comencé a asestar cuchilladas una detrás de otra por donde podía. A medida que las puñaladas se sumaban una a otra, las fuerzas de la tenaza que quería ahogarme iba cediendo al tiempo que la sangre de aquella desgraciada me rociaba cara y cuerpo salpicándolo todo alrededor. Yo seguía asestando golpes con el cuchillo y ella chillaba como un cerdo sacrificado desfalleciendo a medida que la sangre huía de su cuerpo hasta que exangüe, aflojó del todo la presa del cuello y cayendo sobre mi cuerpo fue resbalando, untándome aún mas si cabía el cuerpo con su sangre, hasta que dio con sus huesos en el suelo en medio de un piso sobre el que era peligroso incluso caminar porque chorreaba sangre resbaladiza y viscosa. Cuando reparé en lo que acababa de suceder no pude reprimir las arcadas y vomité encima del cadáver. En ese momento, mientras vomitaba sobre Sally, el alguacil irrumpía en la habitación derribando la puerta alertado por los gritos que había proferido la pobre puta.
Ni me había percatado de que conservaba en la mano el cuchillo teñido de sangre por completo, pero el cuadro debió ser espeluznante porque la cara de repugnancia y pavor que puso el buen hombre no tenían parangón con nada. Con oficio se repuso al instante y me conmino a soltar el arma. En ese momento me di cuenta de lo que había hecho. Intenté deshacerme en explicaciones tirando lejos, con asco, el cuchillo pero…
Las circunstancias, las jodidas circunstancias. Reo de mi crimen soy conducido ahora al cadalso. Quedó demostrado a base de pruebas circunstanciales que yo contraté a la puta y por no querer pagarla una vez que ella se desnudó, preferí matarla antes que pagarla. Según el tribunal solo era un degenerado que habría quedado impune de no haber tenido que ir en busca de la comadre el alguacil. Rápidamente se me asignaron las muertes de todas las putas desde hacía años. La horca. Si, me la merecía por imbecil. Por no saber como controlar esas circunstancias.