5.EL INGENIERO
Cuentan las malas lenguas que, allá por la década de los sesenta del siglo pasado, viajaba un ingeniero de montes, escoltado por dos guardas forestales, por las altas y agrestes cumbres de la Sierra de Segura y, al pasar por una pequeña aldea de cuyo nombre me jode acordarme, ordenó detener el todo terreno para examinar con más detenimiento un bulto sospechoso, semioculto tras unos matorrales, que el ávido y voraz ingeniero había divisado desde la lejanía.
Una vez parados, echó mano de sus prismáticos de última generación con un ademán de superioridad propio del cargo y, gracias a ellos, pudo cerciorarse de que el bulto no era otra cosa que un nativo del lugar, ya entrado en años en buen hombre, que se hallaba de cuclillas y con los pantalones a media pierna, al socaire fresco de una verde pinatada, disfrutando con satisfacción de uno de los mejores momentos del día, o eso creía él.
El ingeniero amaba mucho la naturaleza, de la que se tenía por legítimo hijo y, por este motivo, para él cagarse en el monte era tanto como cagarse en su madre; así que, en cuanto se aseguró de lo que estaba pasando, lógicamente y como era de esperar, se indignó hasta lo indescriptible.
-¡Denuncie a ese vecino! -ordenó el ingeniero, seguro de sí mismo y sin pensárselo dos veces, al mayor de los guardas que le acompañaba.
-Pero… ¿Por qué motivo? -preguntó el guarda procurando disimular que no salía de su asombro.
-¡Por defecar en el monte público! -aclaró el ingeniero- ¿Acaso es usted ciego?
No, el guarda no era ciego y también lo había visto todo. Corrían malos tiempos, de aquellos de garrotazo y tentetieso y, como quiera el guarda lo supiera bien, obedeció sin rechistar, bajó del coche con el lapicillo en ristre y se dirigió a la primera víctima del día; cuando estuvo a pocos metros de él, no sin cierto bochorno, le dijo con voz entrecortada:
-Hermano, que me ha ordenado el ingeniero que le denuncie a usted por lo que está haciendo.
El anciano, que al ver llegar al guarda había tratado de desviarse de su mirada con tres o cuatro torpes y trabados pasos, propios de la tesitura en que se encontraba y del pudor que le invadió de repente, no contestó nada, se conformó con devolverle una mirada de resignación.
Cuando el guarda concluyó la redacción del boletín, se acercó un poco más al anciano y, volviendo la cabeza hacia atrás, en parte por vergüenza y en parte para evitar los efluvios que el lector ya puede imaginarse, extendió el brazo y le alargó como pudo al pobre hombre una copia de la denuncia.
El anciano la recogió, le dio las gracias, se limpió el culo con ella y se la devolvió al guarda diciendo:
-Tome usted el acuse de recibo para el ingeniero, y le dice de mi parte que, si necesita motivos para denunciarme, mientras no haya cuarto de baño en mi casa, todas las mañanas le voy a dar uno y algunos días dos.
No quedó aquí la cosa; ya se había ido el ingeniero cuando llegó a la aldea otro vecino que había ido al médico.
-¿Qué te han dicho en la consulta? –preguntó el anciano.
-Que tengo una diarrea de mil demonios.
-¡Adios! –exclamó el recién denunciado llevándose las manos a la cabeza- Pues ya te has buscado la ruina.
Y, colorín colorado, este cuento que no es ningún cuento, aún no se ha acabado.