In Memoriam E. A. Poe.
-No debo dormir -se repetía-.
De que aquellos ojos profundos de mirada insostenible lo estaban esperando en el vacío de sus sueños, se encontraba convencido. Y esto le provocaba un sentimiento de terrible angustia.
Incluso a él que entendía la venganza como propia de los espíritus excelentes, la tortura a la que estaba siendo sometido se le antojaba como la más cruel y desmedida de cuantas puedan ser imaginadas.
Prefería contemplar la descarnada Luna, como ojo demoníaco entre la negrura envolvente del abismo enlutado, y su palidez inmaculada cuya blancura es más siniestra que las tinieblas de lo subterráneo; a abandonarse a merced del sueño.
Muchos y muy lánguidos fueron los gemidos de las entrañas del alma que esta inquietud le arrancó, llegando a ensordecer el susurro de la soledad, asfixiando los versos de la elegía que el silencio entona. Y muchas fueron las noches que pasó sin dormir intentando entregarse a repasar viejas páginas roídas sobre historias olvidadas.
Pero grande era la pena que cubría su pensar. Sentía como sobre su cráneo descansaba el peso de toda una existencia.
Si se le hubiese preguntado, con toda seguridad hubiese respondido que esa mirada no era humana. Que se trataba más bien de negras agujas que se enterraban en las más hondas profundidades de su voluntad. O quizá mas probablemente, de un espejo entre llamas que arrancaba las imágenes más mezquinas de su ser.
Con toda seguridad hubiese respondido que esa mirada era propia de una forma de vida mucho más antigua y poderosa. Que ya era remota cuando el mundo aun era joven.
-Ella estará allí. Aguarda su momento -se decía-.
Y tras perder la cuenta de sus días de vigilia, haciendo ya horas que se le hubo extraviado en los laberintos de su consciencia la razón, la cadena de alaridos que vociferó fue tan atroz que más no lo habría sido si el abismo se hubiese abierto para liberar la angustia de los condenados. El clamor de lamentos solo fue sofocado para proferir con aterrador tono “¡Vete, vete!” mientras, dando vueltas, sacudía manotazos a su alrededor de modo, en apariencia, arbitrario.
A causa de su doliente estado, en un dinamismo marcado con un amargor y una distorsión mayores aun que los que el mármol eternizase en Laocoonte, se le tornó la expresión.
No encontrando manera alguna de aplacar la inclemente ansiedad que le mortificaba, se puso a beber hasta que la embriaguez le hubo derribado al suelo. Finalmente, y poco antes de quedarse dormido, balbuceó para sí mismo: “¡Que no haya tiniebla!”.
Su mirada se ahogó, fue a morir a los párpados de la aurora de otro mundo. Sintió, con un sentir obscuro y abismático, como se hundía en esos ojos negros hasta la entraña que tanto temía. Nada, muerte y vacío, era todo lo que acababa por ser reflejo de aquellas negras pupilas. Se tornaba en abismo todo lo que aquellos ojos contemplaban.
Saboreó amargamente su alma en la boca. Solo caída hubo después, violenta y profunda, con un caer veloz y prolongado que parecía no tener final.
Fue encontrado al par de días completamente aplastado contra el suelo, en igual forma a la que se encuentra a los que caen desde inmensas alturas. Entre cuerpo putrefacto pleno de morbidez y desecho desgarrado que hubiese hecho las veces de canapé para una gran rapaz, era su cadáver. Su olor era el del vaho sangriento de mil fúnebres festines.
“De nier ce qui est, et d´expliquer ce qui n´est pas”
Jean-Jacques Rousseau (1712-1778)