33. El viejo cocinero
Ligeramente y con la punta de los dedos daba vueltas al mechero. Los otros cinco seguían ahumándose por su viejo conocido, el cigarrillo. Dedos largos, de uñas amarillentas por el incansable vicio. Cabello blanco como la cal, aplastado por el sombrero. Camisa del mismo color, planchada e inclinada por el peso de la cartera. Zapatos nuevos, de poco uso y ruidosa suela, los cuales no se cansaban por el incesante movimiento de la punta con el suelo y pese a que ya sus piernas no podían hacerlo caminar. Ese zapateo tan paralingüístico era hereditario, un, dos, un, dos, un, dos y seguía.
Mirada perdida. Memoria pluriempleada en la búsqueda de recuerdos. Añorados pensamientos, otros no tanto. Remembranzas de la niñez, que se posponen con la llegada de Michael.
– Luís, ¿cuándo vas a dejar de darle al ‘’chupete’’? – Le espetó con talante no molesto.
– Cuando quiera Dios. – Respondió el anciano que se molesta.
Michael era el enfermero del asilo que mejor y más apreciaba al viejo Luís. Los demás; médicos, enfermeras, celadores y limpiadores, así como vigilantes y psicólogos, pasaban de él casi al mismo tiempo que de los demás.
<< Para ellos sólo somos elementos de su trabajo, como para mí lo eran las ollas y los fogones, no personas >> – Solía enjuiciar.
– Además, ¿qué quieres que haga? ¿que cuente las moscas o las flores?
– Pues eso es más sano que contar cigarrillos, ¿no crees?
– Lo creo, pero no da la misma compañía. Llevo fumando desde los 13 años, ¿qué es lo que me impide hacerlo ahora? – Interpeló Luís – Y no me digas que mis años.
– No, tus años no, pero sí unos pulmones casi carbonizados y una circulación muy lenta que hasta te impide andar.
– Tú mismo lo has dicho, una circulación que no me deja andar, pero el cigarro si me dejaba hacerlo y vivir mejor.
– Lo de la circulación lenta no es más que la consecuencia del vicio, y…
– ¡Bueno!, ya está bien, sabes que no me gusta hablar de eso y que sepas que sólo te lo permito a ti. Vale ya. – Exigió el ultra-defensor del tabaco con acidez.
El enfermero ya sabía que los adeptos a lo que algunos llaman, ‘’cultura del fumador’’, son obstinados y firmes en sus razones de favorecer al tabaco y al fumador y el viejo Luís podría ser el capitán de ese supuesto grupo.
– Bueno amigo, dirás que hoy vengo en plan borde y aunque sé lo mucho que te gusta estar aquí, ¿tengo que recordarte qué día es hoy? o ya lo sabes.
– Es martes, lo sé perfectamente. El momento en que no recuerde qué día es aún no ha llegado.
– Muy bien, entonces sabrás que los martes te toca rehabilitación, ¿verdad?
El abuelo si que se sintió ahora muy fastidiado. Odiaba que le manejaran las piernas en la rehabilitación, no ya por el dolor que sentía, sino por el sufrimiento de ver el movimiento de las mismas sin él moverlas a su voluntad.
– Otra vez con la de los ‘’dientes de queso’’. – Murmuró con desdén.
– Sí, con esa misma. Otra que al igual que tú no es capaz de dejar el ‘’fumeque’’ y que constantemente lloriquea por tener unos dentadura tan amarillenta. – Le dejó caer de nuevo Michael el tema del hábito.
– Puede ser, pero yo jamás he perdido la blancura de los dientes por los ‘’pitos’’.
– Claro, porque tú tienes dentadura postiza inmaculada. Así que no presumas Luís.
– Muchacho, eres el hijo de puta más grande que he conocido. – Insultó mientras apuraba hasta el final el pitillo y quitaba los frenos de la silla, aunque era un insulto que demostraba la confianza entre los dos, ya que el sanitario le sonrió.
Salieron del relajado jardín y a Luís le parecía siempre la vuelta a la realidad del asilo en el que llevaba 5 años. Se veían compañeros octogenarios de la sala y de las reuniones en el jardincito. Abuelas ataviadas con batas rosas y mucho declive. Nonagenarios con sueros y bolsas de orina de por vida, paseando su ancianidad por los pasillos de lo que más parecía un hospital que un hogar de la tercera edad. Pero también los había como él, conocido aquí y allí como el viejo cocinero, que jamás salía de su habitación sin su ropa de calle; sin su sombrero, sin su cartera ya en desuso y sin el orgullo de un inolvidable y a veces glorioso pasado.
Michael no paraba de conversar con él; cumplía saludos con los demás y empujaba la silla al mismo tiempo y tras un corto ‘’viajecito’’ de puertas a los dos lados, llegaron a la sala de rehabilitación.
– Hola Maite, aquí te lo traigo. – El anciano sólo mostró un gesto de indiferencia, sin pronunciar nada y con cara de poco amigo.
– ¿Cómo está Luís? – Se interesó la mujer mostrando sus ya famosos ‘’dientes de queso’’ que no eran más que una dentición poco cuidada.
– A ver cómo nos portamos hoy. Prometo darle un trato especial. – Volvió a hablarle
– Srta. Yo no quiero tratos especiales. – Negó con firmeza y claridad – Lo que sí quiero es que no me haga daño.
Su súplica conmovió un poco a la doctora, que cambió de tema justo cuando Michael se marchó.
– Hoy tendremos compañía. Va a venir a verle el Doctor Suárez.
– ¿Ese es nuevo?
– Así es. – Respondió Maite y al ir a hablarle un poco del nuevo facultativo, éste entró en la sala.
La entrada del Dr. Suárez le sugirió a Luís la entrada de un general que acaba de conquistar un territorio; tan seguro, tan convincente con su duro timbre de voz y sus gafas de inspector de policía.
– Buenos días, ¿cómo se llama Ud? – Se dirigió al viejo sin concederle una mirada, la cual permanecía inmersa en un bloc de notas y en lo que anotaba con una estilográfica.
– Luís Barrientos Moreno, para servirle Doctor. – Afirmó casi con estilo militar. El médico continuaba apuntando y él lo miraba desde su silla con expectación.
– Muy bien Luís, cuénteme algo de su vida. ¿A qué se dedicó? – Aquello si que le gustaba. Que le preguntasen por su oficio traía pasajes casi olvidados en la vida del asilo.
– Fui jefe de cocina del Hotel Ritz casi 40 años. – Enorme la solemnidad.
– Vaya, buen sitio y hace años era lo mejor de Madrid. Tendrá Ud muchas anécdotas y habrá conocido a más de un famoso, ¿verdad? – El médico todavía no había levantado la vista del cuaderno y el viejo cocinero se contentó ya que aún no lo habían tumbado en la camilla para los ejercicios.
– Pues mire, a la realeza de medio mundo, a los toreros y los artistas más grandes…Si supiera lo que le gustaban mis perdices en escabeche a Dominguín y el presidente americano que vino a España en el 59, se chupó los dedos con mis estofados. – Al Dr. Suárez no le sorprendió que el anciano no pronunciara el nombre de ese presidente y aparte de eso, vio en él a uno de los últimos vestigios de la España del pasado, llena de tradiciones arraigadas y suma decencia dictada.
Luís prolongó los presumidos recuerdos hasta el final de la sesión, sin apenas sentir molestias por la gimnasia que esta vez le realizó << este doctor tan educado >>. Con admiración estrechó su mano al despedirse y ni tan siquiera miró a ver quién le empujaba la silla hasta el comedor, cosa que siempre hacía cuando no era Michael.
– Entonces hoy lo has pasado bien con el nuevo, ¿no? Ves como no son tan malos los médicos de aquí.
– Oye muchacho, que yo nunca he dicho que sean malos, sólo que la mayoría son muy fríos. – Era la particular defensa ante el reproche de su amigo enfermero, que le ayudaba a acostarse ya en la noche.
– Bueno Luís, voy a recoger un poco la habitación del pobre Pedro y vengo a charlar un rato contigo.
– Pobre hombre, esta mañana estaba tan bien y se ha quedado frito como un pajarito. Creo que era mucho más joven que yo.
– 69 años tenía, casi 20 más joven que tú. – Apuntó Michael con exactitud.
La muerte del otro anciano lógicamente le hacía cavilar y temer que a sus 87 años él también podía ‘’irse’’ en cualquier momento. La lámpara del techo era ahora su compañía y el deseo de parar el reloj su impotente meta…<< qué pronto estoy llegando al final del camino. Qué rápido pasan 87 años. >> Se lamentaba para sí. Y que pronto había vuelto a aparecer su joven amigo Michael, que traía una gran sonrisa y una sorpresa.
– Mira Luís, mira lo que guardaba el difunto Pedro en su armario. Yo no sé quién le traía esto. Me siento como un buitre, pero quería que lo vieras. Esto revive a un muerto.
El viejo diseccionó al enfermero con la mirada ante tan descomunal patinazo y no quiso perdonarlo cuando vio la sorpresa.
– ¿Una revista de mujeres desnudas? – Preguntó algo escandalizado, pero justo cuando iba a reprender su ‘’falta de respeto’’, algo lo detuvo. Era la portada de la revista. ‘’Mayra nos enseña sus encantos’’, anunciaba ante la imagen de una bellísima chica semidesnuda. Pasó las páginas hasta encontrar las del reportaje fotográfico. Realmente revivirían a un muerto. La chica era impresionante en todas las partes de su cuerpo. Pero para un hombre de una época tan distinta, con firmes y pertinaces convicciones morales y encima saber que no se llamaba Mayra la señorita de las fotos, sino María de los Ángeles y que era su nieta, aquello fue como el peor de los males. Era la misma que vino a verlo hace 2 años y que le contó sus planes de futuro como prometedora modelo.
– ¿Te pasa algo amigo mío? – Se extrañó Michael cuando vio que los ojos del ochentón no eran de deseo hacia la chica, sino que era una mirada angustiada, una nueva mirada en el viejo Luís, ni cuando sufría tanto en la rehabilitación había puesto esa cara de fin del mundo.
Cerró la revista y se la dio al enfermero. Sin decir nada más se recostó hacia un lado y apagó la luz, diciéndole con ello a Michael que se fuese y este lo entendió afinadamente.
Otra vez sólo, hoy no había durado mucho la tertulia nocturna con su amigo. Un sinfín de imágenes en su cabeza y 3 que no se borraban. Su nieta haciendo la primera comunión, su nieta bautizándose, su nieta desnuda en una revista y no siempre en este orden. Hacía muchos años que su mente no trabajaba tanto, el martirio era muy doloroso, trayendo consigo mucha perturbación.
Había leído revistas que hablaban de cómo cocinar insectos; escorpiones, moscas y grillos alcoholados para evitar posibles venenos; hasta hoy no había visto nada peor en estos tiempos modernos. Su nieta enseñando la entrepierna a toda España era lo último.
Pero los 87 años, la vejez y la esperanza de vivir unos años más; la víspera del fin de la vida, el avistamiento del ‘’final del trayecto’’, le recobraron la paz, y la imagen de aquel cuerpo femenino tan hermoso, que era de su misma sangre, le derrotó. ¿Qué habría pensado o sentido de no haber sido su nieta? Quizá goce interior y he ahí el triunfo conseguido y la inclinación ante tal prodigio de la belleza humana, venciendo los prejuicios y ataduras recatadas y púdicas. << Qué nieta más hermosa tengo >> Y esa frase llena de orgullo lo durmió de forma plácida, deseando ahora sí, que las horas pasaran veloces, para poder contemplarla de nuevo y sentirse satisfecho de ser su abuelo.