Francisco Santamaría salió de casa con una mueca puesta. Era una mueca que sólo él conocía. Era la mueca de un hombre que encerraba más de un secreto.
Había planeado con cuidado y desde hacía varios días, una ruta, un camino, que precisamente hoy se disponía a seguir.
Todo por una pistola. Una pistola alemana, del calibre nueve; y que tenía en el tambor cuatro balas. El sabía que cuando la obtuvo ya tenía los números de serie borrados, pero no sabía hasta qué punto podría convencer a alguien de ello.
Inició su ruta. El primer tramo lo llevó hasta la puerta, enrejada y abierta del Parque de San Juan. Tras un espacio asfaltado, a la entrada del parque, tomó el camino previsto; el camino que recorre el sur del parque, y sigue cuando el parque ya no es parque para poder acompañar el discurrir del río Silo.
Francisco siempre había confundido las causas y sus efectos; así que pensaba que la pistola era la fuente de sus males, especialmente con Sara. Sara le había estado incordiando desde que descubrió la pistola. Le había dicho varias veces que se deshiciera de ella, y andaba especialmente mosqueada por lo de los números de serie borrados. Ella decía que eso sólo podía significar una cosa: impunidad, y no creía que ésa fuera la mejor compañía de un arma.
Mientras pasaba frente a uno de los merenderos cerrados del parque, recordaba cómo Sara le había gritado ayer.
—¡Eres un maldito inútil! ¿Qué es lo que has estado haciendo toda la tarde, si puede saberse?
—Nada, que…
—¡Nada que nada! Y esa maldita pistola. ¿Se puede saber que hacía entre tus camisetas?
—No te preocupes por eso…
—¡Me voy a la calle!
Pasado el merendero, el parque se convertía en algo más salvaje. A los elaborados parterres municipales les sucedía una zona más descuidada, que ya predecía el final del parque. A Francisco le gustaba más esa parte.
Cada vez pasaba menos gente. Detrás no parecía venir nadie, mientras que delante, hasta donde Francisco alcanzaba a ver, sólo se adivinaba la figura de un hombre.
Cuando se cruzaron, ese hombre se detuvo frente a Francisco
—¡Eh! ¡Párate! Que te pares, te digo. Así esta mejor.
—¿Qué quieres? -Francisco le miró de reojo.
—Primero, que no tengas tanta prisa, capullito. Y ahora… ¿qué llevas encima? Vamos; alégrame el día.
Francisco llevaba la mano derecha en su gabardina y no había dejado de acariciar la pistola desde que se cruzó con aquel tipo.
—¿De verdad quieres saberlo, hijo de perra? Antes de terminar la frase movió con fuerza la mano hacia aquel hombre, empuñando la pistola sin sacarla del bolsillo. Francisco se había crecido. La mano en la empuñadura le había bastado para sentir poder, sin ni siquiera haber acercado un dedo al gatillo. El tipo que le había asaltado pareció dudar; miró hacia lo que le pareció una pistola dentro de la gabardina de Francisco y después directamente a sus ojos. Algo no le cuadraba.
—¡Vale! Tranquilo, tío… levantó un poco los brazos y se fue.
Durante un buen trecho, Francisco se sintió bien. Pensó en cómo había ahuyentado a su asaltante; en lo fácil que le hubiera resultado acabar con su vida. Incluso se atrevió a fantasear con la pistola en la mano, esta vez por fuera de la gabardina.
Cuando se dio cuenta de que el camino ya no era el del parque, sino su continuación, próxima al río, dejó de fantasear.
Había llegado al lugar que había querido y temido a la vez. Para alguien que no fuera Francisco, éste hubiera sido el lugar para apreciar cómo los árboles, que flanqueaban al Silo, parecían inclinarse a su paso. Pero él miraba en dirección opuesta, a su derecha.
Por entre los setos y los árboles volvió a verlos. Vio a Sara y al tipo al que gustaba llamar “gusano relamido”.
Distinguió el coche rojo del “gusano”, justo detrás de ellos dos. Parecían un cartel de propaganda del coche —pensó: parejita feliz después de un buen revolcón, se solazan delante de su gran coche rojo sin el que el revolcón no hubiera sido posible.
Sus pensamientos impulsaron su mano derecha hacia la pistola. Se mantuvo en el camino, pero flexionó las piernas ligeramente. Encontró el agujero perfecto por entre los setos. Apuntó hacia el “gusano relamido” que estaba sentado de espaldas a Francisco; los dos lo estaban. Apuntaba a su cabeza…
Movió la mano hacia su derecha. Pasó a apuntar a Sara. Mantuvo la pistola durante casi un minuto apuntando a la cabeza de Sara…
Bajó la pistola, y la guardó de nuevo.
Caminó otros cien metros para salir de allí, siguiendo la dirección del río. Encontró un tronco talado que pensó que le valdría para sentarse. Se sentó.
Volvió a echar mano de la pistola. Esta vez la dirigió a su propia cabeza. Apretó el cañón sobre su sien derecha…
Aunque fue la vez en que el dedo índice llegó a presionar más el gatillo, no fue lo suficiente para disparar.
Se levantó. Anduvo un trecho más del camino, hasta donde éste hacía una pequeña curva, que lo aproximaba más al río. Echó el brazo derecho hacia atrás y arrojó la pistola al río.
Trató de ver cómo la pistola se hundía, y durante unos instantes le fue posible seguirla; después, simplemente la imaginó golpeando el fondo; convirtiéndose en un cuerpo extraño del lecho del río. Quién sabe- pensó- si no iría a parar al lado de otra pistola, también con los números de serie borrados…
Continuó el camino a partir de ahí, pero siguió la dirección contraria a su casa. La que trataría de llevar siempre.