A esa hora, el parque ya había expulsado a los poetas, y estaba a punto de abrir sus puertas a los fantasmas. Saturado de penumbra, había caído en un coma profundo y silencioso.
Las escasas farolas vomitaban su luz amarillenta y diluían su infinita tristeza en una niebla que apenas conseguía dibujar con titubeos los borrosos contornos de los setos y los macizos de crisantemos.
La ciudad se había envuelto en un velo impenetrable atiborrado de grises difuminados y había declarado la guerra al color y a la nitidez.
La existencia misma se hallaba en entredicho en medio de tanta soledad, y se debatía en dudas convulsivas ante la avalancha de oscuridad, rasgada aquí y allá por siluetas inciertas.
EL PARQUE Y ÉL
Podrían haberse citado en cualquiera de los mil setecientos ochenta y siete bares de la ciudad, al abrigo de intemperies y humedades, pero no, su estúpido romanticismo literario, (cosas de internet), les había hecho convencerse de que el lugar ideal para echarse el primer vistazo directo era un parque otoñal, hasta los sobacos de niebla y a la orilla de un río lo suficientemente caudaloso como para hacer un Plan Hidrológico Nacional, PHN para los amigos.
Se acercó al quiosco, más que cerrado, encarcelado, y se arrimó a una farola cercana para reclinar sobre ella su inexplicable cansancio.
Se puede decir, (al menos él se lo decía a si mismo), que toda su vida había estado esperando el momento de tener que esperarle a “ella”, y durante un día interminable había soportado sobre si la penosa carga de querer llegar al final y de que el final no se diera ninguna prisa por llegar a él.
Algo invisible amenazaba con estrangularle el estómago mientras una congoja creciente le secaba la lengua. Intentó escupir una especie de líquido petrificado que quedó pegado a unos labios que ya ni sentía. Volvió a intentarlo. Ella estaba a punto de llegar.
EL PARQUE Y ELLA
Rompió en sollozos. Era su mejor capital estético y estaban contemplando el escaso mundo de aquel parque a través de una catarata de lágrimas. Ojos que llevaban esperando tanto tiempo como sólo una muchacha enamorada es capaz de esperar.
Llevaba allí desde las cuatro de aquella cochambrosa tarde. Esperó la hora. Llegó la hora. Pasó la hora.
La absoluta convicción de que él nunca acudiría fue penetrándole con lentitud alevosa y cruel. Y lo que un momento antes era un manojo de nervios elevados al séptimo cielo de la esperanza, un momento después fue otro manojo de nervios caído en el octavo infierno de la desesperación. Llevaba tanto tiempo que se había aprendido cada árbol, cada rama, cada hoja, conocía una a una las piedrecillas de aquella senda, había bebido sorbo a sorbo cada gota de aquel atardecer y, al final, se había hundió como un Titanic en lo más hondo de la noche.
EL PARQUE Y ELLOS
Salvo las agujas perezosas del reloj digital Lotus-p 102 RRTS, todo estaba parado. Tan parado que en su cabeza empezaban a revolotear sospechas inaceptables que el tiempo ya transcurrido le había obligado a aceptar.
Empezó a mirar el reloj con cierta desesperación según iba pasando la mágica hora del cada vez más presunto encuentro. Para más INRI se había dejado el móvil en algún lugar de su casa de cuyo nombre no conseguía acordarse.
Las consultas al reloj ya pasaban de cien. También pasaban de cien las veces que creyó adivinarla entre la niebla y las veces que creyó oír sus pisadas presuntamente menudas mascando la gravilla de los poco creíbles caminos “naturales” del parque.
Aunque sus pies aún le sostenían, se dirigió a un banco cochambroso dispuesto a replantearse su existencia desde cero patatero.
Entonces fue cuando oyó un algo quejicoso que surgía de algún lugar no lejano…”¿será ella…?”
Cruzó un puente que imitaba un puente, sobre un arroyuelo que imitaba un arroyuelo, (cosas de los parques), y dio por fin con un abatido ser humano que entregado a una amargura convulsiva, lloraba, (más bien diluviaba), hasta extremos difícilmente imaginables.
“Hola…” dijo con extrema suavidad.
ELLOS Y EL PARQUE
El llanto era tan denso y el hola tan raquítico que la muchacha no reaccionó. Más fuerte…”¡HOLA…!”
La muchacha pegó una sacudida y a través de una cortina de lágrimas percibió un bulto humano…”¡¡¡YONDIIIIIIIII…!!!” …gritó, y se le tiró al cuello salvajemente.
Él intentó deshacerse del bestial abrazo constrictor y dijo con suavidad: “ NO soy Yondi.” Con la misma celeridad ella se apartó, le miró y recayó más abatida aún sobre el banco de sus pesares, reanudando su Via Crucis particular pasado por agua.
“Perdona…te oí llorar…”
Ella redobló el llanto.
Él creyó oportuno seguir con las explicaciones: “Estaba ahí arriba esperando a mi novia y oí que alguien lloraba…”
Ella cuadruplicó el llanto: ”…aaafffggs… yo…jo… tambie…ehen…estt…estt…tabaha…esh… esh …perandoho… aggh mi…igggghh…novioooooooooggg…”
Él se sintió tan cercano a su angustia que la mezcló con su propia decepción. Por un par de minutos dejó que aquel manantial regara todo lo que se le ponía por delante.
“No puedo dejarla aquí, pobrecilla…”, pensó.
“Anda, vamos…” …la cogió con delicadeza, “…te invito a lo que quieras.”
Cesaron lentamente los sollozos. Ella le miró. Luego miró al suelo. Le volvió a mirar y por fin le remiró. Tomándose su tiempo, abrumada por el peso infame de una promesa hecha añicos a las primeras de cambio, despegó por fin del histórico banco.
ELLOS
A pesar de haber remitido el llanto y los pucheros, ella estaba hecha un asco. La tristeza había hecho mella en un rostro en el que era imposible adivinar una sonrisa.
Fue entonces cuando el bolso que lastraba sus andares, se desplomó desde su hombro. En un alarde de reflejos ambos se agacharon a cogerlo y se dieron un soberano coscorrón. Y lo que en él fue una tímida carcajada, en ella fue un encontronazo entre la risa y el último sollozo, lo que acabó traduciéndose en una explosión de mocos. Buscó precipitadamente en el bolso un clinex que empapó en pocos segundos. “Perdona.” “¿Perdonarte? ¿Por qué? “ “…sniff…por los mocos.”
El se creyó una vez más en el deber de decir algo: “Tienes unos ojos muy bonitos…cuando no lloras.”
“Es más guapo que el imbécil de mi novio”, pensó ella.
Pasaron junto al quiosco, bajo la farola y a través de la niebla para darse de narices con una calle superpoblada de histéricos sobre ruedas que estaban a punto de montar un bonito atasco. Torearon a un suicida sobre el paso de cebra y lograron entrar indemnes en el bar “EL PARQUE TAPAS Y BOCADILLOS”.
Entraron.
ELLOS Y ELLOS
Desde la chirriante puerta hicieron un recorrido periscópico para buscar una mesa de discreta ubicación, que duró lo que tardaron sus miradas en descubrir a una pareja que desde una mesa suficientemente discreta y cercana les contemplaba con una extraña mezcla de ira, asombro, incredulidad, celos y sed de rapidísimas respuestas a urgentísimas preguntas.
Allí estaba su él. Allí estaba su ella