46. Amistad

Sentado en un banco de la estación, frente a la vía del tren, se resguardaba del viento con las solapas del abrigo subido. Hacía frío y viejos trozos de diario volaban a su alrededor, como si practicaran una extraña danza olvidada por el tiempo. El pelo, ya canoso y todavía abundante a sus 53 años, insistía en volar hacia un lado a causa del viento, y él lo devolvía a su sitio con un gesto de su mano; resignadamente.
En sus manos, temblorosas a causa de los nervios, sujetaba un bello ramo con media docena de rosas rojas, húmedas aun por la vaporización de agua a las que las había sometido la florista al comprarlas.
Estaba nervioso y comprendía que no tenía motivo para estarlo, pues lo sabía prácticamente todo de la mujer que esperaba a pesar de no haberla visto nunca; pero no podía evitarlo. Miró el enorme reloj de la estación que anunciaba las entradas y salidas de los trenes, y vio como cambiaba el minutero; la espera se hacía eterna. Y todavía quedaban 5 minutos para el horario previsto. Es curioso lo rápido que puede pasar una vida, casi sin darte cuenta de todas las cosas que han ido quedando atrás, y lo despacio que transcurren 5 minutos cuando estás pendiente de ellos.
Por un momento, sentado en el banco de la estación, y temblando imperceptiblemente en una mezcla de frío y nerviosismo, quedó con la vista fija en los raíles machacados una y otra vez por las ruedas de los vagones que habían sido testigo de tantos encuentros y separaciones en esa misma estación. Ni siquiera veía pasar a las demás personas ante él. Era como si con esa mirada perdida pudiera atravesar el mundo físico y ver en esas mismas vías un tren imaginario cargado de recuerdos, con sus recuerdos, y con destino a la estación del pasado, ganando velocidad lentamente hasta solo poder verlo en el ojo de la mente…

A lo largo de la vida se cometen muchos errores y puede que el no haber conocido antes a Patricia sea mi error más grave. A veces lo pienso y no sé que hubiera pasado entre nosotros si hubiera accedido a un encuentro en vez de darle continuas negativas durante tantos años.
Cuando entré a Internet por primera vez era todo como un juego para mí, donde amparado en el anonimato podías conocer personas de distintos sitios y hablar con ellas de lo que quisieras, pero a medida que frecuentas los mismos sitios y ves a las mismas personas, se va estableciendo una relación curiosa. Nunca he sabido donde está la línea que separa la amistad del amor, aunque quizá sea la misma cosa. ¿Qué es la amistad, sino un gran amor por otra persona? Y eso fue lo que ocurrió entre nosotros, surgió una gran amistad. Dice Harold Bloom que la amistad hay que cuidarla porque es vulnerable y puede menguar o desaparecer, vencida por el espacio, el tiempo, la falta de comprensión y todas las aflicciones de la vida familiar y pasional. Y eso es lo que traté de hacer, cuidar nuestra amistad.
Poco a poco fui compartiendo con ella secretos e inquietudes, confesiones, alegrías y tristezas, y se creó entre nosotros la confianza necesaria para una buena amistad. Fueron muchos años en contacto, cuatro si no recuerdo mal, cientos de conversaciones de todo tipo y aunque suene raro, nunca hablamos de reunirnos para vernos en persona a pesar de que sí habíamos hablado por teléfono varias veces… una de las manías que tienen las mujeres es la de escuchar la voz de los hombres que conocen por Internet, nunca he entendido por qué.
El caso es que lo sabía prácticamente todo sobre ella. Me contaba cosas sobre su trabajo, sobre los hombres a los que iba conociendo y con los que mantenía alguna relación, lo que sentía y como se sentía con ellos, sus problemas familiares y cualquier cosa que le provocara alguna inquietud. Por supuesto yo hacía lo mismo con ella. Era nuestra forma de desahogarnos, de aclarar las dudas y compartir, incluso, cosas que no sabían ni nuestros mejores amigos personales.
Al final pasó lo que tenía que pasar; descuidamos nuestra amistad. Eso pasó después de que ella conociera a Alberto…

Volvió en si como quien sueña que esta cayendo por un precipicio y se despierta bruscamente sobresaltado; había perdido la noción del tiempo. Seguía en la estación y el tren todavía no había llegado.
Se levantó del banco y con un brazo cubrió el ramo de rosas para protegerlo de una ráfaga de viento que acababa de levantarse. Miró el reloj; aun quedaban 2 minutos. Necesitaba algo para calmarse. Pensó que si fumara le hubiera apetecido un cigarrillo, pero no lo hacía, así que decidió que lo mejor era tomarse una pastilla de Trankimazin, que siempre llevaba consigo. Para hacer un poco de tiempo se encaminó hacia el quiosco que se encontraba varios metros a su izquierda y compró un paquete de chicles, que se guardo en el bolsillo casi sin mirarlos. Un hombre que estaba comprando un diario le miró como si fuera un drogadicto. Qué imagen más rara debía estar ofreciendo al comportarse de esa forma, pensó. Volvió rápidamente al banco en que estaba, se sentó y se sumergió de nuevo en sus pensamientos.

Que poco nos acordamos de los amigos cuando las cosas van bien (es cierto, y salvo honrosas excepciones siempre sucede así) Eso fue a partir de que conociera a Alberto, que más tarde se convertiría en su marido.
Cuando empezó a hablarme de él estaba muy ilusionada y no dejaba de contarme lo mucho que le gustaba su forma de ser: su simpatía, su inteligencia, su amor por los animales, las largas conversaciones que mantenían sobre cualquier tema… creo que no había nada que no le gustara de Alberto. Cada vez pasaba más tiempo junto a él (cosa lógica por otra parte) y al mismo tiempo que aumentaba su felicidad, disminuían proporcionalmente sus mensajes y llamadas, hasta llegar a un punto en que perdimos el contacto por completo. Hubo un breve paréntesis, cuando me invitó a su boda, pero pensé que sería mejor no ir y decliné la invitación.
Cuando volvió a llamarme hace seis meses, después de 5 años de haber perdido el contacto, y me preguntó si la recordaba, al principio dije que no, y dejándola hablar hice como que buscaba entre los recodos de mi mente el origen de aquella voz… pero por supuesto que la recordaba, aunque esa tontería llamada orgullo no me dejaba reconocerlo. ¿Se puede olvidar a tu mejor amigo por muchos años que haga que no lo ves? ¿Se puede olvidar el primer amor? ¿Aquella vecina con quien compartías juegos y meriendas en tu infancia o tu mejor verano? Simplemente no.
Me resumió sus últimos años en unos minutos; su preocupación inicial al serle diagnosticado a Alberto un cáncer de pulmón en estado avanzado, las largas sesiones de quimioterapia y radioterapia a las que le sometieron, que envenenaban y quemaban su maltrecho organismo sin compasión (con poco éxito), haciéndole vomitar hasta sentirse exhausto y vacío, la paulatina perdida de cabello que acompaña este proceso, la gradual perdida de peso (15 kilos) que le había convertido en un muñeco de trapo y la gran angustia con que la familia soportaba esa impotente situación.
Cuando tuvieron que operarle para extraer medio pulmón y tres costillas a las que se había extendido el tumor, ya sabían que tenían poco a ganar, y que de esa forma solo conseguirían arrancarle unos meses a la tan temida muerte. El dolor que sentía Patricia entonces era mayor que el de Alberto, porque era un dolor que nacía del corazón…

Salió de su ensimismamiento al escuchar los altavoces de la estación anunciando la entrada del tren que estaba esperando. Un fino temblor le estaba afectando la mano (debían ser los nervios), dejó el ramo a un lado del banco y con la otra mano, apoyando el pulgar en la palma y el resto de dedos en el dorso, se dio un ligero masaje mientras veía como se acercaba el esperado vehículo.
Se puso en pie en el preciso momento que la máquina detenía su marcha y miró, al tiempo nervioso e impaciente, el vaivén de los pasajeros. A poca distancia de él vio bajar una mujer muy parecida a la que buscaba, pero ésta tenía el pelo corto en vez de largo como la recordaba de la última foto que le había enviado. A pesar de ese pequeño detalle tenia que ser ella. Sin duda lo era.
Ella también lo vio y su boca dibujó una sonrisa. Una sonrisa de felicidad, una sonrisa de alivio, una sonrisa de comprensión… Sin pensarlo dos veces se dirigió con paso firme hacia donde él se encontraba.
Él se había adelantado un par de pasos y al verla acercarse pudo distinguir sus ojos brillantes (suponía que los suyos debían estar igual) y en un momento de claridad mental entre tanta emoción que le nublaba, suspiró y pensó: “Bueno, por fin ha llegado el momento”. Se quedaron frente a frente, mirándose, reconociéndose, y tras unos breves segundos se fundieron en un prolongado abrazo. No hacían falta palabras, estaba todo dicho.
A poca distancia de donde se encontraban, encima del banco, yacía olvidado un ramo de rosas mecido al compás del viento. Entre sus verdes ramas asomaba una única tarjeta blanca en la que se podía ver escrita una palabra: “Amistad”