Tengo una resaca como un piano. Un piano de cola. El malestar de mi amigo Mario debe ser todavía peor, no porque haya ingerido más litros de alcohol que yo, sino porque su mujer es mucho menos transigente que la mía. Y eso que la mía se pone como una fiera cada vez que me olvido un pelo en el lavabo o mi bocadillo de sardinillas deja restos de escabeche en su sofá. El día menos pensado, la policía científica tendrá serias dificultades en rescatar mis propios restos del canapé.
No se crea que anoche Mario y yo teníamos un evento que celebrar a solas por todo lo alto después de no habernos visto desde el instituto, ni mucho menos. Tenemos el placer de disfrutar el uno del otro muy a menudo, concretamente cada sábado, de cada semana, de cada año y de cada uno de los dos siglos que llevamos coexistiendo. Miguel Delibes a mi lado es un iniciado, y Lola Herrera una actriz de reparto.
La periódica congregación se celebra sin falta alguna en casa de una u otra de nuestras respectivas costillas. La cena siempre es algo sencillo, ya sabe; croquetas, tortilla, presuntos calamares a la romana, montaditos de irreconocible caviar, y de postre una imitación de algún helado veraniego que se adquiere en cualquier autoservicio descuento a buen precio. Si se riega el manjar con unas cuantas cervezas y el partido que retransmite la televisión pública, nada que objetar. Personalmente me encargo del tema de las cervezas, que nunca falten y que siempre estén bien frías. El poder ver tranquilamente el partido es mucho más complicado, por no decir imposible. La culpa la suele tener, pongamos por ejemplo, un profundo debate acerca de la condición sexual de un personaje público que no es precisamente un premio Nobel, o también sirve la última cana al aire de algún torero. Tan apasionadamente ven el programa las féminas, que ni tan siquiera permiten cambiar de canal durante la información comercial, aunque yo a eso no le llamo pasión, sino mala leche. Entre la brutal programación, la dureza de los calamares que parecen preservativos rebozados, y que sé que la tinta que sueltan las huevas perdurará tres días impregnada en mis dedos, toda la cerveza es poca.
Lo obligada cita con el Trivial llega al cabo de tres horas de cotilleo televisivo, cuando a la palestra sale un desconocido para hacer caja rajando de las hipotéticas operaciones de estéticas de una vieja gloria olvidada por todos. Recuerdo un día que retransmitían un Madrid Barça a vida o muerte, sin dudarlo un segundo cogí el móvil y marqué el número que sale en pantalla invitando a los aludidos a participar en el festival, incomprensiblemente no entré en antena, mis razones no eran las apropiadas me contestó muy educadamente una señorita. El marido de ésta sí que es un tipo con suerte.
No sé si por falta de interés o por ebriedad, la base circular representativa del equipo que formamos Mario y yo tarda horrores en conseguir rellenarse de quesitos (Tal vez se deba también a que nuestro grado de inteligencia pasaría desapercibido en el lejano paleolítico). La estrategia que seguimos siempre es la misma; intentar caer en la casilla que permite repetir tirada, o en su defecto en la naranja que es la deportes. Si a una mala formación le añadimos un toque de mala suerte, muchas son las posibilidades de que el resultado sea nefasto. Y eso es precisamente lo que nos suele suceder, esperamos impacientemente una pregunta acerca de un ciclista histórico o el pichichi de alguna temporada de la década de los cincuenta, y siempre tiene que caer una de toros. ¡Hay que joderse!, toros. De tauromaquia Mario sabe que el Gran Sangre de Toro se cultiva en el Penedés, y por mi parte no sólo tengo conocimiento del nombre y apellido de la viuda de Paquirri, sino también del de la ex mujer de su actual pareja, e incluso sin esforzarme mucho puedo recordar el de las parejas que han pasado por los brazos de cada uno de sus hijos, eso sí, no me pregunte la plaza en la que falleció el matador.
La paliza final es celebrada por nuestras contrincantes como si le hubiesen ganado la partida al mismísimo Bill Gates.
La idea de tomarnos un sábado de descanso nos llevaba rondando a Mario y a mí por la cabeza desde hacía un par de años. Necesitábamos una noche de marcha como las de antes que refrigerara nuestro tullido esqueleto. Todo estaba planeado.
En el momento en que el manjar cotidiano estuvo servido sobre la mesa de la sala de Mario y la imagen del partido desapareció de la pantalla de su televisor, éste simuló un repentino ataque de apendicitis, evidentemente me ofrecí de inmediato voluntario para llevarlo a urgencias. Calculábamos que teníamos tranquilamente unas doce horas por delante antes de que nuestras esposas se empezasen a preocupar por no haber regresado del hospital, al menos que la mujer de mi amigo recordase la cicatriz que éste tiene en el lado derecho de su vientre, que no es fruto precisamente de una cornada. ¡Y comenzó la fiesta!
Las primeras dos horas las pasamos engullendo toda clase de deliciosas tapas delante de la pantalla más grande que encontramos en la ciudad para disfrutar de noventa minutos de fútbol, tan ávidos estábamos por el espectáculo, que lo mismo nos hubiera dado que fueran dos equipos italianos los que se enfrentaban. La cerveza tampoco faltó al festín. Un alemán sentado en una terraza de la Costa del Sol necesitaría de otros dos compatriotas para superarnos en litros de cebada. Tras la cena un buen carajillo, y para la discoteca.
Sentíamos el mismo gusanillo en el estómago que con quince años de camino a la fiesta. Esas mismas ansias de entonces por llegar al lugar de destino, acelerando el paso como si así acortásemos el espacio sin darnos cuenta de que lo que realmente hacíamos no era otra cosa que ganar un poco de tiempo, a un tiempo que no sabíamos todavía a cuán velocidad había pasado.
Al entrar al local, el portero, un gorila vestido con traje negro y camisa blanca, nos abre la puerta deseándonos buenas noches. Sorprendido, le pregunto a Mario:
– ¿No era ese Suso?
– Sí.
Suso ya era el portero de la disco cuando el acné decoraba mis adorables mofletes y mis hormonas vendían su primavera por un mísero pico con sabor a chicle de fresa. Mi descomunal sorpresa era debida no sólo por encontrarme a Suso en el mismo sitio después de tantos años, sino también por topármelo sin su habitual chándal y sin su gorra de béisbol enfundada con su correspondiente bate apoyado a la pared, y por encima saludándonos amablemente en lugar de preguntarnos si no nos sobraba algún diente para intimidarnos de entrada. ¿Y el pinganillo en la oreja? Increíble. La tecnología más punta dominada por Suso antaño era el tubo de escape de su Derbi Variant. Conociendo como conozco a la bestia, por algo conservo una funda dental desde la tarde de un domingo de segundo de BUP, tal cambio sólo pudo haber sido posible pasando años en Palacio.
Un cubata, eso era lo que necesitaba para reponerme de tantas emociones. A pesar de la renovada decoración, mi memoria recordaba el emplazamiento exacto de la barra que me había aguantado sin pedirme nada a cambio durante tantas horas a lo largo de mi juventud. Físicamente la camarera no tenía nada que ver con Lola, pero al contrario que ésta última, su sentido del humor dejaba mucho que desear. Su más que reducida minifalda y la minúscula prenda que le cubría el pecho llamaron enseguida la atención de Mario, quien no pudo resistirse:
– Menuda jaca. ¡Si te pillo meando te hago un crío!
Cuando terminamos de reírnos del ingenioso comentario, la chica nos estaba mirando con cara de pocos amigos, y nos pregunta:
– ¿Vais a tomar algo o sólo vinisteis a recitar poesía?
– Dos cubalibres preciosa, y bien cargados que estamos secos.- Le respondo.
– ¿De qué? – Poco agradable ella.
– De ginebra, vaya pregunta estúpida.
– ¿Qué ginebra? – Insistía.
– Pues Larios, qué ginebra va a ser.
– No tenemos Larios. Tenemos……………………
Después de recitar un sin fin de marcas impronunciables, le pedí que nos sirviera la primera que nos había ofrecido, así evitaría quedar en evidencia, los idiomas nunca se me dieron bien. De la poca amabilidad con la que nos atendió la chica deduje que el piropo de Mario no le había sentado nada bien, curioso, a la Lola le encantaban ese tipo de halagos, de hecho nos tiene invitado a alguna que otra consumición por el detalle.
Llevábamos media hora y tres copas cada uno de música infernal. Los zumbidos resonaban a cada golpe más fuertes en mi cabeza. Mario parecía tener una verdadera infección en su apéndice por la cara que ponía. Desde mi posición no podía verle la cara al pincha, pero desde luego que no era el Manolín de antes, además en la puerta de la cabina se podía leer el nombre del encargado de poner esa bazofia de música, DJ. Con ese apelativo no había duda de que era extranjero.
Al personal parecía gustarle el sonido, la gente se movía gesticulando a derecha e izquierda con los ojos abiertos como platos. Personalmente necesitaba otro tipo de marcha, y no estaba dispuesto a esperar un minuto más. Dejé a Mario en la barra, seguía esforzándose en encontrar algo que decir que llegase al corazón de la camarera, tarea en la que hasta ese momento había fracasado en múltiples ocasiones. Llegué junto a la cabina de DJ, y comprobé que con esa figura atlética y el pelo empapado en brillantina no se parecía en nada a Manolín. Le grité:
– ¡Oye!, ¿tienes algo de Los Chichos?
– ¿De quién?- Extrañado.
– De los chicos, aquellos que cantaban: “Ni más ni menos, ni más ni menos”.
– No, nada.
– Vaya.- Decepcionado.- ¿Y de Los Chunguitos?, los de “Dame veneno que quiero morir, dame veneno”.- Se me van los pies nada más de pensar en ellos.
– Tampoco, pero puedes ir a la gasolinera que hay aquí cerca, seguro que conservan algún casete del género.
Perfecto, encima cachondeo. Mi intención de no quedarme ni un minuto más en el local se acentúo al encontrarme a Mario en el sitio donde lo había dejado, con un incisivo de menos. Suso se había encargado de que mi amigo no molestase más a la camarera. Hay cosas que nunca cambian, por mucho que las disfraces.
Con la lucidez suficiente para comprar media docena de litronas y unas cuantas bolsas de pipas, nos fuimos al parque, a sentarnos al banquillo que tanto tiempo hacía que no visitábamos y que nos recibió con su indiferencia característica. Las horas pasaron en silencio, sólo interrumpido para recordar a “La Chica De Ayer”. Instintivamente nuestros pensamientos parecían hacer querernos recuperar tantas horas que creíamos haber perdido sentados en ese banquillo. Tantas horas que pasamos añorando Buenos Aires con la frente marchita de Sabina, pensando en el amor eterno que le debíamos al nombre que acabábamos de escribir en el tronco de un árbol; horas desnudando a la profesora de inglés y queriendo aprender francés, escribiendo versos cutres después de una clase de literatura del siglo XIX; horas contribuyendo a la rebeldía sin causa al tiempo que se le acababan las pilas al radio casete, imaginando ser futbolistas profesionales mientras apurábamos el último cigarrillo; horas de una lluvia que parecía no mojar, de puñetazos sin maldad, de perdonable crueldad; interminables horas antes, que ahora parecen maravillosas, como seguramente lo parecerán dentro de muchos años mis interminables partidas de Trivial.