52. El sueño

Rosana se acostó. Mientras intentaba dormir se preguntó si esa noche seria igual a todas las otras noches que había vivido en los últimos cinco años. Cinco años en los que, cuando el cansancio la vencía, tenia el mismo sueño. Siempre. Noche tras noche, aquel sueño la acompañaba.
Y esa no fue distinta.
Ella se encontraba de pronto muy cambiada. Su pelo oscuro se había vuelto claro, brillante como el sol. Sus facciones se habían dulcificado, aunque no sus ojos. Sus ojos hablaban de la triste historia de su vida.
¿Pero qué vida era la que tenía en aquel sueño? Sin duda, era muy diferente a su vida actual. Su ropa y su peinado siempre la hicieron creer que su extraño sueño se ambientaba en el siglo XVIII.
Siempre ocurría lo mismo. Se encontraba en una calle bulliciosa de la cual se sentía prisionera y aunque quería escapar, no podía hacerlo. Nadie se percataba de su sufrimiento, de su desesperación. Estaba sola aunque estuviera rodeada de gente.
Entonces, noche tras noche, llegaba él. Ese hombre que, accidentalmente, chocaba con su hombro en medio del bullicio. Ese hombre que se giraba a pedir perdón. Ese hombre que la enamoraba con una sola mirada. Ese hombre por el que ella habría dado su vida. Ella habría sido feliz si, en su vida real, hubiera podido compartir un solo segundo de su existencia con él.
Su amor. Su compañero. Aunque solo se conocieran en sueños. Como un ángel guardián velaba por ella.
Siempre le decía:
Te amo más que a mi propia vida. Aunque te cueste creerme, te he buscado durante mucho tiempo. Te amaré eternamente, pase lo que pase. Si algún día nos separan te buscaré. Y juro que te encontraré.
Y cuando Rosana despertaba, aún podía sentir que sus labios se habían rozado. Aún podía notar la dulzura de sus besos.
Pero solo era eso: un sueño. Ese hombre no existía. Y con esa triste convicción pasaron cinco años. Ella nunca buscó pareja, pues, aunque era muy joven, supo que nunca podría amar a nadie tanto como amaba a su hombre. Aunque solo fuera una ilusión.

Llegó el día en el que pudo matricularse en la Universidad. A sus dieciocho años, por fin podría estudiar lo que siempre había querido.
Nunca olvidaría ese día. Llovía muchísimo y el cielo, cubierto de amenazantes nubes negras, no dejaba de rugir.

Llegó al edificio empapada. Al entrar vio que no había sido la primera en llegar. La planta estaba llena de chicos y chicas que empezaban una nueva etapa de su vida. Rosana se sentó en un banco. Sintió que le seria difícil hacer amigos, pues era muy tímida. Suspiró. A pesar de que ya estaba acostumbrada a la soledad, hubiera deseado ser más extrovertida.
En ese momento se le acercó una chica que, al igual que ella, estaba empapada.
-Vaya – le dijo la recién llegada- veo que no soy la única que se ha duchado por el camino.
Rosana sonrió. Deseó que aquella chica le brindara su amistad. Así que le hizo un hueco en el banco. Empezaron a hablar. La chica se llamaba Ariadna y vivía en la ciudad de al lado de Rosana. Podrían ir y venir juntas en el tren. Eso la alegró.
Cuando estaban más animadas, pasó la directora por su lado.
-¡Chicas, vais a coger una pulmonía! Venid a la biblioteca y pedirle a Ana, la bibliotecaria, que os preste una toalla. Allí estaréis mas calentitas hasta que empiecen las clases.
Las dos amigas se dirigieron a la biblioteca. Ana les prestó una toalla y les indicó donde se encontraba la máquina de los cafés.
Con los cafés en mano se sentaron. Estuvieron unos momentos en silencio, observando el ir y venir de los alumnos. Había muchos que ya se conocían. Así fue como Rosana conoció a la persona que sería su peor pesadilla durante los tres años que duró la carrera.
Ariadna se levantó.
-¡Silvia!
Silvia fue hacia ellas. Había ido al mismo instituto que Ariadna. Le presentó a Rosana.
Detrás de Silvia vinieron dos chicas más y un chico. Ariadna no los conocía, así que Silvia se los presentó a ella y a Rosana.
Nunca podría llegar a describir la sensación que produjo sobre Rosana aquel chico. Una mezcla de rechazo y repulsión, aunque también una fuerte impresión de haberlo conocido antes. Sintiéndose mal, salió al pasillo. Se apoyó en la pared, mareada. Le faltaba el aire. Una profesora la encontró.
-¿Te encuentras bien?

En ese momento, el chico salió de la biblioteca. Al pasar por delante de ellas giró la cabeza y miró a Rosana. Sus ojos eran completamente negros. Con una sonrisa malévola siguió adelante.
Rosana no le contó nada a la profesora ni a Ariadna. ¿Y si todo era fruto de su imaginación?
Esa noche, cuando se acostó, tardó bastante en quedarse dormida. La duda la aturdía. ¿Por qué se había sentido mal en presencia de aquel chico? ¡No lo conocía! ¿Y por qué él la había mirado de esa forma? Tenía los ojos verdes, no negros.
De pronto se encontró en el escenario de su sueño. Estaba en medio de la calle, enfrente de su amor. Él la miraba con lágrimas en los ojos. Le cogió las manos y, tras besárselas, se alejó sin mirar atrás.
Se despertó sobresaltada. Encendió la luz y no pudo seguir durmiendo. En los tres años que siguieron no volvió a soñar con él.

Pasaron los días. Rosana sentía un profundo terror cada vez que aquel chico estaba cerca. Él pocas veces le dirigió la palabra. Parecía que disfrutaba haciéndola sufrir. Se sentaba cerca de ella siempre que podía y sonreía diabólicamente cada vez que la observaba con esa mirada oscura que parecía surgida del mismo infierno.

Un día, Ariadna habló con ella.
-¿Qué te pasa? Te pasas la clase observando a tu alrededor, como si tuvieras miedo de algo.
-Ari, no me pasa nada.
Ariadna no se lo creyó. Estaba preocupada por ella y quería llegar al fondo del problema. Se puso tan seria e insistente que al final Rosana confesó a medias.
-Es David. Me da miedo.
Ariadna ahogó una carcajada.
-¿David? ¿Y por qué te da miedo? ¡Es el más guapo de la clase!
Rosana vio que de esa manera, Ariadna no entendería nada.
-Ari, ¿de qué color tiene los ojos?
-¡Verdes!
-Pues cuando yo te lo diga, míraselos. Así me entenderás.

No hizo falta que Rosana dijera nada más. En aquel momento, David pasó por delante y las miró a las dos. Esta vez no sonrió.
Ariadna palideció. Aquella mirada ocasionaba un profundo terror.
Cuando acabaron las clases, de camino a casa, Ariadna habló.
-¿Qué crees que es?
-¿Cómo?

-Esa mirada no puede ser humana. Nunca había visto algo así. Y por alguna razón, que desconozco, solo tú la habías visto. Y, ahora, yo también.
Se despidieron, pues llegaron a la estación de Ariadna. Nunca más se volverían a ver.
Al día siguiente, Ariadna no fue a clase. Rosana la llamó, pero no contestaba. Hasta que, al cabo de dos días, supieron que Ariadna no volvería. Había muerto. Todo apuntaba a que se había suicidado. Había saltado al vacío, desde un octavo piso.
Rosana lloró amargamente. Era imposible que Ari, su Ari, se hubiera suicidado. Era una chica feliz. Amaba la vida. Tenía muchos proyectos futuros. Era imposible que se hubiera rendido.
Aquel día, todos guardaron un minuto de silencio. Se suspendieron las clases durante dos días.
Al recoger la chaqueta, Rosana se dio cuenta que alguien se le acercaba por la espalda. Se giró. Era David. Para su sorpresa, su mirada no era negra
-Siento mucho lo que le ha pasado a tu amiga.
Rosana asintió con una mezcla se asombro y resignación. David se fue. Fue la única vez que no la aterrorizó. Porque, después de ese día, él volvió a actuar como siempre.
Pasó el tiempo y, por fin, llegó la última semana de clase. Un día, Rosana se quedó hasta tarde, pues tenía algunas dudas que resolver de cara a los exámenes. Cuando salió, vio que no quedaba nadie. Se le había hecho tarde y ya había anochecido. Así que se apresuró a salir para coger el autobús que la llevaría hasta el metro.

Cuando fue a cruzar la puerta, David le cerró el paso. Sus ojos eran más negros que nunca.
-¿Se te ha hecho un poco tarde, no?

Rosana retrocedió. Estaba aterrorizada. Desesperada, vio que nadie podría ayudarla. Él pareció adivinar sus pensamientos.
-Estamos solos, mi amor.
-¿Tu amor? –gritó indignada
Rosana reaccionó. Por fin, se enfrentó a él.

-¿Qué te he hecho para que me aceches de esta forma? ¿Acaso te hice algo que no recuerdo? Por qué, dime por qué disfrutas martirizándome. ¿Por qué me vigilas con esa mirada infernal? Me has atormentado durante tres años y yo no he sido capaz de pararte los pies. Pero se acabó. Nunca más volveré a tenerte miedo. Ya no.

Mientras escuchaba esto, David parecía despertar de una pesadilla. Se llevó las manos a la cabeza mientras respiraba agitadamente. Rosana le observó. ¿Qué sucedía?
David se miró las manos. Luego la miró a ella, asustado. Sus ojos eran de un precioso color verde. Pronto se llenaron de lágrimas.
-Perdóname – balbuceó – nunca más te volveré a molestar.
Se giró y despareció. Rosana se asomó rápidamente, pero no lo vio. Parecía como si se lo hubiera tragado la tierra.
Se dirigió a su casa pensativa. No entendía nada.
Cuando se acostó, se sintió liberada.

Por la mañana, Rosana lo entendió todo. Ahora lo comprendía. Se echó a llorar mientras recordaba su sueño.
Había vuelto a tener ese sueño que hacia tres años dejó de tener. Las mismas calles. El mismo ambiente. Pero algo había cambiado.
Ella. Estaba vestida como siempre lo había estado en aquel sueño. Pero su cara era la que tenía actualmente. No la que siempre tenía en sueños.
Y enfrente tenia a David. Vestido de época. Con la ropa de su amante en sueños.
Él la miraba con tristeza. Le cogió las manos y las acarició. Ella no salía de su asombro.
-Te ruego que me perdones. Nunca quise hacerte daño. Ha sido una mala jugada del destino.
-¿Pero que…?
-Te amo. Mas que a mi propia vida. Siempre te he amado. Desde hace más de doscientos años. Y siempre te amaré.
-Dios mío, ¿Quién eres?

David bajó la vista. Pensó unos segundos antes de responder. Las lágrimas inundaban su rostro.
-Antaño fui un ángel. Fui tu ángel guardián. Me enamoré de ti y juré amarte y protegerte pasara lo que pasara. Vivimos felices hasta que, un día, la muerte te llevó. Contigo se equivocó. Te llevó demasiado pronto. En tu lecho de muerte te prometí que cuando volvieras a nacer te buscaría y te encontraría.
Yo volví a elevarme, convencido que en tu próxima vida seria de nuevo tu ángel guardián. Pero no fue así. Confiaron a otro ángel esa misión.
Cuando aun estabas en las entrañas de tu madre, iba a verte. Siempre volvía llorando, pues sabía que nos lo pondrían muy difícil. Hasta que un día ÉL me tentó.
-¿Él?
-El padre de todas las mentiras. Aprovechándose de mi dolor, me aseguró que si abandonaba el cielo y me iba con él podríamos estar juntos para siempre. Y le creí.
Lo que hice no tiene perdón divino.
Pasé a estar bajo su poder. Y así ha sido como te he atormentado durante tres años. He actuado poseído por su influencia. Hasta hoy. Tu voz me ha sacado de su influjo el tiempo suficiente para reaccionar. Ahora me iré. Nunca más nos volveremos a ver. Tengo que pagar mi condena. Te ruego, por favor, que seas feliz.
David le besó las manos. Y después de contemplarla por última vez se fue. Para siempre.
Rosana lloró amargamente pues, de alguna manera, había provocado la caída de un ángel.