Hasta que la vida se encargó de demostrarle lo contrario, el hombre del impermeable había creído que había futuro tras de el presente. ¿Que cómo lo sé yo? Pues porque me lo dijo él sin saberlo. Me lo dijo en su día su sonrisa adolescente, el brillo –anochecido hoy- de sus ojos grises, la mueca desencantada que antaño no tomaba su cara; el velo advenedizo, amortiguador de locura, impensable en su primera juventud. Ni siquiera sé su nombre, lo sabría de haber prestado atención cuando, sin escuchar, alguna vez lo oí llamar de viva voz por alguien camino al buzón del otro lado de la calle.
Y es que para mí los nombres son algo sin más importancia, secundario. Mi prioridad es ver los interiores, leer, anticipar los cambios, apostar en mi propio seno sobre el cumplimiento o no de mis predicciones inanes. No, nada qué ver tengo con las artes augurales; ni siquiera en el plano vocacional. Van a permitir que no me presente por el momento. Además, estábamos hablando del hombre del impermeable. Hace tiempo que le perdí la pista, poco después de que él perdiese las últimas cuerdas que lo ataban a la cordura conservando la paciencia. Una paciencia que tenía mucho de ritual. Durante mucho tiempo lo vi pasar ante mí portando una casi diaria carta, se desprendía que de amor, por su aura vernal y radiante. Las cosas empezaron a cambiar en las cartas, más espaciadas, y aunque debidamente franqueadas, ya no hablaban de amor. La ropa del hombre que las enviaba empezó a repetirse, a desgastarse, a disiparse su color, remitiendo también su aura, otrora tan evidente. Como el amarillo desvaído del viejo buzón postal, envejecido con él y depositario de sus cartas ya sin sentimiento. Currículums y más currículums para un trabajo que nunca llegaba. Llegó un momento en que los colores se apagaron tanto en derredor suyo, que ya sólo resaltaban los de los nuevos contenedores de reciclaje que acompañaban al buzón subrayando su percudido color.
Desconozco si el hombre del impermeable volvió o no a escribir alguna carta de amor, pues ya siempre que aparecía lo hacía envuelto en una neblina constrictora que sólo lo rodeaba a él. Pero es de advertir que, fuera por analogía cromática, fuera por cierta clarividencia fatalista de intuir que en cualquiera de los casos posibles, la respuesta será la misma: la ausencia de respuesta, el hombre del impermeable neblinoso ya no depositaba las cartas en el buzón, sino en el nuevo contenedor amarillo, el de reciclaje para envases. Esa fue su metafórica despedida antes de que lo diluyera del todo su personal neblina, convirtiéndolo en pasado al traspasarle el impermeable la cellisca de la compunción, la pátina lacrimosa del olvido.
Como creía yo olvidada esta otra historia, la que pudo ser del bedel del instituto de aquí al lado, durante aquellas jornadas extraescolares.
El primer día de los tres alternativos –lunes, miércoles y viernes- que duraron las actividades, ya se fijara en ella, la pecosa ponente culinaria especialista en cocina oriental. Claro que también ella había reparado en él, y no sólo por su cálido acento del sur o el emparentado modelo de gafas que usaban.
El segundo día apenas sí se vieron, pero sirvió para ubicarlos sin error a ambos, en franjas horarias y de coincidencia, en el aula divulgativa y en torno del puesto de información junto a la fotocopiadora.
El viernes era ya todo o nada, clausura y despedida sin más o un posible punto seguido de apertura. Por eso quiso él poder encontrarla justo a su hora de salida, tratando de evitarla como definitiva. Dejó aviso en secretaría para salir, con la disculpa de recoger en el coche la miel de un encargo, aunque en realidad quería regalársela para algún posible plato. Ella tuvo la misma idea, pero con el mcguffin de no sé qué fotocopias de no importa qué libro de recetas cualquiera que decía prestado. Por eso esperó junto al puesto del bedel con la esperanza de forzar una mirada, un acaso, un algo que no clausurase del todo aquella semana que la había convocado de forma extraescolar. Mientras, él merodeaba cerca de la puerta con el tarro de miel volteado entre las manos intranquilas y fuera de lugar como las de ella, tan nerviosa y turbada que decidió no fotocopiar su propio libro y regresar a casa, qué iba a pensar la gente del instituto. Cruzó la puerta de salida justo en el momento en que el bedel, algo abochornado por su demora y proceder abierto a conjeturas ajenas, volvía a su puesto habitual con bastante prisa. Ambos se sorprendieron al reflejarse su asombro y aturdimiento en los cristales de las gafas del otro, como en un espejo que devolviese emociones interiores diseccionadas. Se azoraron tanto que todo desembocó en el choque imprevisto que hizo volar por el aire el tarro de miel que clausuró las jornadas con un salteado de vidrios rotos al desparrame de dulzura. Un auténtico desperdicio, todo un abrupto adiós a la química.
Pero esto es sólo una muestra, no vayan a creer que sólo sé registrar historias amargas y fallidas, nada de eso.
Desde mi puesto de observación también vi en el suelo un carné de la biblioteca con titularidad femenina y más tarde al chico que lo recogió citarse por varias veces en ese mismo punto con la chica de la foto, la última vez para prestarse un libro que yo daría lo que fuera por poder leer. Vi dos estudiantes cruzarse y sonreírse al identificar el mismo póster musical forrando sus carpetas, insinuándoles afinidades una gris tarde de lunes. Vi un paraguas desplegarse bajo la lluvia en un paso cebra y ser ofrecido durante la espera por el cambio de un semáforo desesperante y vi la armonía de dos desconocidos al cruzar la calle bajo su techo portátil. Vi fotos olvidadas en un banco cercano, fotos de los nietos de un abuelo que conozco de pasear los domingos bien temprano. Vi una novia subir al coche nupcial a la salida de la iglesia, en abierto contraste con una drogadicta que pernoctaba en el parque y que también se quedó mirando el impoluto vestido blanco, puede que recordando… Vi como otro novio, éste de sport y de otra, invitaba a una dependienta de un comercio cercano a acompañarlo en una gala benéfica con posibles beneficios profesionales para darle suerte, y poco después pude verlo arrojar su amuleto del cuello a ese estanque musitando que ya no creía en la suerte. Vi por las fiestas a la chiquillería correr asustada por los cabezudos de máscaras diversas, y casi, casi pude ver las caras e historias personales de estos debajo de las carcasas festivas, pues mi mirada es otra. Vi anotar mil recordatorios, listados, esquemas, chuletas escolares, multas, esquelas… Vi también de muy cerca a un adolescente escribir una carta de amor bajo la lluvia y cómo algunas gotas descorrían la tinta, tal vez presagiando postreras lágrimas. Vi madurar en el árbol su fruto y pasar los días de lluvia, de sol abrasador, la cortadora de césped que todo lo impregnaba de vivificante olor a hierba recién segada. Vi sucederse romances, romanzas, borracheras, desmayos, atracos, charlas, monólogos, estados de ánimo, personas de toda edad y condición; quizás a usted mismo llenando este pequeño espacio a mi alcance en distintas épocas, en todas las posturas y escorzos, con el pelo largo, corto, teñido, fugado, vestido de todos los colores y con todos los tonos en la indumentaria, más claros, más oscuros, con más o menos ropa según la estación.
Hablando de estaciones, aunque haya de presenciarlas todas, mi preferida es y será siempre la primavera. Por más que mi naturaleza me exima de sentir los rigores del frío y del calor, prefiero templarme en su explosión natural, deleitarme con su brisa aromatizada, especialmente cuando me acerca alguna melodía infantil o el trino de los pájaros que me congracian con la pasividad de mi pétrea existencia, que no inanimada, como pueden ustedes comprobar por todo lo referido. No me negarán que disfrutar de estas cosas es también una forma de intervención, como la del público rendido ante un espectáculo sublime. Los insectos me trazan con su vuelo estelas que sólo yo puedo seguir y las flores me regalan mil fragancias reconfortantes. Por eso será que no soporto verlas cortadas o pisoteadas. Lo mismo me sucede con los sueños de quienes todavía osan soñar.
Y después de todo esto aún dirán que no tengo corazón por ser una esquina. Qué sabrán ellos, que ni soñar saben.