40º. Mati pensó que seguramente el termómetro alcanzaría los 40º de calor a juzgar por la casi imperceptible oscilación del firme de la carretera y la molesta palpitación de sus sienes. ¿Dónde estaba? ¿Fuera del mundo? ¿Era aquél un paisaje de este planeta? El último marcador de carretera indicaba 3 kilómetros a un desconocido lugar llamado Vicos, y Mati calculó que, con un poco de suerte, podría dejar el coche en manos de un mecánico, aunque fuese aficionado. Sus pensamientos se vieron interrumpidos por un nuevo tirón del motor y esta vez no venía solo: un dramático parpadeo rojo en el panel frontal indicaba que estaba quedándose sin batería.
Su desamparo aumentó cuando pensó en el chico cuyos padres habían presentado una queja contra ella en el colegio donde impartía clases de filosofía. ¡Qué desfachatez la de aquel moscoso! Como el mercurio subía su indignación cada vez que pensaba en el incidente, trivial e irrelevante a su juicio, que había motivado la protesta; era evidente que el alumno intentaba a toda costa justificar con aquella denuncia su fracaso escolar, sus reiteradas ausencias , su estulticia, y sobre todo su absoluto desinterés por el conocimiento y la sabiduría. Pero la mayor no invalidó la menor y el hecho apremiante era que el coche la había dejado tirada en mitad de la nada.
No le dio tiempo, sin embargo, a seguir compadeciéndose de si misma, como tampoco a alcanzar la escuálida sombra de un arbolito al borde de la cuneta, porque en menos de lo que dura un parpadeo, en lo que media entre un pensamiento y su contrario, un potente bólido se detuvo junto a su averiado cacharro.
Siempre había creído Mati en el azar oportuno. Era una creencia algo mágica que se cuidaba, sin embargo, de expresar en voz alta. Pero para ella algo más allá de los nombres movía las piezas sueltas y las organizaba.
Se llamaba Pepe Fosco y trabajaba en una consultora financiera. Y además traía negocios en el ramo del calzado, en tiendas pret a porter, en peluquerías de alto standing, clubs, restaurantes… Sin ser guapo poseía esa fibra varonil que da confianza a las mujeres, sobre todo si se adorna con un aspecto impecable a base de ropa de firma y detalles manifiestamente pensados. Cuando se estrecharon las manos ella tuvo la impresión de que todo se arreglaría, de que ya estaba indefectiblemente bajo control.
Después de aquel providencial encuentro en la carretera Mati y Pepe comenzaron a verse de modo continuado. El affair marchaba, fluía como si hubiesen estado desde siempre predestinados el uno para el otro; no había nerviosas esperas a que sonara el móvil ni espacios de silencio para la suspicacia o la angustia; las llamadas se producían con la regularidad propia de algo que nace fuerte y sólido, libre de vacilaciones, y a cada nuevo encuentro ella se afirmaba en la idea de que, efectivamente, existía un azar inteligente que venía a suplir la imperfección humana.
Como suele ocurrir en estas situaciones, la realidad giró sobre su eje mostrando su perfil más atractivo: nunca la ciudad había sido tanto el escenario perfecto por el que una pareja de enamorados pasea sus embelesos cruzando frases insustanciales; enlazados por la cintura, los atardeceres tenía el perfume del tiempo que no hiere; en los cafés, si acaso recalaban en alguna cripta de borrosas mitologías, con naturalidad tomaban asiento junto a ellos nereidas y titanes, atlantes y tritones, sátiros, ménades, fantásticas quimeras… No obstante, Pepe interrumpía de vez en cuando aquel diálogo intemporal para ocuparse de sus muchos asuntos atendiendo a la inoportuna musiquilla del móvil: a veces era el baile de los enteros bursátiles o la potencialidad de un lejano mercado o el índice de precios de importación lo que le mantenía ocupado largos minutos, minutos que a ella siempre le parecían eternos. Porque, para ser sinceros, era éste un mundo (el mundo de los negocios) que a la chica le resultaba por completo indiferente. En otras ocasiones Fosco se apartaba para atender «un asunto delicado y confidencial» , que ella aceptaba asimismo contrariada.
A pesar de las apariencias, él no era lo que se dice un tipo unidimensional. Quizá por su trepidante estilo de vida y sus múltiples ocupaciones poseía una mente ágil, sintética, conectada con la inmediata realidad. A Mati le fascinaba su capacidad para separar lo importante de lo accidental, lo nuclear de lo accesorio, lo realmente operativo de lo anecdótico. Era tranquilizador. Porque si un pequeño detalle o intuición se agarandaba en su interior hasta convertirse en la cortina de humo que le impedía ver con claridad el paisaje, su amante, haciéndole la competencia al santo Job, le quitaba hierro a aquella irritante piedrecita para que ella pudiese seguir avanzado por el caminito. «Eres un amor de hombre, y me comprendes mejor que yo misma; ni siquiera tengo que explicar mis emociones», suspiraba ella.
Con Pepe Fosco conoció Mati la flor de la cultura mundana, la cultura viva saliendo en tiempo real del horno. Y numerosos fueron sus pétalos, y a cuál más exquisito: en el restaurante de futano, informaba él con naturalidad, se tomaban las mejores cebollitas glaseadas de la ciudad, en la tasca de perentano las almejas caían palpitando en la cazuela; si acaso se presentaba de pronto la ganuza, uno podía satisfacerla en un merendero de la sierra con una real pierna de gamo al armagnac; la selección de blancos de tal sumillier… En fin, de la mano de Pepe recorrió una interesante geografía del buen beber y mejor yantar. ¡Era maravilloso! ¡Como un sueño! ¡Sus apetencias eran satisfechas antes de que pudiese expresarlas! Se le rebelaban incluso deseos que nunca imaginó que pudiesen existir. Por eso no se explica que una siesta, especialmente agobiante, le hiciese Mati a su amante una proposición bastante particular: «Cariño ¿por qué no nos suicidamos? ¡Ahora, sí, en esta maravillosa tarde de julio, en este instante de perfecta plenitud!, dijo ella con fervor. Pepe, que se fumaba placenteramente el cigarrillo post coito, no respondió nada audible. «Sí ¿por qué no? ¿Por qué no nos suicidamos, amor?», repitió Mati buscando algún positivo resquicio en sus ojos.
Con una inesperada urgencia de la vejiga él saltó de la cama no sin antes aplastar pensativo el cigarrillo en el cenicero. No terminaba de sorprenderse, no acababa de comprender la capacidad femenina para llevar el fuego y el fragor hasta el límite, para forzar la convención hasta su aniquilamiento. ¡Cielos! No sabía si llamarlo creatividad vital, delirio o simplemente inmadurez. Echando mano de un calculado sentido del humor, consideró que el asunto, por su importancia y trascendencia, requeria cierta meditación. Y así se lo dijo.
Siguieron no obstante días tranquilos. Como el calor no daba tregua, frecuentaban los aguaduchos de los parques para refrescarse con granizados de limón y horchatas heladas, y buscando el fresquito nocturno caían también por cines al aire libre o se enredaban en arpegios festivaleros de jazz. Tras largas y fogosas madrugadas la relación entró en la línea plana de lo previsible, y si la felicidad ha sido alguna vez definida como la ausencia de fricción, sin duda esta relación entraba de lleno en tal categoría. Pero algo no marchaba. Ella lo sentía como sentía el escozor del calor en la piel. Era como un espacio en blanco necesitado de definición, como la imposible sustancia del Absoluto… No sabría explicarlo. La adiestrada inteligencia de Fosco detectó enseguida aquella extraña desazón de Mati. Se dijo que su inaudita propuesta de suicidio en equipo, en alegre compañía, sería una broma suya, un juego excitante, un extravange divertimento…Por otro lado, sin Francesca y el niño, el verano se le presentaba largo y solitario, así que pensó que no perdía nada entrando en los juegos mentales que su ocasional amante le proponía. «A lo mejor hasta me divierten», pensó. Como buen jugador, pues, esperó a que ella moviese ficha o insistiera en la misma combinatoria de números, pensando en dar cartas y repartir opciones. Y la ocasión llegó más pronto de lo esperado: otra tarde propicia, carnal y sudorosa.
Llegaron juntos a un climax enloquecido y ruidoso. Y tras recuperar el aliento, con un suspiro de satisfacción, Fosco se desprendió de ella y buscó como de costumbre los cigarrillos. Disfrutaba del sabor reconfortante de tabaco cuando inesperadamente ella volvió a la carga: «Hagámoslo ahora», dijo. «¿Otra vez? ¿Quieres liquidarme?», bromeó él. «Ya sabes a lo que me refiero». Mati hablaba con el tono levemente ronco de un sistema que ha sido sacudido por una descarga de altísimo voltaje. De reojo, él observó su expresión tranquila: no era guapa, pero sus labios carnosos y un brillo repentino en su mirada le daban un atractivo especial. Y además le echaba verdadera afición en la cama. Pero necesitaba tiempo. El hecho era que no tenía experiencia en tales situaciones, ni siquiera él a quién sus conocidos reconocían una endiablada capacidad para la improvisación. Se dijo que necesitaría al menos una línea de argumentación lo suficientemente sólida para competir con la rotundidad de su propuesta.
Los cubitos de hielo cayeron con un tintineo tranquilizador. El resto de la tarde se consumió en una dialéctica rápida y convincente por ambas partes. A él le gustaban los suflés que hacía su madre, en realidad el verdadero sentido de la vida estaba en pequeños placeres al alcance de cualquiera. Pero tampoco era de desdeñar el ganarle la partida a la melancolía, la decadencia y la muerte, argumentaba ella. La botella de whisky andaba mas que mediada cuando Pepe, con un considerable dolor de cabeza y una más que respetable pesadez de párpados anunció que salía de viaje al día siguiente, sí, no se lo había dicho antes porque había sabido aquella misma mañana que un importante negocio estaba, por fin, a punto de cerrarse. Probablemente estaría fuera algunos días. Pero la llamaría, seguro, ni un día sin llamada telefónica. Y había algo más. Un viaje. Un maravilloso viaje que él había planificado cuidadosamente para los dos. A su vuelta, claro. Tampoco se lo había dicho porque quería que fuese una sorpresa.
El nombre de aquella isla le sonó a ella exótico pero desconocido. Y estaba en el confín del mundo, milagrosamente a salvo de la invasión del turismo de masas. «¿Por donde el Jardín de las Hespérides?», preguntó Mati. «Sí, creo que por ahí», dijo él.
Cuando el almohadón cayó sobre la cara de Fosco amanecía. Ritual, Mati cubrió la cara cadáver con la sábana y esperó. Entraba el sol de un nuevo día cuando saltó de la cama y entró en el cuarto de baño. ¡Ahora, sí, en este instante pleno!» Con calma, se despojó de la ropa, bajó la persiana, abrió los grifos de la bañera… El suyo sería un suicidio al modo clásico, dulcemente sangriento. Fue entonces cuando un pitido agudo e insistente llamó su atención. El móvil de Pepe estaba recibiendo en ese mismo momento un mensaje. Pero ya era tarde, muy tarde, llegaban tarde los mensajes. Sin embargo, fue suficiente una pizca de interés para que Mati curiosease la llamada. Y tuvo necesidad de leer varias veces el texto para que las palabras tuviesen sentido: «Te esperamos mañana impacientes. Amor, mucho amor. Francesca & Helio».
Te esperamos mañana impacientes… leyó de nuevo, y no porque tuviese los ojos nublados por las lágrimas.
Ignoraba las horas transcurridas cuando descolgó el télefono. A su lado el cadáver había adquirido un tinte lívido y una rara lejanía que podía confundirse con la indiferencia. Con el auricular en una mano marcó el número de una agencia de viaje. «Sólo un billete… no…sólo de ida…», le indicó a la operadora, después de repetir el nombre de aquel perdido y fabuloso.