El viajero llevaba atravesadas muchas salas. Todas tenían dos puertas. Por una, entraba. Por la otra, salía. Era una regla inviolable: Él siempre caminaba hacia adelante. Nunca se había encontrado con nadie; y aún hay más, creía imposible encontrarse con nadie.
Llevaba un tiempo estancado en una de las sucesivas salas. Se trataba a todas luces de una biblioteca. Había cogido un libro pequeño, cómodo, y lo hojeaba, distraído. En el exterior que mostraba una ventana, siempre el mismo jardín oscuro bajo el mismo cielo, donde relucía la luna llena.
El viajero no estaba avisado. La puerta por la que debería salir, se abrió. El viajero levantó la vista, pero no estaba preparado para enfrentarse a lo que vio. Se quedó mudo de espanto. Los dos se reconocieron a la vez. Los dos vieron sus mismos rasgos duplicados en el otro. Los dos creyeron confundirse con el otro. El último de ellos en llegar, superado el trance inicial y sin tan siquiera mirar la sala en la que se encontraba, salió de ella por la puerta que el viajero había usado para entrar. Una vez hubo salido su réplica, el viajero, presa de la mayor perplejidad, salió por la puerta que le correspondía, aquélla por la que había aparecido su insólito doble. El viajero se había quedado estupefacto. No se explicaba que la puerta de salida pudiese ser de entrada ni viceversa. Lo más curioso era que su doble también creía ir hacia adelante.