Desde hacía ya muchos años, Ginés Soriano era el afortunado poseedor de un método infalible: empezar por el principio y acabar por el final; y esta máxima, dotada de la belleza que únicamente la simplicidad confiere, no sólo le había permitido afrontar y resolver todos y cada uno de los cuadros que había pintado en su fértil vida de artista, sino que además, era guía en su proceder diario. La más difícil de las poses, el más complicado escorzo, la perspectiva más irritante… todo se desmenuzaba ante la contundencia del método: esto empieza por donde empieza y acaba por donde acaba. Pretender alterar el orden era inútil. Un paso elemental debe seguir a otro paso elemental, un esfuerzo mínimo debe encontrar soporte en otro esfuerzo mínimo y así hasta el fin. Levantarse por la mañana y encontrarse con la nevera vacía, sin gas para el agua caliente, sin ropa planchada que ponerse y el gato empeñado en destrozar definitivamente una cortina, sólo pueden conducir a la desesperación más absoluta a no ser que se aplique estrictamente un método racional y la vez poético: al destino únicamente se le doblega con una disposición ordenada del gasto energético. Por eso, cuando recibió la llamada de Sístole Suárez, contestando a su anuncio en prensa en el que requería “modelo femenina, sin importar tanto la belleza externa como la interna, con capacidad para soportar unas horas continuadas posando para ilustre pintor local, naturalmente remuneradas de acuerdo con las recomendaciones de pago de emolumentos para modelos semiprofesionales recogidas en la página web de la AEMPPYOAP ( Asociación Española de Modelos para Pintura y Otras Artes Principales)”, no se precipitó en su decisión y resolvió proponerle una cita previa en la que valorar sus aptitudes y asegurar la idoneidad de la aspirante. Primer paso.
Al día siguiente, tras un reflexivo análisis sobre los tiempos que tendría que dedicar a cada uno de los estudios previos a la consecución final del cuadro, y para los que precisaría los servicios de la modelo, salió de su casa para acudir al encuentro en un conocido bar de la ciudad. Marchaba lentamente, permitiendo que la luz de marzo le empapara y dejando que los minutos corrieran estériles tras de sí. Mentalmente tomó nota de las tonalidades que algunos rayos solares, oblicuos todavía a aquellas horas, producían en los rostros de las mujeres que se detenían a contemplar, desprevenidas, los primeros avances de la moda de verano en los comercios que comenzaban a levantar sus persianas. Esa gama de colores limpios y transparentes eran los que deseaba plasmar en el cuadro que la Hermandad de las Lagrimas Sagradas del Desprendimiento le había encargado.
Mientras caminaba le daba vueltas a la oportunidad que ahora se le presentaba y se conminaba a no dejarla escapar como otras veces. Las exposiciones que había realizado hasta la fecha no le habían dado muchas alegrías y la experiencia de intentar vender sus pinturas en la capital le había resultado desesperante, tras infinitos contactos con marchantes atildados y estrafalarios de los que únicamente obtuvo tarjetas a cual más bizarra y palabras a cual más sentida, pero ni un céntimo. El encargo de realizar un gran óleo para presidir la sala de reuniones de la Hermandad (dirigida ahora por D. Luis Alvar, que fuera gran amigo de sus padres), en el que se revelaran los valores de piedad y perdón expresados por la Virgen al pie de la Cruz, le había llegado como una bendición, con la posibilidad de demostrar su valía y la certeza, tras el generoso adelanto, de mitigar la alarmante hemorragia de su cuenta bancaria.
Cuando vio a Sístole Suárez esperándole en la barra, alzando la cabeza para vaciar los últimos escondrijos de una lata de cocacola, pensó que, definitivamente, su virgen ya tenía rostro. Segundo paso.
– ¿Y en Venezuela es común poner esos nombres a los niños?…. ¡ Ah, que además tiene usted una hermana gemela que se llama Diástole!….. No, no… para trabajar en esto no hacen falta papeles… Claro, ya lo entiendo, que lo de su madre con su padre fue una corazonada y de ahí un embarazo y claro… era lógico. No, mucho dinero no es….pero algo es algo…
A medida que hablaban Ginés percibía una ligera emoción en su interior, lo que achacó a un ataque repentino de inspiración. El acierto con que se distribuían las formas de Sístole le dictaba una Virgen exuberante y lozana, tal y como la habría pintado Rubens, pero distinguía un vaho extraño y excitante desprendiéndose de su piel morena a cada manotazo que daba, intentando domar los mechones de pelo obstinados en situarse delante de su mirada. Paso tres.
– No, no… no se trata de posar desnuda… ¿ que no le importaría?….ya, ya, pero… la verdad… no sé qué decirle… en esta ocasión no se requiere…
Era el momento de acelerar el ritmo con tal de no perder la magia que esparcía su musa y aun contraviniendo los tiempos lógicos que marcaban su método, aquella misma tarde convino en comenzar las sesiones. ¿ Paso?……. paso ocho.
Llegó Sístole con más de cuarenta minutos de retraso aduciendo que su compañera de piso había intentado suicidarse y gracias que ella aún estaba arreglándose y pudo impedir que se tomara la caja de Gelocatil entera, que si no, en estos momentos, Dios sabe dónde estaría. Por cierto, se había depilado por si era necesario, y no se podía figurar lo que dolía depilarse un sobaco a la cera.
Ligeramente abrumado por tanta conversación y sin duda agitado por las sugerentes confesiones de su modelo, Ginés intentaba ordenar en su mente los elementos que iban a constituir su obra maestra e indicar a Sístole cómo debía colocarse y la expresión que era preciso adoptar. Le dio un trozo de tela azul para que se lo pusiera a modo de manto, le inclinó la cabeza ligeramente hacia lo alto, le pidió encarecidamente que intentase expresar en su rostro el dolor de una madre ante su hijo muerto… y Sístole, enfundada en su atractivo natural, se empeñaba en lucir como una diosa del deseo, impermeable a cualquier razón de recogimiento religioso, irradiando inevitablemente turbadores destellos de voluptuosidad.
Él se afanaba en los pinceles, trataba inútilmente de componer una paleta de colores lógica, miraba el lienzo en blanco y volvía a mirar a su modelo para encontrarla cada vez más deseable.
Era imposible componer una imagen que inspirara compasión y dolor.
Las odaliscas de Matisse le susurraban al oído palabras llenas de encanto y las mujerzuelas de Schiele se le colaban en su cuadro bajo la Cruz.
Ella de cuando en cuando le lanceaba con una sonrisa, simulaba inmovilidad y transmitía dinamismo. ¿ Qué maldito paso era preciso aplicar ahora? Todos estos años, dedicando horas a ultimar una fórmula que le permitiera conseguir arte en su estado más puro, construyendo un procedimiento incontestable, para que ahora se le convirtiese en escombros perfumados de chanel número 5.
Optó finalmente por la tregua.
– Mire, Sístole, necesito recomponer la estructura preconceptual elemental antes de abordar la armadura intrínseca compositiva. Si le parece la invito a un café y mañana seguimos.
Fue un café aquella tarde y otro la siguiente y otro la siguiente y al cabo de unos días no hubo que pasar por el trámite de simular la pose y la preparación de los colores y los sesudos intentos de encontrar la composición perfecta. Quedaban directamente en el parque y los cuarenta minutos de retraso de Sístole eran el pie de una historia fantástica e increíble en la que se alternaban depresiones de vecinas con parientes lejanos que llamaban por teléfono, siempre en el último momento y siempre pidiendo dinero; los siempre infructuosos intentos de suicidio de su compañera con los imprevistos últimos toques provocados, ora por las inoportunas manchas, ora por las incontenibles lágrimas fruto de tanto infortunio y azote de su maquillaje.
La primavera, que asomaba estirando la luz del atardecer, le servía a Ginés para mostrarle cómo las distintas tonalidades del verde pueden fundirse para formar una imagen armónica de la esperanza, y los patos, que deambulaban por el estanque batallando por un trozo de pan, le servían a ella para ilustrar cómo fue su infancia rodeada de siete hermanos. Más tarde, delante del café de todos los días ( para la señorita cortado con leche fría, por favor) él le hablaba de su vocación desde niño, de aquella vez que quiso ir a París a contemplar con sus propios ojos los auténticos cuadros de Van Gogh y de Guaguin, de Toulouse-Lautrec y de Cézanne y de cómo la enfermedad de su madre se lo impidió. Ella le contaba cuáles eran los colores del atardecer en su pueblo natal, allá donde el reloj marcaba una hora muy distinta, y que le hubiera gustado también relatarle un amanecer, pero nunca disfrutó de ninguno porque siempre le pillaron durmiendo.
La vuelta a casa era la tristeza de comprobar la acusadora blancura de aquel lienzo. Lo miraba durante algunos momentos y llegaba a la conclusión de que más que un lienzo era un espejo en donde se reflejaba toda su vida.
Habían transcurrido casi dos meses cuando decidió dejar emerger sus sentimientos y sus deseos. Primer paso: le pediría a Sístole que posara desnuda para él. Ese era el cuadro que sus vísceras le reclamaban y su talento le exigía. Segundo paso: seguir el resto de su vida pintándola una y otra vez. Tercer paso: una y otra vez.
No llegó Sístole aquella tarde. Según le explicó su compañera de piso, el día anterior había llegado su novio de Venezuela con un contrato para trabajar como portero en una discoteca en Marbella y juntos marcharon para allí. No. No había dejado ningún mensaje para él. Ni para él ni para nadie. Ni siquiera le había dejado el dinero para el alquiler y eso que últimamente no andaba mal de dinero, ya que al parecer en las últimas semanas algún ingenuo le había estado pagando bien sólo por conversar, sin sexo y sin nada, fíjese. Ya quisiera ella encontrar un chollo así.
No sintió dolor, sólo abatimiento. Todo el abatimiento que le provocaban el peso de sus muchos años deambulando por las afueras de la vida, merodeando por los muros que le separaban de los lugares en donde la luz crea pinturas crudas y descarnadas, estampas llenas de viento, láminas anegadas en lágrimas.
Anduvo unos días buscando las piezas de su método que habían quedado esparcidas en su confusión. Y pudo encontrar el sentido a todo aquello: era el último paso de un plan que había empezado por el principio y que acabaría en breves momentos con el único final posible. Escribió en el lienzo “ SÍSTOLE” con letras grandes y negras, llenando todo el blanco posible. Después lo guardó junto con todos sus otros cuadros que nadie había querido mirar nunca. Fue a la cómoda, sacó la libreta de ahorros y rebuscando entre sus páginas halló la última impresa, posó sus ojos en la casilla del saldo. Se puso la chaqueta, salió de su casa y se encaminó hacia el piso donde la excompañera de Sístole probablemente estaría viendo algún programa de televisión, añorando su Colombia natal y suspirando porque algún tonto pintor local le ofreciese posar desnuda por una cantidad de dinero adecuada. El anochecer esparcía tonos grises entre los anaranjados del cielo. Paso uno.