58. Domingo por la tarde
Domingo por la tarde. Ella sentada en su sillón favorito, un gran sillón orejero que permanece paciente, siempre a la espera de que ella se acople en él con desparpajo, con el descaro de sentarse de la manera menos ortodoxa, de medio lado, con la cabeza apoyada en una de sus grandes orejas, las piernas colgando de un brazo y la espalda a medio camino, en ese hueco que queda entre el brazo contrario y el respaldo almohadillado. Ella anidada allí, sintiendo el abrazo del gran sillón que no dejará que se marche hasta pasado un buen rato, hasta que haya conseguido impregnarse de su esencia lo suficiente para poder esperar sin dolor, lleno de ella, a que llegue el próximo domingo en que quiera volver a cobijarse entre sus brazos.
Allí reposa, con un libro en una mano y una copa de ron en la otra, mientras el aire se llena de palabras pronunciadas en otro idioma, tan conocido por ella, de rimas portuguesas cantadas por una voz melodiosa y dulce al ritmo de bossa nova. La sensualidad de la música y el tintineo espontáneo y alternativo de los cubitos de hielo al chocar, acallan el leve sonido del viento y la lluvia al otro lado de los cristales, que sólo filtran la justa cantidad de luz grisácea para poder leer.
Sólo de cuando en cuando aparta su mirada soñadora y nostálgica de esas páginas para beber un poco, esa mirada que sólo pueden tener los que sueñan recordando cosas que nunca sucedieron para los demás, pero que siempre suceden detrás de sus ojos. Es cuando se produce el milagro del beso, un beso con sabor a ron, cuando sus labios se abren para albergar el borde del vaso y las papilas de su lengua se llenan del sabor dulzón del líquido que inunda su boca, sintiendo el contraste del fuego del alcohol traspasando su garganta y el frío del hielo que choca accidentalmente con sus dientes. Entonces cierra sus ojos y se deja llevar por esa sensación casi prohibida en la que, por unos segundos, su cuerpo se rinde al juego erótico de ser poseída por un elemento ajeno. Y le gusta, y se gusta, y se regodea en el placer.
Ella no lo sabe, pero todas las cosas la aman. Mientras permanece allí, leyendo con la inocencia de la ignorancia, cualquier cosa mataría por ser sillón, o libro, o vaso, para que ella la tocara, la mirara, la besara. Incluso afuera, la lluvia quiere estar más cerca de ella, y cientos de gotas suicidas se aplastan contra el cristal con la última ilusión de mirarla desde una posición privilegiada, mientras resbalan cayendo en lenta agonía con el único triunfo de contemplarla durante unos segundos antes de desaparecer. Las que son capaces de esperar el momento oportuno, se lanzan en connivencia con el viento sólo en esos instantes en los que ella bebe, provocando una lluvia de gotas kamikazes que chorrean sobre el cristal al ver el brillo de sus labios humedecidos, y ya no se deslizan, se derriten si la suerte quiere que antes de llegar a su fin su lengua aparezca fugazmente en un relamido casual. Entonces, sobre el cristal mojado, se evaporan en un suspiro sabiendo que no hay mejor manera de morir.
No, no lo sabe, pero a su alrededor todas las cosas están pendientes de ella, tan concentradas que nada se atrevería a moverse ni a producir sonido alguno que pueda romper esa estampa perfecta, que ninguna tendría la osadía de quebrar el encanto que se produce cuando ella entra en la habitación. Y así permanecen todo el tiempo, inmutables, atentas a la brisa embriagadora que provoca el balanceo de su mano al pasar de página, a la suavidad de sus dedos enredándose en su cabello, a su mirada fija en el papel, a la súplica de que levante su vista y se pose en alguna de ellas. Inalterables, incluso el cristal de la ventana que soporta estoicamente el frío y la humedad, empapado hasta los huesos, procurándole la luz que necesitan sus ojos, protegiéndola del viento y la lluvia, esperanzado de que, al menos por unos segundos, sus dedos dejen de juguetear con su pelo y se posen en él acariciándole con las yemas, y dejar de sentir así la crudeza de estar a la intemperie. O quizá sean sus ojos, quizá ella en algún momento inesperado quiera mirar a su través, si la tormenta consigue con estruendoso descaro llamar su atención. Ahí permanece, como todas las cosas, pero tal vez sufriendo más, tan frío y mojado, aguantando la respiración con la sola esperanza de que la casualidad haga realidad el anhelado deseo de que ella quiera tocarle con sus dedos o atravesarle con su mirada.
Nada puede, nada quiere romper el influjo, la magia que surge con su estancia solitaria e íntima en la habitación. Sólo ella. Y es cuando ella empieza a moverse más de lo normal, cuando se aparece inquieta e incómoda por estar tanto tiempo quieta, sentada en el mismo sitio, cuando todas las cosas aparentemente inertes se ponen a temblar, sabedoras de que ha llegado la hora. La luz que entra por la ventana es ahora tan tenue que apenas se puede ver algo sin forzar mucho la vista. Se acabó la copa de ron, y el libro ya no resulta interesante para sus ojos cansados. Todas las cosas que están entre esas cuatro paredes saben que es cuestión de segundos que ella se levante y, aunque quisieran pedirle a gritos que no se fuera, no pueden hacer nada por evitarlo. Ella es tan libre que ni siquiera sospecha que algo pueda depender de su propia existencia, que esas cosas existen porque ella es y existe. Nunca podría imaginar que toda la habitación queda en vilo al más mínimo amago suyo de salir de allí. Y, cuando por fin se levanta, todos sus gestos, todos sus movimientos, el parpadeo más breve, es observado en silencio, minuciosamente, con tristeza, pero con adoración, por todas y cada una de las cosas que habitan allí y que, por nada del mundo, podrían perderse los últimos momentos que ella les regala antes de marchar. Y es en su andar de puntillas de sus pies descalzos donde la alfombra encuentra consuelo, llevándola casi en volandas para que no sienta el frío y la dureza del suelo. Y se tapa los ojos para no ver más allá de sus piernas, sonrojándose por el sentimiento de culpabilidad que le producen esos pensamientos con tintes obscenos que fluyen siempre al sentir la caricia de sus pasos, la suavidad de sus pies desnudos al hundirse en ella mientras camina. De hecho todos cierran los ojos para intentar sentir con mayor intensidad el aire sutil que desprende con su movimiento, un aire perfumado con la esencia de cada poro de su piel. Y algunos creen volar, levantarse de donde están posados llevados por esa ligera y casi imperceptible brisa. Y otros derraman lágrimas, como el reloj, que siente la impotencia de no haber podido retenerla un poco más a pesar de haber hecho trampas con su tic-tac de más de un segundo, amañando así el transcurso del tiempo, haciéndolo mucho más lento. Y la ven alejarse, subir cada peldaño, más bella aún en movimiento, más deseable aún cuando se va. Y aunque ella no pueda oírlo, todas y cada una de las cosas que están ahí, algunas aparentemente inútiles, todas aparentemente sin vida, susurran mientras la ven alejarse: “te amo”, “te amo”, “te amo”…