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Relatos

Seudónimo: Angélica Siena

Titulo: Diez de enero

 

Hace bastantes años de esta historia, cuando yo sólamente era una jovencita. Salía con un chico que había nacido en Alemania, en un pueblo de la ciudad de Hamburgo llamado Reinbek. Teníamos veinte años los dos, y nos conocimos en un lugar de veraneo, donde yo solía pasar las vacaciones casi siempre. Una relación bastante extraña, pues yo no vivía allí, y nos veíamos de ciento a viento. Siempre el dichoso teléfono desde cabinas, porque él no tenía en su casa, y pendientes de fines de semana y vacaciones para vernos.

Entonces no había correo electrónico, como se estila ahora, y aún conservo sus cartas de puño y letra, en las que me contaba lo que hacía entre semana, lo que estaba estudiando, en fin, las cosas que una pareja de esa edad se puede contar.

El era alto, rubio, con unos ojos verdes divinos y nariz aguileña, la cual le daba un aire varonil e interesante, propio de los chicos de esos lugares de Alemania. Su carácter iba acorde con lo que solemos pensar de los alemanes: cuadriculado, reservado, cabezota… hacía honor a su raza aria. Se le podía perdonar, porque como era hijo de emigrantes, algo de España se le había pegado, que era lo que a mí me enamoraba.

Mi padre trabajaba en una constructora y decidió proponerle que se viniera a trabajar para él, de contable, y él aceptó sin pensarlo dos veces,  porque así estaba más cerca de mí.

Era diciembre, a punto de acabar la Navidad, y a punto de ser mi cumpleaños. Hacía mucho frío y comenzaba enero; un mes en el que debía estudiar de lo lindo para aprobar los exámenes que tenía a finales. Yo me llamo Alma y estudio medicina; y él se llamaba Alfonso, y ya trabajaba. La verdad es que era una persona bastante insegura en sí misma, y eso nos había dado algún problema que otro en nuestra relación, pero todo pasaba y se arreglaba.

Ese mes de enero lo recordaré toda mi vida por el frío que hizo…y por lo fría que quedé yo por otras cosas que fueron sucediendo.

Que ilusión nos hacía vernos a diario, tomar una cocacola y marcharnos a estudiar, al menos yo, sabiendo que al día siguiente nos veríamos de nuevo. Yo estaba encantada de la vida, y creo que él también…aunque todo cambió de repente un día oscuro y horrible, que jamás olvidaré de mi memoria…

Era un diez de enero, un día normal como todos los días de una universitaria con horarios, apuntes y clases. Un día que parecía ser como todos los días. Un día monótono, rutinario y tranquilo. Un día tremendamente espeluznante al final. Un día para borrarlo de la mente.

Yo estaba en casa estudiando anatomía en mi sofá. Estaba absorta en mis apuntes, los cuales decoraba con flores y corazoncitos, a veces porque me aburría, a veces para darles un carácter menos serio, y a veces porque me acordaba de Alfonso. Las chicas somos así. No me tacho de cursi porque no lo soy, pero reconozco haber hecho esas cosas entonces.

De repente…sonó el teléfono…

-…sí…ahora se pone…- oí a mi madre.

-¡Almaaaaaaa!- me gritó desde su cuarto.

-Es Alfonso…ponte- me dijo. 

Yo estaba en pijama, hecha un ovillo, con los apuntes y los libros encima de las piernas. Me levanté con cuidado para que no se me cayera todo…y con algo de prisa,  a coger el teléfono.

No sé por qué no me parecía normal que me llamase a esas horas, eran las diez de la noche y ya nos habíamos visto esa tarde. Siempre pensé que algo estaba pasando…siempre tuve esa sensación de agobio y de calor en la cara; de nudo en la garganta y de no querer saber. De querer irme, escapar de ese momento, de huir lejos…muy lejos…incluso de mis pensamientos.

-Hola Alfonso…- dije tímidamente y sin saber por qué. Con miedo.

-Alma, pasa a la oficina de tu padre corriendo…¡VEN!.- y colgó…

…Y colgué.

Fui azorada y nerviosa a mi cuarto. Sabía que algo estaba pasando. Ya lo presentía al oír la llamada a esas horas. Mi madre entró en mi cuarto con ropa recién planchada para que la colocase en su sitio en el armario y …

-¿Adónde vas a estas horas?- me preguntó extrañada.

-Pero Alma , ¡si estás en pijama!- se extrañaba ella…y con razón.

-Nada …no tardo nada…que he quedado abajo con Alfonso un momento que me tiene que dar unas cosas.

No sé por qué mentí, porque nunca miento, pero sabía que la verdad que ignoraba en ese momento podía hacernos daño y no quise alarmar a mi madre de algo que ni sabía, aunque sí intuía.

Salí de casa corriendo y bajando las escaleras de dos en dos, como si me persiguiera alguien, como si algo me dijese: corre Alma…corre más. Y yo corría. Llevaba una cazadora gris, un foulard blanco y  la parte de arriba del pijama debajo de la cazadora, unos pantalones de pana de color beige y las botas. Era tal mi paranoia en ese momento que no pensé que me diera tiempo a arreglarme para  acudir a esa cita. Mientras corría por la calle, iba pensando: qué tonta soy, mira que pensar cosas absurdas. ¿Porqué va a pasar nada?,  sólo queda conmigo para darme algo, o simplemente un beso de buenas noches… así de sorpresita.

Seguía corriendo, sudaba, corría, y no llegaba.

La oficina de mi padre estaba a la vuelta de la manzana de mi calle, y apenas tardé dos minutos entre que cerré la puerta de mi casa hasta que llegué por fin, pero se me hicieron eternos.

Llamé al timbre del 1º derecha que es donde estaba el despacho…tardaba en abrirme…yo me mordía los labios y resoplaba. Al instante oí el ruido de que abrían la puerta desde arriba. Ninguna voz…nada.

Subí las escaleras de dos en dos, o de tres en tres, supongo que si hubiera podido habría estado allí en un salto. Y llamé al timbre varias veces hasta que me abrió. El corazón me iba a mil por hora.

Estaba apagada la luz de la entrada y vi, entre la penumbra, que él se dirigía sin recibirme, hacia el cuarto de baño, único sitio del que vi que venía algo de luz.

Fui.

Llegué.

Paré.

Vi.

Aluciné.

Reaccioné.

Alfonso estaba sentado en la taza del water llorando, gritando, sangrando. Se había cortado las venas con una cuchilla de afeitar, eran evidentes los cortes; dos en la muñeca de la mano derecha y uno en la de la izquierda. Estaba perdiendo mucha sangre, y el baño estaba rojo completamente. La bañera llena de agua roja y el suelo rojo y a trazos como si de una pintura se tratase, pues, de caminar, había dejado huellas de zapato y resbalones.

Yo llevaba el foulard blanco al cuello. Cogí unas tijeritas de uñas y tan rápido como pude y sin mediar palabra con él, lo corté en dos y me dispuse a hacerle un torniquete. Todavía no había llegado a saber como se hacían exactamente, pero había visto “pelis”. Siempre pensaré que estaba estudiando anatomía esa noche.

Le intenté coger las manos, pero no se dejaba, estaba alterado, herido, estaba nervioso, estaba muy mal. Opté por darle dos tortazos en la cara a ver si se calmaba y me dejaba ver las muñecas para poder hacer lo que yo creía que debía hacer. Y parece ser que sí que surtió efecto. No sé por qué en estas situaciones reacciona uno como nunca creyó que lo haría, con serenidad y concentrada realmente en lo que haces aun apenas siendo una niña. Pero a la vez consciente de la gravedad del asunto, de ver que esa persona, ya no  era mi chico, sino alguien sangrando…alguien muriendo. Y allí estaba la pobre Alma, sin pedir aquéllo, asustada pero serena.

En el momento que vi que estaban los dos torniquetes bien apretados, fui corriendo al teléfono del despacho de mi padre. Llegué, encendí la luz, y vi que estaba la mesa del despacho llena de gotas de sangre. Había llamado por teléfono a mi casa una vez que se había autolesionado. Empezaba a marearme ese color rojo que tenía en mi cazadora, en mis manos, en el suelo, en la mesa, en él, ¡¡¡en TODO!!!...

-Mamá…Alfonso ha hecho una tontería…pasad toallas a la oficina …¡YA!- ni dejé que me dijera nada…colgué …o ni colgué. Ni lo recuerdo.

Volví al cuarto de baño, donde estaba Alfonso tal y como lo había dejado. Sentado en el retrete con las manos en alto, como le dije (amenacé) que se mantuviera. No dijo nada…nada de nada…nada de nada. No recuerdo que me dijese  ni una palabra. Quizás sí me la dijo y no la oí, y menos escuché.

Yo buscaba la cuchilla, por el suelo, por el lavabo…la encontré en la bañera en el sumidero, por eso permanecía llena de agua, de sangre, casi desbordándose. Ni me remangué. Agua teñida de miedo y de daño.

Palpé, busqué, encontré.

Salí a la escalera. Mi madre ya subía corriendo con mi hermano. No sabían nada, pero tenían cara de preocupación ante mi llamada telefónica tan seca y tajante. 

Cuando  vi que estaba mi familia allí, me desplomé en el rellano de la escalera,  exhausta, arropada por los míos.

A Alfonso se lo llevaron al hospital, y a mí a casa de mi abuela,  nadie me dejó ir. Tampoco me dejaron  los tres días que estuvo ingresado.

La verdad, he de reconocer, que después de ese momento que pasé, mis sentimientos hacia esa persona cambiaron por completo. Me asustaba, me sentía mal cerca.

Me llevaron a un psiquiatra, el cual dijo que no había reaccionado. Que cualquier día lo haría…o no.

No lloré. Sufrí un shock. Después de todo, el destino me hizo ir a vivir a esa casa, y…me duchaba en casa de mi abuela. No podía meterme en esa bañera. Aún ahora,  después de tantos años, me cuesta contarlo. No siento apenas nada de lo que se supone que debes sentir cuando te pasa una cosa así.

 A Alfonso le dieron el alta en el hospital, y como su madre había venido a estar con él, decidieron irse a su casa.

 Lejos.

Yo deseaba que se fueran, no quería tenerle cerca; me daba pena, me daba grima, era un desconocido para mí.Yo me enfadaba conmigo misma porque no eran sentimientos que yo quisiera tener, pero ahí estaban. Era lo que sinceramente sentía y padecía. No quería estar sola con él, no quería que me tocara, ni un roce leve. No quería tenerle en casa, no quería que me mirara, no quería nada con él…no le quería ya.

Un día se fue, sí, se fue,  prometió escribirme, y yo a todo le decía que sí, pero sabía que después de todo, lo nuestro había tenido un final triste, pero un final. De la noche a la mañana pasé de quererle mucho a no sentir nada por él. A ser un desconocido para mí.

Se fue para siempre, y me escribió sin obtener respuesta…me llamó sin ponerme yo jamás. Recibí a los dos meses una postal desde Reinbek, había ido a ver su pueblo natal. Había huído de su realidad.

Supe, por amigos comunes durante años, que estaba estudiando de nuevo, trabajando también. Nadie sabía lo que había ocurrido, quiso ocultarlo y se lo respetamos. Nadie se enteró…hasta que 7 años después, con mi vida rehecha, casada y esperando una niña, me llamó un amigo por teléfono para darme la noticia de que Alfonso se había suicidado en un hotel de Tenerife en el que trabajaba. Ahorcado.

No me cogió de sorpresa, había dejado una carta en la que me nombraba como “no culpable” de su muerte, entre otros en la lista.

No sé el porqué, pero tampoco lloré en esa ocasión, y nunca he podido llevarle unas flores al cementerio en el pueblito de playa donde nos conocimos.

Espero poder hacerlo algún día.

 

                                                                  FIN

© Angélica Siena

 

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