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RelatosSeudónimo: Irias33
Titulo: El encuentro
Para Teresa
Capítulo 1.
¿Cómo me ha vuelto a pasar? Se preguntaba una y otra vez sentada en una moderna silla de diseño de la cafetería del aeropuerto de Barcelona mientras sus dedos, en un gesto que repetía inconscientemente siempre que se ponía nerviosa, tiraban de un mechón de su negro y ondulado pelo. Era un gesto que no le gustaba porque sabía que delataba su nerviosismo y pensaba que eso era darle ventaja al enemigo y, como su lema decía, al enemigo ni agua, pero por más que lo intentaba no podía dejar de tocarse el pelo. Esta vez calculaba que su nerviosismo debía de salirle por las orejas y que, como no se calmase, pronto tendría que ir a la peluquería porque iba a dejarse el pelo hecho un verdadero desastre.
¿Cómo me ha vuelto a pasar? Volvía a preguntarse mientras miraba impaciente y nerviosa la pared que tenía en frente de la que colgaba un gran reloj metálico, ovalado, blanco inmaculado y de enormes saetas negras que avanzaban lentamente marcando sólo las diez de la mañana. Tenía sueño, -¡claro, normal!-, se dijo a sí misma, -si no has dormido nada estas dos noches pasadas pensando en este momento-.
¿Cómo me ha vuelto a pasar? Se preguntaba mientras giraba lentamente la cucharilla y sus ojos seguían los círculos concéntricos que se iban formando en la superficie color crema del café, mientras mentalmente se decía que el hombre era el único animal que tropezaba dos veces con la misma piedra, pero es que ella no había tropezado dos veces, ¡sino tres!, ¡ tres veces! ¡Dios mío, TRES!, aunque, bien mirado, ella no era un hombre y, como decía el refrán, a lo mejor esta vez iba la vencida.
Estos pensamientos recorrían su mente mientras amasaba su nerviosismo y su inquietud acariciando la rosa cómplice que le serviría de señal para reconocerse entre el tumulto y contaba uno a uno los minutos en el dichoso reloj de la pared que parecía reírse de ella ante sus propios ojos y alargar cada minuto haciendo que durasen noventa segundos, cuando de pronto oyó por megafonía una voz lenta, pausada, casi se diría desganada que, como en una letanía, repetía -el avión con destino a Barcelona procedente de Málaga llegará con media hora de retrazo-. -¡Media hora más, nooo, me moriré, no podré aguantar esta angustia!-.
Pero sí, aguantará, tomará otro café, volverá a remover una y mil veces el azúcar, sentirá esa enorme presión en sus sienes y latir su corazón dentro del pecho mientras sus ojos se perderán en esos círculos concéntricos como queriendo diluirse en el café cual azucarillo y desaparecer, huir, correr, olvidarlo todo y no volver a repetir la historia antes vivida. Sin embargo no huirá, permanecerá sentada esperando y ensayando mentalmente una y otra vez la frase que con tanto mimo ha preparado – aunque no llevases esa rosa habría sabido que eras tú porque te amo-, frase que espera no suene muy petulante, frase que espera refleje todo el amor que siente, frase que, porqué no decirlo, espera vencer el miedo que le oprime la garganta y ser capaz de pronunciar.
Media hora. Treinta minutos. Mil ochocientos segundos. Poco tiempo cuando se está junto a la persona amada, una eternidad si estamos lejos de ella.
Capítulo 2.
Suena de nuevo en megafonía la voz apagada, triste y monótona como una letanía, aunque esta vez al oírla llena de alegría su corazón - el avión con destino a Barcelona procedente del aeropuerto de Málaga está a punto de tomar tierra-, ¡Aleluya! Ya está aquí, ya ha llegado, ensimismada aún, observa de nuevo el reloj y, sin saber cómo, observa que son las once y cuarto y que ha pasado cuarenta y cinco minutos absorta en sus tribulaciones.
Cuarenta y cinco minutos ha pasado sumida en sus sueños, imaginando, programando, preparando como será el momento que, ya, sin remedio, va a vivir.
Se levanta y siente que sus piernas tiemblan, respira hondo, intenta calmar su ansiedad y para darse ánimos mira su imagen reflejada en el cristal de la puerta de la cafetería mientras se dice -vamos pequeña, tu tren ha llegado y tienes que subirte a él, no lo dudes, adelante, vívelo y que sea lo que Dios quiera-.
Con paso rápido, casi corriendo, se dirige a la puerta de salida de los pasajeros. Le prometió que estaría la primera, que sería a ella a la primera persona que vería al salir y así ha de ser, ella nunca ha faltado a una promesa. Corre, esquiva a dos señoras que agarradas del brazo van charlando ajenas al mundo que las rodea, adelanta a un grupo de chicos que riendo van cargados con sus equipajes y por fin alcanza la meta deseada y esperando recibir la medalla otorgada a la ganadora, se coloca orgullosa y feliz, junto a la puerta de salida.
Impaciencia, miedo, nerviosismo, ansiedad y angustia siente correr por sus venas, pero también y por eso está ahí, siente amor, mucho amor. Un amor que la ahoga, que le presiona el pecho, que la hace subir al cielo y descender al mismísimo infierno, que la hace dudar de sus convicciones y de sí misma, pero que a pesar de todo la hace sentirse viva, y ella quiere vivir y vivir ese amor sin importarle qué pasará mañana; el mañana no existe, sólo existe el hoy y el ahora.
Lentamente se abre la puerta automática una y otra vez para dar paso a los viajeros que, cargados con sus equipajes y regalos, salen sonriendo y buscando esa cara conocida que les espera, ese abrazo cálido que les haga sentir que el fin del viaje ha llegado. Pero ella no sabe que cara mirar, nunca ha visto esa cara, la cara de ese ser que desde hace un mes le quita el sueño, de ese ser que le da la vida y hace latir su corazón enamorado con sólo una palabra.
Mira una y otra vez esperando ver la señal, ver esa rosa roja atrapada por unas manos que la han de acariciar suavemente y con mimo, la han de abrazar y estrechar tan fuerte que le hagan perder en un segundo todas las dudas y todos los miedos acumulados desde el día en que decidieron, por fin, conocerse.
Capítulo 3.
Hace treinta interminables minutos que espera y sigue sin ver la señal acordada. Cada minuto cae sobre su ánimo como una pesada loza que lo hunde poco a poco más y más. Se siente cansada, desilusionada, engañada, dolida y sobre todo estafada. Ha dejado de abrirse hace unos instantes la puerta automática que uno tras otro ha ido dejando pasar a todos los pasajeros del vuelo Barcelona-Málaga, todos menos el más esperado, el más deseado.
Cabizbaja y limpiando una lágrima que resbala lentamente por su mejilla comienza a girar para alejarse de aquella enorme puerta que, de pronto, se abre de nuevo y la deja oír esa voz que tantas y tantas veces le ha hecho latir su corazón. -Perdona, ¿eres Luisa?- ¡Si!, es ella, su ángel, su amor, su vida.
Si, soy Luisa, le hubiese gustado decir mientras se volvía para verla, pero con la respiración entrecortada por el llanto y la angustia agazapada en su garganta no ha sido capaz de decir ni una sola palabra, ni siquiera la frase que tantas y tantas veces había ensayado mientras esperaba. Si, soy Luisa, le hubiese gustado decir mientras la mira y sin embargo sólo alcanza a enseñarle la rosa que llevaba entre sus manos.
Si, era Luisa y allí estaba, frente a la mujer con la que hablaba y soñaba cada noche, el dulce objeto de su deseo. La mira y piensa que es aún más guapa de lo que la había imaginado. Su largo pelo castaño, sus preciosos ojos pardos, su perfecta nariz romana, sus rojos labios carnosos y esa rosa entre sus manos confirmando que no es un sueño, que está despierta y que es real, esa mujer es real y ha venido para conocerla. Siente que si antes ya le gustaba, ahora, al verla, le gusta mucho más.
Lentamente sus labios esbozan una enorme sonrisa al sentir los labios de Marta besar sus mejillas. Es ella, es real, no estoy dormida, por fin se ha cumplido mi sueño. Devuelve los besos y con una voz que no le parece la suya dice -¡Bienvenida a Barcelona¡-, a lo que le hubiese gustado añadir “mi amor”, pero su miedo lo ha impedido.
Aún algo nerviosa, pero ya dueña de la situación, agarra la pequeña maleta de viaje y mirando a Marta le dedica una gran sonrisa, le ofrece su mano y caminando lentamente, las dos de la mano, sintiendo el leve roce de sus cuerpos se dirigen al aparcamiento para retirar el coche y volver a casa.
Conduce ahora intentando fijar la mirada en la carretera que, poco a poco, va desfilando ante la luneta delantera de su vehículo, no quiere soltar la mano de Marta, no quiere dejar de sentir la suavidad de su piel y las leves caricias que su dedo pulgar regala al envés de su mano, la mira de soslayo una y otra vez para grabar en su memoria todos y cada uno de sus gestos, memorizar todas sus expresiones, la forma de su perfil, el pequeño lunar que tiene cerca de su oído izquierdo, su sonrisa, sus largas pestañas, la pequeñísima y casi imperceptible cicatriz sobre su labio, todo, porque todo lo quiere poseer.
Mientras los kilómetros van pasando Marta habla de su viaje, su nerviosismo, sus sensaciones, su miedo al encuentro y se da cuenta oyéndola que, al final, todo el mundo, por muy seguro que parezca, tiene miedo ante una situación así, miedo sí, porque en definitiva lo que sentimos no es otra cosa que miedo al fracaso y a sufrir por ello.
Capítulo 4.
Fugazmente y casi sin darse cuenta ha devorado los kilómetros que separaban el aeropuerto de su casa. A pesar de que el trayecto dura casi una hora, y de que infinidad de veces le ha resultado un verdadero fastidio, esta vez le ha parecido un trayecto corto porque Marta iba a su lado, porque oía su voz, porque la tenía cerca y porque disfrutaba enseñándole la tierra que tantas y tantas veces su amada había querido conocer.
Gira la llave en la cerradura y abre la puerta de su casa para que Marta entre en ella, igual que quiere que entre en su corazón. Deja la bolsa de viaje sobre una silla y más nerviosa aún que en el aeropuerto, comienza a enseñarle su casa, su pequeño refugio, su castillo. Le enseña el pequeño pero bien organizado baño, el recibidor con su original espejo lateral que lo hace parecer más amplio, el salón-comedor con sus modernos muebles funcionales, la cocina totalmente equipada, su dormitorio y la pequeña habitación en la que está el culpable de este maravilloso encuentro, su ordenador.
Terminado el recorrido y sin poder dejar de mirarla, le ofrece algo de beber, Marta acepta un vaso de agua, así que, con sendos vasos de agua en la mano se sientan en el sofá para, ya, más relajadas hablar, contemplarse, estudiarse, sentirse...
Tienen tanto que decirse, tienen tanto que compartir la una con la otra que de sus bocas salen atropelladamente y al unísono palabras y más palabras que se cruzan se entremezclan y estorban e impiden su compresión provocando, al darse cuenta, la risa en ambas.
Poco a poco las risas van acallándose mientras sus manos se acercan, se tocan levemente, se rozan, se sienten, los dedos se entrecruzan hasta quedar estrechamente unidas, sus ojos se encuentran y como si una misteriosa orden hubiera llegado a sus cerebros, comienzan a acercarse hasta unir sus labios en un primer y maravilloso beso y desde ese momento supo que era con ella con quien quería pasar el resto de sus días.
FIN
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