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Relatos

Seudónimo: Odette de Crecy

Titulo: De alquiler

 

  

Aun tengo escalofríos recordando el timbre que vuelve de nuevo a sonar en mi cabeza.

Timbre.

Me impresiona el hombre en el umbral. Su levedad al tocar el timbre, como si no tuviera ganas de molestar me ha parecido un gesto de educada tranquilidad. Entreabro la puerta y en sus ojos he perdido el habla y dentro de su mirada busco la sonrisa del entendimiento, en esos ojos atónitos, pacíficos.

Me acarició una voz profunda:

-          Necesito una habitación.

Que escueto. Me tiemblan las piernas, las mismas piernas que juegan con la vejez pero esta vez son mis rodillas las que tiemblan para mí. Que nervios más tontos los que me desazonan el deseo. Quizás solo sea un amable semblante, quizás no sea sensible ni inteligente, quizás sea un redomado idiota. Tengo que averiguarlo inmediatamente. Le tengo en el umbral y el no parece afectado por ello.

-          ¿Le gustan las habitaciones pintadas de azul?. –pregunté.

Me tiene un rato esperándole en una acinesia suave. Su cara no se sorprende por una pregunta como ésta, tan extraña, pero desde luego se está tomando su tiempo para contestarme. A lo mejor es mudo. No, no puede ser, hace un instante me ha pedido una habitación. Lo que debe ser es sordo. No, no lo es. Su voz no fue dificultosa, no fue la creación de un proceso complicado. Entonces, ¿a qué espera?. ¿No sabe la respuesta?.  ¡Pero si vale cualquiera y no vale ninguna!. Ya tengo otro ingrato en mi puerta, otro enfermo de lo lineal apostado en mi umbral. ¿Cuándo dejaré de jugar con las primeras impresiones?. ¿Cuándo me convertiré en una mujer al uso, derecha y  del envés?.

Luego, para mi asombro...

- ¿De cual de todos los azules imaginables estamos hablando? –sonreía acariciándose el mentón- . Existe un azul oscuro que me haría sentir como si  me bañara en el mar, o un claro azul que me llenase de paciencia y alegría, o una mezcla de azules de ambiente confuso pero interesante. Señora, -hace una pausa deliciosa- para saberlo necesito ver el color de las paredes por que existen tantos azules y todos me reportan sensaciones tan diferentes  que insisto en ver la habitación, y por supuesto, cerrar los ojos y palpar las cerúleas paredes. Más allá del tacto no hay duda posible y aun en el caso que no fuera de mi agrado, yo sabría como hacer de esa estancia un lugar confortable, acogedor, por que en cualquier lugar con colores difíciles, uno puede hacer de ese aposento un hueco favorable al gusto, un sitio donde estar a gusto,–en ese instante irrumpe deslumbrante una sonrisa autentica antes de proseguir sereno-. Y para estar a gusto, un favor que le pido: no me trate de usted.

-Tienes razón –murmure,  convertida mi voz en un arrullo fascinado.

Sin darme cuenta la puerta de mi casa esta abierta  de par en par. Mientras me sigue por la escalera de mármol  casi puedo intuir la enorme sonrisa que ilumina el rostro del hombre azul. Casi puedo sentirme clandestina, feliz. Entregada a todos mis huéspedes,  perteneciendo a unos como a otros,  los timbres  de color azul me fascinan mas que las viejas películas que cuentan antiguas historias, mas que los viejos libros escritos por la vida que nunca muere de las manos narradoras, mas que un paseo por la playa íntima saboreando un chocolate o el descanso sereno del cigarrillo después de un café en barra de bar. Mas que cualquiera de mis placeres casi diarios, me subyugan los hombres azules porque son excepcionales, derrochadores del amoroso magma.

Si yo pudiera besar un hombre azul no lo haría al uso, dejaría que ese beso fuera imborrable, inacabable, siempre mejorable, para que no tuviera fin, ni comprometido final, solo la promesa repetida de muchas veces, en quizás pocas veces, el beso eviterno que no acaba  ni en la memoria ni en los labios, en el beso que concede el intermedio de las bocas, el que no sacia completamente, el que guarda misterio y enredo de lenguas, aquel donde la sed sigue siendo sed, el hambre no es mas que hambre, lo satisfecho es insatisfecho, lo acabado en un instante  perdurable en el tiempo, un beso inacabado, copulado, reventado de sexo, un beso que no colma, que es inicio reiterado. Si yo pudiera abrazarlo no lo haría vulgarmente, le abrazaría con todas las mujeres que me anidan en mi tribu, con todas las vidas que no llegaron a nacer, con todos los abrazos que nunca dan  toda mi comparsa de mujeres, en una protección que es abrigo y  dulzura, una abrazadera de brazos y ojos, de piernas y cadera, con la mas escondida de mis cajas, la torácica, envolviendo su cuerpo que es mi cuerpo, para fundirme de semen envenenado, para no ser dos, para estar como un ser  de cuatro piernas, de cuatro brazos, de cuatro ojos, como dos divididos en uno dentro  de un único corsé apretado, uno que ya no son dos concatenados en el sexo, son el mismo individuo cortejado.  Si yo pudiera amarlo entero, no lo haría normalmente, sería un acto de amor valiente, visible y permanente, sería como un cuerpo entrando en otro, avasallando, desdibujando, alterando su respiración, incomodando su postura, haciéndole sentir todo el calor de la vida, toda la magia azul para violentar la paz y batallar en una guerra de color fogoso, de azul tibio y fiero, en el egoísmo vital de la entrega  y el recibo, para amar y violar todos los costados del cuerpo, mas suyo que mío, fustigados salvajes en la cianosis de amante y de amada,  como mis umbrales, como la hospedería.

Escucho unas remotas palabras.

La habitación es perfecta –dice con galanura.

Se repiten en mis oídos frenéticos hasta que comprendo sobresaltada.

Perfecta, dice. No tengo nada que añadir a esas embriagadoras palabras ni puedo acostumbrarme al sabor del néctar, a las caricias del hombre granado, al calor que enerva mis sentidos, excepto una inquietud que me desmelena:

- ¿Te apetece una copa? –Desprendo una horquilla de mi pelo.

- Has dicho... ¿una copa?

-Sí, una copa. –Desprendo otra.

-Extraordinario. –murmura.

-¿Qué es extraordinario? –Desprendo otra.

-Una mujer así.

No  me quedan horquillas en el pelo. En un gesto suave me humedezco los labios mientras deslizo la braga por mis piernas, una tórrida corazonada hace que me quite los zapatos. Me van a hacer cosquillas en los pies.

Ruido. En la hospedería siempre hay ruido.  Solo al mirar mi reloj detengo el decurso y duermo. Duermo en el ruido mientras todos los gusanos llegan a mi boca azuleándola. También los hospedo porque no soy fácil y hay un sinfín  de huecos hábiles para divagar en el agusanado recoveco del pensamiento furtivo.

Son  habitaciones para alquilar en una casa para ir y venir, en idas y venidas por las  puertas y picaportes de  paso, en habitaciones donde alojarse, en temporadas de verano, si me apuran todo el año. Todas de paso, de asco. Y es maravilloso sentirse sola rodeada hasta hacerme daño. Me duelen todas  esas decenas, cientos ya de vulgares personas  que me han robado el espacio, ocupando el tiempo y  me lo están bien gastando, de  esta forma  he dejado de  sentirme mía, tan vacía que pertenezco a  mis huéspedes, a todos ellos.  Si supieran lo que siento cuando  me despiertan por la noche con urgentes timbres para buscar mi modesta cama, lo que me place que me arrastren del sofá  para contarme sus inquietudes, las menudencias interrogantes que  plácidamente escucho en peroratas interminables: las mismas preguntas por las mismas estúpidas direcciones  que encontrar una y otra vez, los mismos lugares turísticos que visitar  una y otra vez, los mismos restaurantes donde comer típicos platos para después cenar típicos platos, una y otra vez. Pero el condumio no es cosa mía  ni mi casa es un figón pues  soy mujer de alojamiento tenaz, sobrio.  Reconozco que algunos huéspedes sospechan  que me hastían pero son incapaces de imaginar lo contenta que me ponen  sus  atribuladas estupideces: las mismas. Si supieran cuanto disfruto gozosa al  tropezarme en acordada vigilancia con mis desconocidos dentro de mí, en el hueco de  la intimidad,  en  lo privado; si supieran que llegan para completarla y  llenarla,  para acomodarla y devorarla, si comprendieran como me invaden todos esos pellejos de carne, asilvestradas fieras,  y  cómo me entrego yo, delicada y dulce, arrobada y sumisa a esos cuerpos de paso, a esas impresiones de capricho. Se largarían sin pagar, los muy  cretinos. En confidencia, escondo mi placer y  salvo excepciones que bien recuerdo, todos huelen mal.  Me ofende, y  todo porque  soy una mujer cabal  que detesta los regalos, dicho sea de paso en las  habitaciones de paso. Poseo el espíritu comerciante necesario para estar  abierta y  dispuesta, disponible y apetecible para ese hueco escondido de un tiempo que tiene precio estipulado en  la  balanza  del equilibrio, del pacto. Yo soy una mujer dócil que vive en una casa grande, que vigila a los que vienen y van de paso, a esos desconocidos ingratos. No me conocen y están todos de paso. Son un asco.  Mientras  vendo en prostituida comuna las habitaciones de mi casa  me dedico a  la tierna tarea de espiar a los huéspedes. Lo hago continuamente. Soy una mujer dócil, creo que ya lo dije. Vivo en una casa grande.  Alquilo habitaciones.

Ojalá la lluvia me diera un respiro en estos días iguales y  bien vestidos de un cierzo suave, de calidez necesaria para no marchitarme y frialdad que a ratos sabe florecerse. Borbotones inmensos de muchos primeros encuentros en los umbrales que llegan hasta las habitaciones y ahí se frenan por que ya  me han traspasado acomodándose en banales historias que discurren su ir y venir,  alocadamente,  y yo, tiesa,  obstinada en no olvidar la impresión que me causo verlos por primera vez en esa única vez: la vez donde la sorpresa aparece dentellando mi letargo, ora   comida de voraces tiburones como una brújula noctambula de mi pensión, mi madreperla, ora esqueleto enfermo dedicado al oficio de la ostricultura, y  he dejado de ovular en la pagoda de piedra que es mi catre, oxidada en esta paraplejía  de perlinos pasadizos con pepita que son imágenes de mar. Si pudiese me molería a mamporros la espalda y la cabeza sin pentotal, tal es mi enfermedad sin remedio. Lo haría sin acritud, igual que amanece por amor petulante, por amor opalino, de manera neutral, por lo que me quedaría dormida con docilidad, con afecto y por amor al arte dentro del agua de la noche. Amanece y ni siquiera tuve una idea que me mantuviera  a flote para vislumbrar con la mirada perdida mi horizonte elástico de color  violeta, que no es el benéfico poder de la entrega de mis habitaciones de colmena, un día más, como la abeja de mis jardines fugaces donde nada podrá jamás detener mi imaginación ni conseguirá que pueda acostarme temprano ni mucho menos irme con la música a otra parte, convirtiéndome para siempre,  en el  recuerdo hipnotizado y  exquisito  de un burdel.

Soy una mujer dócil, creo que ya lo he dicho. Vivo en una casa grande. Alquilo habitaciones.

 

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