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RelatosSeudónimo: Anatole Deibler
Titulo: El señor de Paris
«La guillotina no permite permanecer neutro. Quien la divisa se estremece con los más misteriosos escalofríos».
(“Los Miserables”, Víctor Hugo)
Los setenta y seis años se mueven aún vigorosamente sobre sus piernas mientras recorre los pasillos de la prisión Santé, en las afueras de Versalles. El viento frío de febrero no respeta muros ni ventanas y permanece agazapado, dispuesto a atacar por sorpresa a cualquiera que ose aventurarse por sus dominios. Ya en el despacho se aproxima a la chimenea y extiende las manos hacia el fuego. El reflejo de las llamas atraviesa piel y músculo y las dotan de un aura casi fantasmal. Son las mismas manos que acarician a su esposa y juegan con su hija, que estrecha con las de los compañeros en el club de ciclismo y cuidan del diminuto jardín junto a su ventana. Las mismas que, con casi idéntico mimo, manejan con precisión la cuchilla. En ocasiones no las siente como propias y trabaja con ellas como si fuesen una herramienta más de tan penosa tarea. En otras le duelen, con un palpitar sordo y constante. Y no importa cuántas veces las lave y las frote, siempre quedan, enredadas entre los dedos, las últimas palabras de los condenados.
Toma asiento frente a la mesa, abre la libreta gris y escribe con tinta roja los números de esa noche “396-300”. Ya hace más de medio siglo que anota meticulosamente las decapitaciones en más de una docena de cuadernos que conserva en un cajón del escritorio. Alguna vez le han interrogado sobre el motivo que le impulsa a registrar cada uno de estos trabajos: el número, la fecha, el nombre, las circunstancias... Muchos creen que la razón se debe a que es metódico y pulcro. Sólo él sabe que lo hace para no olvidar.
02-03-1891, Michel Eyraud, homicida. París
Para no olvidar que hubo un tiempo en el que soñó con evitar los pasos de quienes le precedieron; perdió a la primera mujer a la que había amado por carecer de valor para elegir su propia vida, ocultó empleo y condición para impedir el rechazo y es un fantasma entre fantasmas cuyo nombre no figura en las listas de funcionarios. Él es el verdugo del Estado, el amo de la guillotina, el Señor de París. Y vuelca en las páginas de esos cuadernos cada una de las pruebas que lo mantienen unido a un oficio que despreció siempre y contra el cual aprendió a batallar desde el inicio.
Suspira, enfermo y cansado, y se reclina en el asiento. Lleva tanta muerte adherida a los huesos que está convencido de que últimamente respira las vidas de los ajusticiados. Los recuerdos trazan sombras en las paredes, animados por el fuego.
En los cinco años que pasó en Argelia con el abuelo Joseph, aprendió a montar y desmontar el patíbulo, a controlar las náuseas cuando limpiaba y afilaba la hoja, a acarrear el cesto para la cabeza del reo, a retirar los restos pegajosos de los utensilios y a dejarlo todo en impecable estado para usos posteriores. Se aferraba a los instrumentos con las manos crispadas y el estómago revuelto y, aunque con su padre, ya en París, perfeccionó sus conocimientos, nunca ha logrado acostumbrarse al olor acre de la sangre ni a la visión de la cabeza cercenada. Procura alejarse mentalmente de allí cuando activa el mecanismo.
16-08-1894. Santo Caserio, anarquista, asesino del presidente de la República Sadi Carnot. Lyon.
Su máxima es que la muerte, cualquiera que sea la razón que la provoca, debe mantenerse digna, pero ¿qué dignidad hay en semejante profesión? Él no cree como sus antecesores que esta labor exprese la voz del pueblo. No, al menos, la voz del pueblo que él conoce, del que su hija Marcelle forma parte y a quien le horroriza su ocupación aunque jamás se lo haya dicho. Lo adivina en la forma en que ella le mira las manos cuando no se siente observada, en el modo en el que trata de averiguar qué se esconde tras su rostro impasible, en las dudas que se le ahogan en la garganta y que sólo asoman a sus ojos muy de vez en cuando, en forma de lágrimas. Él no sabe cómo explicarle que el destino le atrapó en un punto de la juventud que ya no es capaz de ubicar, donde otros tejieron para él un futuro que es ahora presente y que sólo ella es capaz de reconfortar su corazón agotado.
Hay voces que nunca callan, que planean incesantes en la nostalgia clamando un indulto que casi nunca llegó, gritos de angustia y vítores profesados por el gentío que se han hecho dueños de una parte de la memoria. Permanecer ajeno a todo eso ha sido quizás su mayor logro.
Se esfuerza en dejar ese mundo en el despacho y en la guillotina, pero muchas noches se despierta con la imagen de alguno de los procesados prendida en la retina. La de tantos hombres muertos antes de caer la hoja, víctimas del miedo y la impresión; últimas oraciones susurradas al aire; días diáfanos o lluviosos reflejados en los semblantes de los penados. En esas ocasiones se mira los dedos tratando de descubrir en la penumbra alguna salpicadura, algún vestigio de la sangre derramada. Sólo la presencia de su esposa Rosalie, cálida y conocida, aleja las más temibles pesadillas.
01-11-1909. Abel y Auguste Pollet, bandidos. Béthune.
Debe ser la edad, se dice, porque últimamente le asaltan los recuerdos con más frecuencia que antaño y es capaz de rememorar con absoluta nitidez cada una de sus ejecuciones. Esa cuchilla que una vez le acusaron de idolatrar es el hilo que anuda la vida y la muerte de todos ellos.
No, no se avergüenza. Realiza su cometido con precisión y entereza, cumple con la obligación que le impusieron con el mismo rigor con el que acometería cualquier otra empresa. Y durante los últimos cuarenta años ha desempeñado el cargo con profesionalidad. No le molestan las caricaturas que se han hecho sobre él, ni los viajes organizados para contemplar el espectáculo, ni los insultos que le lanzan mientras se dispone a llevar a cabo su misión. Todo eso no puede ya alcanzarle.
Retoma la escritura y anota nuevos datos. Por la mañana está programada una decapitación en Rennes. Ahora dispone de ayudantes que se ocupan de los trabajos más pesados, la edad ya no le permite hacerse cargo personalmente. Piensa que pronto dejará la plaza. Corre el año mil novecientos treinta y nueve y el Estado deberá buscar un sustituto. Quiere disfrutar de su mujer y su hija. Tal vez no sea ya capaz de ahogar en el recuerdo a todos los encausados, pero no añadirá nuevos nombres a tan larga lista.
22-02-1922 Henri-Desiré Landrú, asesino en serie. Versalles.
Apaga las luces y esquiva el frío acumulado en los pasillos de la prisión. En casa le espera ese pedacito de felicidad que transforma sus días grises.
La mañana llega colgada de un cielo nublado. Sale a la calle enfundado en un abrigo de paño grueso y camina con paso firme hasta la parada de metro más cercana.
Existencias tan anodinas como la suya se dan cita en los vagones. Cada uno carga sus infortunios con la maestría que otorga la costumbre y sólo los menos expertos en sortear esos lances conservan aún la mirada cargada de esperanza. En la estación de Montparnasse siente un dolor agudo en el pecho que lo aleja repentinamente de sus divagaciones. Apenas le da tiempo a pedir ayuda antes de caer vencido por una embolia pulmonar.
La dulce sonrisa de Marcelle conquista su último pensamiento consciente.
21-06-1935, André Spada, bandido. Bastia.
Más de sesenta años después los cuadernos de Anatole Deibler saldrán a subasta. Retazos de las miserias de otros que un desconocido comprará para el olvido. Pagará por ellos más de cien mil dólares.
© Anatole Deibler
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