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RelatosSeudónimo: No sé
Titulo: Luna llena de agosto
El sonido del timbre invadió la clase, rápidamente recogí mis bártulos de encima de la mesa y corrí hacia la puerta principal del colegio.
Era un día caluroso y soleado. Mis padres venían a recogerme, llegaban al fin las tan ansiadas vacaciones de verano.
Subí al coche desbordante de alegría, iba cantando sin parar. Me gustaba el olor del camino, a mar, a pinos. Pronto iba a cumplir ocho años.
Siempre fui una niña solitaria y soñadora. Soñaba con príncipes encantados, jugaba con amigos imaginarios. En las reuniones de los mayores me sentaba en silencio, casi conteniendo la respiración y así poder escuchar sus historias.
El joven se agitó entre sueños. Estaba en el vientre de una ballena expulsora. Si era Jonás, dentro de poco sería vomitado desde sus entrañas hacia los abismos infectados de tiburones
Afuera llovía a cántaros. A los cántaros los iluminaban relámpagos. A los relámpagos los sacudían truenos. A los truenos los transportaba el viento. Al viento lo arremolinaba el frío. La casa, húmeda, crujía toda entera a los pies de la tormenta. Si algo se desencajase sus cuatro habitantes saldrían despedidos al espacio en camisones para girar como peonzas hasta el fin de los tiempos. Una anciana, sus dos hijas solteras, su nieto adolescente, tomados de la mano, calados de frío, empapados hasta los huesos, haciendo un corro definitivo en el cielo. Pero la casa resistía.
Allí se alzaba esperando majestuosa, encantada, llena de magia la casa de la playa. Tan pronto la vi no paré de saludarla. Ella me guiñaba un ojo de bienvenida ¿o sería una persiana a medio bajar en el piso de arriba?
Delante de la verja estaba mi primo esperándome impaciente, tenía mi edad pero no le gustaba soñar, siempre llevaba a cuestas una hucha enorme donde ahorraba y ahorraba sin parar, le encantaba tirarme de las coletas y ponerme zancadillas.
Y así iba transcurriendo el verano lento y perezoso, entre baños de mar, carreras en la playa, pesca de ranas y construcciones de grandes casitas que hacíamos con trozos de azulejos.
El joven se aferraba a la matriz de la ballena, luchaba contra el alumbramiento, hacía palanca en las costillas del gigante, aumentaba de tamaño, se abovedaba para no ser expelido. Finalmente, cuando fue estornudado en un estruendo rojo, no cayó en medio de escualos asesinos sino en su propia cama que era un ovillo de sábanas, con él al centro, abrazado a su almohada, sudoroso, despertándose.
No abrió los ojos enseguida. Tenía miedo. Era una gran oreja que escuchaba el silbido del viento, el golpeteo de la lluvia contra las chapas de zinc, el embate furioso de los árboles, el ronquido tranquilizador de su abuela que parecía un silbido y a ratos el piafar de un caballo. Dejó de ser oreja y adoptó formas tactiles que corrieron por la habitación, la espiaron, le dijeron que el aire estaba frío y se arropase.
Llegó al fin el día tan ansiado, nada más levantarme, casi amanecido, fui a mirar al cielo Me tranquilizó verla, sabía que esa noche ella vendría a verme, que no podría olvidar nuestra cita.
Había una gran fiesta en casa, todo el mundo iba de abajo arriba, en la cocina todo estaba a punto de ebullición, mis hermanos comprobaban el equipo de música, mi padre encendía las antorchas, se oía música de fondo, el trasiego de platos, y yo sentada en la valla del jardín soñaba y observaba ultimar los preparativos.
Empezaba a venir gente, de un rápido salto me bajé de la valla, me acerqué a la puerta de la casa; los primeros fueron mis abuelos, qué guapos y altos me parecieron, luego se fueron sucediendo un sin fin de caras conocidas.
La voz de María Creusa inundaba hasta el último rincón, en el lavadero se encontraba apilado en una esquina el castillo de fuegos artificiales que íbamos a disparar esa noche.
Entonces abrió los ojos y todo su ser se convirtió en mirada, y la mirada se deslizó por el cuarto en formas corredizas abiertas por el amarillo-verdoso-azul-violeta de los relámpagos lejanos y la fosforescencia inmediata y atávica, blanquísima de los rayos cercanos que se desplomaban con formas de raíces. Después se hizo pensamiento aunque la sangre, rebelde, gritaba en sus terminales rosadas, pedía justicia y descanso, ella que forraba su cuerpo de párpados, de dedos, de latidos, de erecciones. Demasiado tarde: él era un pensamiento en marcha subiendo por la noche. Escuchó las campanas de la catedral. Ya no sentía miedo. Al miedo se lo comió el viejo de la bolsa. Estaban su abuela resoplante, él, y lo que él imaginase. Tampoco tenía sueño. Les gustaban las tempestades. Decidió no dormirse.
Y yo sin quitarle ojo, la miraba de reojo asegurándome así de su presencia. Ella se movía poco a poco como si bailara con las estrellas, los demás charlaban y reían ajenos a nuestro secreto; yo mentalmente le decía ¡estoy aquí! no te olvides de mí.
Pronto serían las doce, mi excitación iba en aumento, mi primo vino a mi lado. Allí los dos sentados en la escalera que ascendía a la puerta de la casa observamos la luna en silencio, creo que ese fue el momento en que los dos nos sentimos más cerca que nunca.
Mis hermanos encendieron los fuegos artificiales, el cielo estalló en una cascada de luz, y nosotros mirábamos extasiados y con la boca abierta para que no se nos embozaran los oídos.
Pensó en lo bonito de vivir en una casa de cristal, acostarse y fumar un cigarrillo detrás de otro con las manos en la nuca, mirar la luna y el cielo estrellado de las noches apacibles y el untuoso, el terrible de las noches alzadas. Sería una casa redonda, como un iglú. No vivía en una casa de cristal pero vivía en un pequeño pueblo cristalino, en un cristal oscuro, vivo, que yacía junto a él, a su alcance, en el vientre de otros leviatanes.
De repente, como por arte de magia, en la apoteosis final de los fuegos artificiales, vimos caer un paracaídas de lo alto del cielo… mi primo y yo corrimos hacia él dando saltos de alegría, lo alcanzamos antes de tocar el suelo, había una enorme bolsa que colgaba de él, empezamos a tirar cada uno hacia su extremo hasta que se rompió y un montón de juguetes y chucherías se derramaron en el suelo… luchamos como piratas por nuestro botín... yo me llevé un montón de libros, algún juguete y tantas chucherías como el regazo de mi falda podía contener.
El joven se desnudó y se asomó al balcón, quería mojarse, hundirse en aquellas llamas líquidas. Pero súbitamente el cielo, restablecido, se curvó. Y la tormenta, potro salvaje de viento y lluvia, por escapársele, huyó hacia el sur. Y aparecieron las estrellas y la luna llena, otros colores y estallidos distantes.
Inundado de luna vio un paracaídas ascendiendo hacia la luna plena. En el paracaídas iban dos niños.
Después, más tarde, ya más tranquila, comiendo una piruleta de fresa, la miré, allí seguía, allí en lo alto del firmamento, le sonreí y musité bajito para que nadie me pudiera oír: gracias, muchas gracias… no te has olvidado de mí. Entonces me pareció verla sonreír muy dulcecito y escuché muy dentro de mí un susurro casi imperceptible: el año que viene nos volveremos a ver.
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